1980-2020. Se cumplen 40 años de la desaparición de Manuel J. Castilla

Un poeta clave de nuestra lengua

Por Aldo Parfeniuk. (Escritor y periodista)
domingo, 19 de julio de 2020 · 00:40

Por Aldo Parfeniuk

(Escritor y periodista)     

 

      Entre el cúmulo de datos perdidos en el tiempo que  Gabriel “Guaira” y Leopoldo “Teuco” Castilla rescataron  para elaborar la Crónica biobibliográfica con que su padre, el poeta Manuel J. Castilla, fue jalonado su  vida literaria, aparece la noticia de su participación –en 1979, un año antes de su fallecimiento-  en el lr Congreso  Internacional de Escritores en Lengua Española, realizado en España.

Al cumplirse este 19 de julio el cuarenta aniversario de la desaparición física del gran poeta salteño, queremos recordarlo, hoy y aquí,  recuperando  la temática de aquella  intervención suya, en España, dando cuenta de las pérdidas y ganancias que le tocó vivir en nuestra América a la lengua de Cervantes. Para ello eché mano a fragmentos de la charla  que en marzo del 2019  ofrecí en la previa del Congreso de la Lengua Española que  se hizo en Carlos Paz . Allí procuré demostrar aspectos de la contribución de nuestro poeta salteño –de quien este 19 de julio se cumplen 40 años de su muerte-  en la construcción y consolidación de una lengua latinoamericana a la que nuestros escritores -y hablantes- de las diferentes regiones del país (región metropolitana incluida) le dieron y le dan sustento e identidad.

 

El fin en el principio

 

Hay un argentino del interior del país que reconoce lo más propio de su voz en lo que escribieron, en lo que expresaron, poetas  como Manuel J. Castilla. Es el  argentino latinoamericano que siente, que respira la americanidad  subyacente y que  en  nuestro  país  crece  a medida  que  dejamos  la llanura  y  avanzamos  hacia  la  selva  y  la montaña, al amparo del mito más grande de la América andina (el de la Madre Tierra), alimentando   un  vínculo único, exclusivo, con  el universo  que lo  rodea, incluyendo tiempo y absoluto.  Por aquí, él todavía  mira hacia adentro, sabiéndose  al cobijo de un pasado y  un entorno que mantienen y  preservan un espíritu  (o un alma: es decir un conjunto  de rasgos espirituales)  del  que  puede asirse  como  a  un  principio.  Un arché  -por decirlo con  el concepto  griego- que, por tal condición, es un potencial telos: el horizonte  de un destino que lo salva de la intemperie y la soledad. Este hombre, esta mujer, de la América cobriza,  aún  viven esa  continuidad   sin  fracturas  entre lo cósmico  y lo  humano:   "(...)  Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo/lo estoy haciendo despaciosamente.// De cara al infinito/  siento que pone huevos  sobre  mi pecho  el tiempo./   Si se me antoja, digo,  si  esperase un  momento,/  puedo  dejar que  encima  de mis ingles/ amamante  la luna sus colmillos pequeños(...)" según su memorable poema "El gozante" (Cantos del gozante).

      Y por eso es que decimos que la poesía de Manuel J. Castilla visibiliza como pocas importantes procesos de apropiación y resignificación  de un idioma que sus poemas  (quizás por primera vez a muchos de los habitantes de este inmenso país) nos hacen sentirlo nuestro: no como lengua de crianza, -o de madrastrazgo si se prefiere- sino como una lengua realmente materna: cruzada por tonadas regionales que dan perfume y sabor propios y que es depositaria proteica, no de la severa lengua de Castilla que trajeron oficialmente los conquistadores, sino de las voces contrabandeadas por los pobres de la Conquista en sus giros, cuentos, leyendas, decires y, sobre todo, en esas coplas anónimas, a las que Castilla estudió tan bien, y de cuya pesquisa surgieron  palabras que seguramente hizo públicas en su disertación, en 1979, en ocasión de su participación en aquel lr. Congreso Internacional de escritores de Lengua Española (en Madrid y las Islas Canarias) al que fuera invitado junto a otros importantes escritores como Cortázar, Borges o Sábato . Aunque no pude dar con el texto  de su disertación en España, consultando la recopilación de Castilla publicada por la Fundacion Michel Torino en 1972, con el título Coplas de Salta,  encontré varias muestras del género aquí aclimatado y con claras señales de su pertenencia peninsular. Por ejemplo en esta copla cantada por Don Valeriano Cardozo, en el paraje salteño de Lumbreras: “Antes cuando era mocito/ sombrerito valenciano,/ agora que soy viejito/ mi corazón sufre en vano”. Otra copla, escuchada en Anta y que decía: “Señora de los Remedios/ le están quemando los pies,/ unas velas derretidas/ y una rosa de papel.”  Otra, de carácter amoroso, y de clara pertenencia a una clase letrada, declarando: “Tres veces tomé la pluma,/ tres veces tomé el papel,/ tres veces quise escribirte,/ tres veces me desmayé.”   Vuelvo a recordar aquí que con estas coplas Manuel Castilla, como un tributo a la memoria anónima del pueblo, a modo de consigna rectora, abría cada  libro que publicaba. Coplas que, juntando culturas remotas, dan como resultado de la suma al hombre mismo y a lo humano. En ellas están lo afro, oriental o judaico de su rodar por las calles y tabernas de Galicia, Cantabria o Sevilla. Llegadas en la panza de las carabelas, desembarcaron aquí para aclimatarse en nuestros Andes, nuestro Chaco y nuestra alta Puna.

       En definitiva: palabras de todos los pueblos de la tierra que nos recuerdan que los idiomas, que las lenguas nacionales son, sobre todas las cosas, las que forjaron los poetas que escucharon y recogieron esos asuntos y esas voces:  Homero, Dante, Cervantes, Hernández…o Castilla o Yupanqui o Discépolo, entre otros.

       

         Al observarse el hecho de que Castilla, lo mismo que otros poetas nuestros, cuestiona aspectos de la Conquista española (y reivindica lo aborigen) haciendo gala de un buen uso del castellano y de algunas de sus formas poéticas canónicas, según es el caso de la copla o el soneto ( formas que él maneja y recrea diestramente) cabe recordar las palabras de Gayatri Spivak  parafraseadas por Vich y Zavala, en su Oralidad y poder… (2004:102), en el sentido de que “ no hay ningún lugar desde el cual el subalterno pueda hablar fuera de las relaciones de poder en las que se encuentra inmerso. Su voz no necesariamente coincide con sus intereses y se produce en el interior de una estructura de dominación de la que casi no puede salir (…) cuando el subalterno habla siempre lo va a hacer en la lengua del otro”, reproduciendo, de tal modo, las relaciones con el poder social en el cual se encuentra atrapado.

      

Las voces que nos dicen

       

Los versos, más bien extensos, con los que construye la mayoría de sus poemas Manuel J. Castilla, si uno prueba decirlos en voz alta, verifica en qué grado contienen lo que debe tener ese invisible sobreesquema, ese algo, ese efecto que el lector/oyente de poesía inconscientemente espera encontrar ( superpuesto al  esquema significativo de la lengua: algo que en otras épocas lograra producir la rima por ejemplo) y sin lo cual podría decirse que no habría poesía. Sobreesquema que no significa nada; mejor dicho: que implica apenas un “acuerdo” estético-cultural, inconsciente -lo repito- entre poeta y lector; por fuera del orden significativo de los enunciados.

En el caso de  la poética de Castilla, ese sobreesquema que el lector reconoce y espera tiene mucho que ver con la oralidad de su región y, por supuesto, con el Cancionero popular del NOA, deudor de esa oralidad (oralidad -hay que decirlo- con influencias de los residuos entonacionales aborígenes pero también de los castizos).

       El hecho es que ese componente fantasmático, esa suerte de halo aurático que “envuelve” a cada una de sus líneas es, básicamente, un “producto”, un resultado cultural; algo que le sucede a las palabras durante su circulación social regional y que la sensiblidad del poeta logra recoger y reproducir, muchas veces sin ser consciente del proceso[i]. La entonación, el color, la temperatura, la intensidad, las inflexiones, las frecuencias (todo eso que cabe también entender, en los estudios de R. Jakobson, como lo suprasegmental) son elementos construidos por mucho tiempo de haceres y decires  colectivos.

Es por lo dicho que hay poetas destinados a traducir definitivamente -y por eso mismo a representar- en diferentes escalas (continentes, países, regiones…) verdaderos pedazos de mundo. Ello hace, entre otras cosas, que después de lo que dijeron (llámense Elytis, Pessoa, Ortiz, Castilla o Borges) ni Grecia, Portugal, Entre Ríos, Salta o Buenos Aires volverán a ser lo mismo.

Volviendo a Castilla -y para terminar- A él también lo define una muy clara actitud ética (en realidad se trata de una consecuente estética de la ética) Actitud de responsabilidad para con lo que lo rodea -hombre, naturaleza, cultura...- y que es su elección de artista, asumida voluntaria y libremente, en el sentido de emplear talento y conocimientos en hacerla oír a esa región suya y que él considera indebidamente revelada, incluyendo en ello su identificación con la América morena y con tonada que la mayoría del país literario -sobre todo en el momento en que aparecen sus primeros libros- tiene escaso interés en reconocer como algo propio y calificado. Con ello Manuel J Castilla logra convertirse en nuestro primer poeta moderno que puede ser leído con familiaridad por un peruano, paraguayo, boliviano o ecuatoriano.  A cuarenta años de su temprana desaparición física, recordémoslo con la gratitud que merecen quienes, sin proponérselo, nutren y consolidan el orgullo de pertenecer a un país, un continente y una cultura  que dignifican al ser humano.

 

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