La servilleta de Federico que falta en el cofre de Atahualpa Yupanqui

Su hijo, el cantor y presidente de la Fundación Atahualpa Yupanqui, Roberto Kolla Chavero, contó una historia reveladora en el Instituto Cervantes de España.
sábado, 20 de enero de 2018 · 10:15

Por Pedro Jorge Solans

Atahualpa Yupanqui está entre los maestros de nuestra lengua en la casa de la hispanidad. Su cofre en La Caja de las Letras del Instituto Cervantes que desde el viernes 19 de enero 2018 guarda su legado, ese patrimonio de la patria grande que va desde los Andes al mar, y que suena a música y pampa argentinas, está cerca de Miguel Hernández, Pablo Neruda, y de tantos otros.

Y no podía ser de otra manera su ingreso. Fue recibido, muy bien recibido, como Dios, nuestro mestizaje y nuestra lengua manda. El pensador que eligió las coplas y el canto para difundir su manera de ver la vida y el mundo, siempre tiene un as en la manga para estas ocasiones.

Su hijo, el cantor y presidente de la Fundación Atahualpa Yupanqui, Roberto Kolla Chavero, contó una historia reveladora, y sutilmente, como debía ser, reclamó por la servilleta que Federico García Lorca regalara a un ignoto y joven Atahualpa en un encuentro casual que tuvieron en Buenos Aires.

La sorpresa fue maravillosa para la Academia y los presentes que abrieron “la alforja de Pandora” que llevan los sabios de tierra adentro de un continente que aún tiene mucho para ofrecer.  

Introducirse en el recuerdo de Atahualpa Yupanqui (1908-1992), es una tarea fascinante e inagotable, y en la caja de seguridad número 1466 de la antigua cámara acorazada del Cervantes sólo quedaron guardados a perpetuidad unos documentos manuscritos de quien fuera Héctor Roberto Chavero. 

Lo que llevó su hijo El Kolla, son tarjetas postales que don Ata escribía a mano y enviaba a su esposa Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick,  (Nenette Pepin) desde aeropuertos en sus múltiples viajes, en aquellos tiempos en que «no había inmediatez y sí esperas y sueños», explicó su hijo y heredero. 

El kolla también depositó un mensaje escrito de la Fundación Atahualpa Yupanqui que él preside y que acaba de cumplir 30 años de existencia. Pero faltó la servilleta de Federico García Lorca.

¿Quién robó la servilleta de García Lorca?

Federico García Lorca nunca estuvo lejos de su España, donde iba llevaba en sus ojos, en su corazón y en sus versos la hispanidad y su canto. Arribó a Buenos Aires en agosto de 1933, donde lo esperaban ansiosos y con los brazos abiertos. La ciudad, ese puerto del Río de la Plata, se puso a sus pies, a tal punto, que su estadía estaba prevista para cuarenta y cinco días, y se extendió a seis meses.

En sus agitados días porteños dejó miles de historias y anécdotas por las calles y avenidas sin importarle otra cosa que sus huellas. La histórica avenida de Mayo fue su casa prácticamente, pero también hay que destacar sus paseos por Palermo, por Plaza Congreso, por San Cristóbal, por San Telmo y extrañamente por Avellaneda.

En una de esas noches de poesía y bohemia, en el tradicional bar 36 billares de avenida de Mayo, compartía una mesa con César Tiempo, Enrique y Raúl González Tuñón, y Oliverio Girondo, cuando vio que desde una mesa que estaba en diagonal había un joven de 25 años que no le sacaba la vista de encima y escuchaba atentamente lo que se decía en esa mesa donde no sólo se discutía sobre poesía.

En un momento, cuenta el Kolla, Federico se excluyó de la conversación, tomó una servilleta y se puso a escribir. 

Cuando volvió a levantar la cabeza se sonrojó porque se dio cuenta que ese joven de la mesa en diagonal lo seguía mirando, y Federico, como un ángel de luz, con un gesto espontáneo le mostró la servilleta y se la alcanzó para que lea.

El joven se puso a leer: 
“Mientras haya tabernas en el camino
los que caminan serán amigos”

Federico le preguntó:

-¿Os gusta? 
-Sí, le respondió el muchacho que sabía quien era el poeta español.
-Guárdala, entonces; le dijo Federico.

El ignoto Atahualpa, ni lerdo ni perezoso, le pidió que le firmara, y el vate de Granada firmó: Federico y su flor. 

Esa servilleta permaneció en la casa de don Ata en el Cerro Colorado hasta que alguien creyó que tenía más valor la servilleta que lo escrito en ella y se la llevó.
 
 

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