El aborto y una dudosa calificación: asesinato

Por: Vidal Mario

(Escritor y Periodista)

 

En julio del 2004, la designación de Carmen Argibay como ministra de la Corte Suprema de Justicia de la Nación fue una contundente derrota para la Iglesia Católica.

Debido a su conocida postura favorable a la despenalización del aborto, la Iglesia llegó a juntar–inútilmente- más de  trece mil firmas para impugnar  su candidatura.

El Boletín “Notivida” denunció una serie de supuestas irregularidades en su nominación.

Dicha publicación católica afirmó además que “la transparencia está ausente en su candidatura” y que su nominación era “el prólogo de un gran fraude”.

El diputado nacional Esteban Eduardo Jerez la denunció penalmente por apología del delito.

En su escrito judicial dijo que la opinión sobre el aborto de la mencionada jurista era “una peligrosa provocación a fomentar actos contrarios al orden social”.

El tribunal interdiocesano de La Plata también la impugnó argumentando que carecía “de idoneidad intelectual suficiente desde el punto de vista de la excelencia”.

El obispo castrense Baseotto pidió “no añadir nuevos sufrimientos” a los argentinos poniendo como autoridades en la Justicia “a profesionales tan justamente cuestionados”.

Posiciones, declaraciones y argumentos de esa clase aparecían diariamente por todos los medios de comunicación.

Pero todo fue inútil y la Iglesia terminó viendo vio cómo su embestida por impedir el nombramiento de la cuestionada enemiga ideológica se iba al demonio.

La feminista y defensora de los derechos de las mujeres igual terminó sentándose en uno de los sillones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

“Que la Iglesia imponga lo que quiera a sus fieles, pero a los que no son sus fieles ¿por qué tiene que imponer algo que no quieren?” se preguntó la nueva magistrada.

 

Hoy, como entonces

 

Hoy, como entonces, con movilizaciones y miles de gritos rechazando el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la Iglesia vuelve a atacar.

Esta institución durante muchos siglos no mostró el menor respeto por la vida.

Mató infieles en sus cruzadas por recuperar el “santo sepulcro”, envió a la hoguera herejes condenados por su Tribunal de la Inquisición, acompañó el exterminio de indios americanos, y no consideró necesario excomulgar a católicos que interrumpieron la vida de millones de personas, como Adolf Hitler.

Ahora se erige como ardiente defensora de una vida que supuestamente está en los embriones.

Se han escuchado voces como la del presidente del Episcopado, Oscar Ojea, calificando al proyecto de “intento de eliminación por ley de seres humanos”.

El Papa fue aún más lejos: comparó el aborto con el nazismo y habló de “asesinato”.

Le recomendaría a Francisco leer el libro “En Vos Confío” escrito hace miles de años por el faraón egipcio Akhenatón, fundador del monoteísmo, en el cual aconseja: “No condenes el juicio de otro porque sea diferente al tuyo”.

Millones de palabras se lanzaron calificando de personas vivientes a los embriones, que muchos tienen guardados en frascos para usarlos cuando tengan ganas.

Pero nadie dedicó una sola palabra a lo que verdaderamente importa: el alma.

Hablan de matar, pero el alma es eternamente inmortal y de naturaleza divina. No puede morir.

¿De qué muerte hablan si estamos investidos del don de la inmortalidad, si nuestra condición de hijos de Dios nos ha concedido el inmutable derecho a la inmortalidad?.

El cuerpo físico es sólo la envoltura del alma, de nuestro verdadero yo, de lo que verdaderamente somos. Con el tiempo se hace polvo en un cementerio o ceniza en una urna.

La misión de la Iglesia debería ser enseñar a sus fieles que la muerte no existe, y que la vida después de la llamada muerte es más real que toda otra cosa sobre la tierra.

En Juan 4:24 leemos que Jesús enseña a una mujer samaritana: “Dios es espíritu”.

El Maestro sabía mucho de esto porque uno de los artículos de fe de los esenios, comunidad a la cual él pertenecía, afirmaba: “El alma humana, el espíritu, procede de Dios y es uno con Dios. En consecuencia es inmortal y eterno”.

Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, que es espíritu. Consecuentemente, si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, somos espíritus.

Y el espíritu no muere. No puede morir. Es inmortal.

 

La cuestión de fondo

 

Sería un disparate pensar que por decir estas cosas uno deba ser considerado abortista.

Nadie anda corriendo a las mujeres por las calles a decirles que vayan a abortar.

Eso es lo último que uno quisiera para una mujer porque la coincidencia es generalizada en el sentido de que para ella es un trauma difícil de sacar de la mente.

La cuestión de fondo es que no sigan muriendo chicas pobres y pobres chicas embarazadas.

Lo que pretenden algunos es terminar con los abortos clandestinos practicados en las peores condiciones.

Porque hay que decirlo con todas las letras: hay abortos de ricos y de pobres. Los de ricos se hacen en las más respetables clínicas previo pago de una buena suma.

Los de pobres se hacen en las catacumbas. Más de una ha llegado a un hospital en grave estado tras haber pasado por las manos de una curandera y sus hojitas de perejil.

 

El comienzo de la vida

 

Con la misma autoridad con que durante siglos la Iglesia enseñó que la tierra es cuadrada, dice que la vida comienza en el instante mismo de la concepción.

Sin embargo, desde tiempos inmemoriales es sabido por los más iluminados que la vida, el alma, se aloja en el cuerpo del hombre cuando nace.

Así lo ilustra metafóricamente la Biblia: “Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz el aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Génesis 2:7).

En sus 1.693 años de historia, la Iglesia Católica Apostólica Romana (fundada no por Jesús como sus fieles creen sino por el emperador romano Constantino) se vio obligada a dar marcha atrás en muchas de sus teorías y enseñanzas.

Lo cual me recuerda a Galileo Galilei, quien por señalar que la tierra es redonda fue acusado de “introducir doctrinas heréticas” y juzgado por el Santo Oficio.

El 21 de junio de 1633 fue condenado a cadena perpetua, que el papa Urbano VII cambió por arresto domiciliario de por vida.

Cuentan que durante el juicio alguien preguntó al pontífice: “Su Santidad, ¿y si dentro de cincuenta o cien años llegara a descubrirse que éste hombre tenía razón y que éramos nosotros los equivocados, cómo quedaría la Iglesia?”.

¿Y si dentro de cincuenta o cien años llegara a descubrirse que la vida no está en los embriones sino que el hombre se convierte en ser viviente recién en el instante de su nacimiento, cómo quedaría la Iglesia?.

 

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