El lago San Roque de otros días. Por Aldo Parfeniuk

sábado, 26 de octubre de 2019 · 17:09

 

 Por Aldo Parfeniuk

(Poeta y ensayista)

   

 

       Según lo prometido en una nota anterior, vuelvo sobre el lago. Pero lo hago de una manera más bien lírica. Una mirada desde lejos en el tiempo, alimentada por la nostalgia que suele dejarnos lo perdido;  lo que además quedó unido para siempre a  días irrepetibles, como los de la infancia y la juventud.  Aunque no sea frecuente, esta mirada no suele ser la preferida de quienes esperan leer algo sobre cómo solucionar lo que está mal y nos perjudica a todos, según es el lamentable estado actual de nuestro lago: algo que debiera ser un aviso para la vida de los restantes lagos de la Provincia, porque si no  se preservan sus costas, y  antes de permitir que edifiquen en ellas -dejando un cinturón  de verde intocable entre la cota máxima y la línea de edificación- no construyen redes cloacales, también terminarán como tristes depósitos de deshechos: pero por lo visto esto es algo que ni por equivocación se les cruza a nuestro legisladores provinciales-  La cuestión es que si no se los declara reales santuarios del ambiente y el paisaje, en lugar de atractivos turísticos de una provincia que los visionarios de otras épocas convirtieron en territorio verde, los lagos provinciales van camino a terminar siendo embalses oxigenados por monstruosos pulmotores mecánicos y terapias de diálisis crónicas.  Para proponer soluciones  -quizás no haga falta aclararlo- siempre se quiere escuchar la palabra del cientista duro, que mide la pureza del suelo, el aire y el agua, y que pocas veces logramos entender, debido a  que carecemos de una formación adecuada. Lo más frecuente es oír cosas de boca de  políticos y/o comunicadores que construyen sus discursos (y el ambientalismo es un discurso argumentativo, como el político, que persigue convencer más que decir la verdad) acomodando los datos duros de acuerdo con  intereses sectoriales.

Volviendo a la ecolírica. Debo decir que yo, como muchos,  aprendí ecología, amando y respetando a la naturaleza,  sus paisajes, sus leyes y sus milagros, a partir de los poemas y letras de canciones  de Thoreau, Withman, Mistral, Neruda, Yupanqui, Castilla, Dávalos: auténticos  legisladores no reconocidos de la ambientalismo, inspirados  ecopoetas que le cantaron a la naturaleza  y que entendían su lenguaje y sus secretos. Por supuesto, también porque mis primeros juguetes, como  los de la mayoría de los chicos de aquellos tiempos, fueron los elementos de la naturaleza: los árboles, la montaña, el monte, el río…Y el lago, por supuesto. Este mismo lago nuestro, cuya presencia ya fuera adivinada por el primer poeta argentino, Luis de Tejeda, cuando en el Peregrino de Babilonia describe la encajonada garganta cerril de San Roque, justo donde a fines del Siglo XIX se construiría el paredón que embalsó sus aguas.

El hecho es que: como aprendiz de pescador, de la mano de mi padre y  con vecinos que en temporada hacían buenas diferencias vendiendo en hosterías y hoteles de la Villa saludables pejerreyes de casi un kilo; como nadador participante en apuestas sobre velocidad y distancias recorridas en cualquiera de los tramos embalsados; como vocacional guardavidas de turistas en los balnearios próximos al Puente Central y al Puente Uruguay; como guía diligente de chicas que deseaban contemplar el atardecer o la noche de sus orillas…; en fin: de mil y una maneras, la etapa más intensa de mi vida está unida al San Roque, motivo de inspiración de pintores, músicos y poetas (Esteban Callegari en primer lugar) que sin cansancio lo hemos disfrutado, y retratado, recreado, imaginado de una y mil maneras.

Me permito ofrecerles algo de lo que escribí sobre cosas que tienen que ver con el lago. Deportes o rituales como el windsurf y la pesca, que ya no son posibles o que están en camino de no serlo, lo mismo que algunas fugaces pero recurrentes imágenes de infancia  que reclamaban lugar en el poema y que vuelvo a compartir.

 

Niño y pez

 

Te recuerdas

en ese pequeño pescador

que al lado de su padre

sobre el puente

espera que algún pez inmenso

y desconocido

asome en el espejo del lago

y lo salude. Y lo invite

a jugar a las escondidas

ante el asombro de todos.

 

Sí,

después,

y aunque tampoco esta vez

haya sucedido lo extraordinario,

regresarás tomado de la mano.

Hambreado pero satisfecho.

Al calor de la casa;

a su lámpara insomne.

 

Y ahora estás aquí.

Pero todos se han marchado

       de la casa.

Y no hay quien responda a tu llamado.

Ni el niño, ni el fabuloso pez,

 

por más que les prometas jugar

a las escondidas con los recuerdos

toda la noche

sobre el puente

 

O a descubrirse

en las fugaces imágenes

que una y otra vez regresan

para nadie

por el espejo del lago.

 

 

El hombre de la vela

 

Antes de que alguien

estuviera mirándolo

él ya estaba ahí,

tramando esa figura que pasa sobre el agua

y que vuelve,

y que vuelve a pasar,

haciendo el verano

con todo lo que piratea de aire y sol

en cada embate -mástil en mano-

de rasgar la inmensidad,

de entrarle a la luz y cargársela,

bronce y fulgor,

sobre la tensa espalda.

 

Hecho vela,

ahora dibuja -cauda dócil y ligera-

un callado adiós sobre el cielo

serenísimo del lago.

Caracolea.

Aminora.

Hace como que se va a quedar,

pero con un cambio certero de mano

su bolsa de los vientos

caza una racha, un silbo apenas,

que lo reenvía en zig-zag

tras su épica aventura

de Argonauta mítico y serrano

auroleado de sol, coronado de aromos.

 

Y se va.

 

Pétalo del agua.

 

Se va,

ala de pie,

flameando, ondeando, fugándose

hacia el corazón abierto del paisaje.

Ese mural del infinito en verde

 

donde antes de que alguien

logre darse cuenta

él habrá vaciado su vela de verano.

 

                                      de: Los días verdaderos (1999/2019)- Narvaja Editor,

                                           Córdoba.

 

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