Marcelino, el payaso español que inspiró a Chaplin y murió olvidado

miércoles, 12 de agosto de 2020 · 01:56

España. Isidro Marcelino Orbés Casanova, más conocido por su nombre artístico «Marcelino», fue un payaso, mimo, acróbata, actor cómico y artista de circo español, considerado el mejor payaso del mundo de su época.

El cliché del payaso triste es eso, un cliché. Seguro que el mundo está lleno de clowns felices, pero la figura del hombre que dedica su vida entera a hacer reír a los demás mientras sufre por dentro siempre ha capturado la imaginación del público. Y Marcelino Orbés es quizá el ejemplo más poético de todos, porque además de vivir triste, murió olvidado. 

“Los payasos anhelan, por encima de todo, que los amen”, reflexiona el clown profesional José Piris en el documental «Marcelino, el mejor payaso del mundo» (Germán Roda, 2020). La película alterna documentos de la época con entrevistas y episodios dramatizados, en los que Pepe Viyuela interpreta a Orbés. Su misión es reivindicar el legado de aquel artista, nacido en Jaca, que triunfó en Londres y en Nueva York, ejerció como mentor de Charles Chaplin, fue descrito por Buster Keaton como “el mejor payaso que he visto jamás sobre un escenario” y llegó a convertirse en la mayor estrella mundial del show business de principios del siglo XX. Pero sobre todo busca rescatarlo del olvido en el que lleva atrapado cien años.

En la biografía de Marcelino Orbés conviven la fantasía y los datos factuales. En parte porque apenas se conserva información sobre él, en parte porque es una figura poco estudiada y en parte porque a él le encantaba inventarse su pasado para evocar espejismos. Solía contar que su vocación surgió a los 7 años, porque se quedó dormido en la jaula de un león y para cuando se despertó ya estaba demasiado lejos de casa. 

Pero en 2004 el periodista del Heraldo de Aragón Mariano García comenzó a investigar y descubrió que Orbés nació en Jaca y que su padre era peón caminero y su madre, ama de casa. La partida de nacimiento de Marcelino evidencia que ambos eran analfabetos. La precaria situación familiar le obligó a trabajar desde niño colocando sillas en un circo y lo hacía con tanta gracia, desparpajo y torpeza que los espectadores empezaron a tirarle monedas. En un par de años ya actuaba como payaso acróbata.

Durante una de sus giras por Europa, Orbés entró en una tienda de segunda mano en Bélgica y descubrió el atuendo con el que se haría famoso: un chaqué que le quedaba pequeño, unos bombachos, una camisa emperifollada, unos zapatos gigantes y un maltrecho sombrero de ópera. Orbés decidió acompañar el uniforme con un bastón. Aquella ropa contaba una historia pero dejaba volar la imaginación del espectador (podría ser un aristócrata venido a menos o un vagabundo con ínfulas) y el contraste entre riqueza y pobreza, entre gentileza y absurdo, subrayaba el contraste que todo payaso personifica: el de la comedia y la tragedia. 

El personaje de Orbés era un gentleman esperpéntico, cuya sola silueta ya resultaba inmediatamente reconocible, que se caracterizaba por intentar ejercer su trabajo con la mejor intención pero siempre liándola, destrozando materiales y entorpeciendo de paso la labor de los demás. Nunca emitía ningún sonido, excepto un silbido que decidió integrar en su espectáculo porque era sencillo de imitar para que los niños de cualquier país pudiesen jugar a ser Marcelino. 

El 1900 el Hippodrome le ofreció ser su atracción principal y acabó recibiendo el sobrenombre de “el ídolo de Londres”. Allí conocería a Charles Chaplin, que entonces tenía once años, al que ilustró entre otras cosas en el arte de caerse con gracia. “Él me enseñó todo lo que se puede hacer con un bastón”, confesaría Chaplin según el libro Charlie Chaplin's Last Dance. 

“Era un prodigio de la mímica, un arte que el cine acabaría matando. También me mostró cuán expresiva puede llegar a ser una cara sin hacer muecas ni mover la cabeza. Londres estaba como loco con él, era tan famoso como Houdini. Era capaz de saltar por encima de ocho hombres tumbados en el suelo y de expresar todas las emociones sin inmutarse, pero parecía desorientado por la vida” recordaría Chaplin, cuyo hoy legendario atuendo emulaba el de Orbés. En aquella época la prensa empezaba a contar historias sobre las vidas privadas de los artistas, pero la de Orbés estaba llena de cuentos como que de una princesa india se había enamorado de él y le enviaba una joya cada noche o que había salvado a un rey (Eduardo VII en Londres o Alfonso XII en el Price de Madrid, según la versión) de ser aplastado por un elefante dando piruetas hasta el techo para distraerlo.

En 1905 Orbés partió para el Nuevo Mundo, entonces más nuevo que nunca, donde encabezaría la inauguración del Hippodrome de Nueva York. Miles de niños ingleses acudieron al puerto de Southampton para despedirlo al grito de “Marcelino, no te vayas”. El Hipprodrome neoyorquino era el teatro más grande del mundo: albergaba 5.200 butacas, 25.000 bombillas y un tanque de agua en el escenario en el que llegaban a chapotear 1.000 bailarinas (una de ellas, Ada Holt, fue su segunda esposa). 

Orbés actuó en dos funciones al día durante nueve años (se estima que 40 millones de personas vieron su espectáculo), con un sueldo de 4.000 dólares mensuales (al cambio actual, unos 100.000 euros), y su popularidad era tal que la prensa estadounidense acuñó el término “marcelinear” para describir esas situaciones de torpeza en las que una persona con buena fe acaba causando un desastre.

Los asistentes no decían “vamos al Hippodrome”, sino “vamos a ver a Marcelino”. En uno de sus números, Orbés conducía un coche a 100 kilómetros por hora en dirección al público. “Parte de su atractivo”, admiraba una de las críticas de su espectáculo, “reside en su expresión de desconcierto, como si la vida lo dejara siempre perplejo”. The New York Times lo apodó “el hombre más divertido del planeta”.

Durante aquellas nueve temporadas se editaron tebeos con las aventuras de “El alegre Marcelino”, se fabricaron juguetes, se abrió una escuela de payasos dirigida por él y uno de los hijos de Rockefeller alquiló un palco durante una temporada entera solo para ver su show cuando quisiera. Cuando Orbés cumplió 37 años, más de 3.000 niños se congregaron para participar en un concurso en el que debían adivinar su edad (el premio era conocerlo y recibir una foto firmada). El ascenso de la clase media permitía a las masas disfrutar de espectáculos para evadirse, ahora a precios populares, y Estados Unidos era un país eufórico en vías de convertirse en la nación obsesionada con el entretenimiento que es hoy.

Pero un negocio revolucionario estaba empezando a causar sensación en las áreas más cosmopolitas. El cine resultaba más barato que las producciones circenses y, aunque carecía de la autenticidad y la cercanía del circo, el mundo entero experimentaba las películas como si fuesen magia. El futuro había llegado y de repente los payasos, los trapecistas y las bailarinas se convirtieron en reliquias de una época que la sociedad parecía entusiasmada en dejar atrás. Orbés no podía dar el salto a este nuevo medio porque tenía un contrato de exclusividad con el Hippodrome, así que solo rodó un par de cortometrajes que hoy no se conservan (en aquella época no se consideraba que el cine fuese un arte que preservar, así que los rollos de celuloide se tiraban a la basura cuando cumplían su ciclo de proyección de una semana) y que un crítico ridiculizó porque Orbés aparecía maquillado y los comediantes en el cine, mucho más sutiles y sofisticados que los de las barracas de feria, no se maquillaban.

Ninguna de aquellas dos películas tuvo demasiada repercusión, porque el cine relegó a Orbés a la obsolescencia mientras erigía a su discípulo Charlot como una leyenda del humor. Pero Orbés además consideraba que aquel nuevo invento se contradecía con su arte, ¿para qué iba a hacer comedia si no podía escuchar las risas de los espectadores?

El principio del fin

En 1915 el Hippodrome empezó a proyectar películas para evitar la bancarrota (sería finalmente demolido en 1939 para edificar viviendas) y Marcelino Orbés invirtió en varios inmuebles y restaurantes sin éxito. Después de que su compañero Silver Oakley se suicidase por un desamor en 1916, Orbés acabó actuando en bares, ferias y centros comerciales. La edad, además, iba minando aquella expresiva agilidad que había asombrado a miles de personas. En esta etapa Chaplin, ya convertido en el comediante más famoso de Hollywood, asistió a uno de sus espectáculos y lo visitó en el camerino.

Chaplin explicaría lo descorazonador que fue descubrir que Orbés no solo no era cabeza de cartel, sino que se limitaba a corretear por el escenario con el resto de payasos anónimos. Cuando llamó a su puerta, Chaplin se encontró con “un viejo animal letárgico desmaquillándose” que apenas le prestó atención, quizá porque no lo reconoció o quizá porque se avergonzaba de su declive. Algunos biógrafos de Chaplin señalan que el emblemático silbido que Charlot hacía en Luces de ciudad (Charlie Chaplin, 1931) era un homenaje a su maestro, pero para entonces Orbés ya llevaba varios años muerto.

Durante el último año y medio de su vida, Marcelino apenas trabajó seis semanas. El 5 de noviembre de 1927 fue a una casa de empeños y se desprendió del broche de diamantes con forma de herradura que le habían regalado en el Hippodrome. Con el dinero que le dieron por el broche compró un revolver. Al llegar a su habitación del Hotel Mansfield preparó su número final: puso Moonlight & Roses en el tocadiscos, extendió sobre la cama varios recortes de periódicos conmemorativos de sus triunfos y varias fotografías de sus espectáculos y se pegó un tiro. Los policías no reconocieron la cara del cadáver, algo impensable un par de décadas antes. En una macabra ironía este suicidio devolvió a Orbés a la portada de The New York Times y del Washington Post, que documentaron que en el momento de su muerte sus únicas posesiones eran 6 dólares con cincuenta centavos y un reloj roto.

A su entierro acudieron 83 personas. La Asociación Nacional del Vaudeville, de la que él era miembro, tuvo que cubrir los gastos del entierro y Orbés descansa en el cementerio de Kensiko con un lápida sin inscripción. Marcelino murió a los 54 años sin cumplir su sueño de traer su espectáculo a España y dejando para la posteridad un puñado de fotografías, de crónicas periodísticas y un misterio casi absoluto en torno a su verdadero carácter. Nadie sabrá nunca cómo era su espectáculo: en este sentido, Marcelino Orbés ha seguido haciendo volar la imaginación del público después de su muerte.

Desde la publicación de una serie de artículos de Mariano García en El Heraldo y su consiguiente libro (del que el documental con Pepe Viyuela toma su título), diversas instituciones aragonesas han ido promoviendo iniciativas para revalorizar la figura de Marcelino Orbés: conferencias, libros infantiles, exposiciones y ahora este documental que pretende que España se entere, aunque sea demasiado tarde, de que hubo una vez un muchacho de Jaca que hizo reír al mundo entero. (Fuente: www.elpais.com)

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