La xenofobia, el racismo, la conducta peyorativa y discriminatoria, acompañan el desenvolvimiento de la nación desde tiempo inmemorial

Cruz, una instancia reparadora

El racismo es un hecho bestial, criminal bajo la legislación positiva argentina, que se aprende de lo escuchado en el seno de familias.
miércoles, 2 de diciembre de 2020 · 18:55

Por Néstor Pérez

(Escritor-periodista)

 

El racismo es un hecho bestial, criminal bajo la legislación positiva argentina, que se aprende de lo escuchado en el seno de estas familias que refiero. Un mandato inobjetable. Y después, más increíble aún, adquiere dureza y sigue rodando en las conductas de los despreciados: los morochos/as, los maltratados/as de siempre, sin padrinos sociales, huérfanos/as de inmunidades.

Me debería inquietar esta confesión, pero no lo hace; quizás por empeño de las certezas, no se sacuden como polvo los datos de nuestra historia personal. Ahí voy: soy un fracasado jugador de fútbol. Aquel joven que se creyó poseedor de la técnica suficiente para hacerlo con suficiencia en un medio profesional, tropezó con sus propios límites, y no fue más lejos que los torneos de barrio, pisos duros como la muerte y la amistad como antídoto para las derrotas. Sin embargo, esa epopeya soñada no socavó ni un centímetro el amor que por el fútbol sentí toda mi vida; lo jugó mi papá (en el equipo del barrio donde él era el más “viejo” y yo el extremo contrario, el más pibe), lo juega aún mi hermano (exquisito músico, sabio volante central), lo jugué yo mismo hasta hace…nada.
De ahí vengo, esa es mi identidad, me reconozco en el fútbol. Si hasta nombre de celebridad riverplatense me cedió el 5, lento y cerebral, que fuera mi papá: Néstor “Pipo” Rossi, el patón, de tanta gloria no entra en los pasillos del Monumental.

Mi hijo (hoy de 18 años) jugó al básquet de pequeño, como a los 13 repitió el intento al que yo le había cerrado el paso tantas veces, su deseo de correr con la guinda en la mano y avanzar tirando la ovalada…para atrás. Acepté con una montaña de dudas, ninguna original, todas tenían por raíz lo que del rugby sabemos los que nada sabemos de rugby: pura fuerza, todo violencia , empuje y toneladas de milanesas con puré en sus mesas hogareñas. Marcos, lo hizo en Universitario, la “U”, el club del barrio “obrero”; amablemente integrado por el capitán del equipo, comenzó para él una etapa de goce pleno, jugando, viajando, riendo, sufriendo caídas – físicas y de las otras – y celebrando algunos éxitos. Fue felíz en ese club de gente tan buena gente, entre «gordos» y tres cuartos. No presencié nunca ni supe de un solo caso de maltrato, expresiones racistas o estupideces de esas que tanto proveen los jóvenes de familias «respetables» (que son siempre las familias a las que la justicia y sus auxiliares – la cana -, respeta con la mayor contracción), tipos como estos 3 imbéciles Pumas; cuya historia no conozco pero que, arriesgo, proceden de familias de este tipo, atribulados de prejuicios, demasiados alimentos en la mesa, mucho desprecio por los trabajadores y nada de empatía con los que sufren la pobreza y ese ser «hijos de nadie» en una sociedad brutal. Se me ocurre entonces, y no soy nada original – acepto – que todo se sigue reduciendo a lo que se aprende bajo el techo familiar, conforme lo conversado cotidianamente en la mesa a la que nos sentamos para compartir alimentos y miedos, interrogantes, proyectos, donde aprendemos y enseñamos valores. El racismo es un hecho bestial, criminal bajo la legislación positiva argentina, que se aprende de lo escuchado en el seno de estas familias que refiero, y que, pareciera, se pone en práctica con el/la que se gana el pan sirviendo bajo ese techo.  Un mandato inobjetable. Después, más increíble aún, adquiere dureza y sigue rodando en las conductas de los despreciados: los morochos/as, los maltratados/as de siempre, sin padrinos sociales, huérfanos/as de inmunidades. Repiten contra los propios los agravios recibidos, multiplicando una conducta penosa, ya hondamente grave por la subjetividad de que va preñada, pero más porque se apropian de un instrumento afilado para ser usado en su contra, “esos negros villeros”, “son tan negros esos de la otra cuadra”, escuchó tanta veces el cronista, para su mayor decepción, de boca de los “negros” y “villeros”…

Pero si me siguen desde el principio, arranqué con el fútbol. Veamos.
“Cantemos todos que La Boca está de luto, que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay”
“Qué feo ser bostero y boliviano, y en una villa tener que vivir”
“Ahí viene Chaca por el callejón, matando judíos para hacer jabón»…
“Bolivianos, Bolivianos”…el cántico que baja de la tribuna de la “T” en Córdoba nos sigue dejando perplejos, pero consigue adeptos en esas tribunas espesas. ¿Por miedo?…no lo descarto, explicaría pero no logra justificar la cobardía de atacar al mismo herido de siempre.

La xenofobia, el racismo, la conducta peyorativa y discriminatoria, acompañan el desenvolvimiento de la nación desde tiempo inmemorial, pero se robustecerá en la disputa por la tenencia de la tierra, su renta, actores centrales, de reparto, intérpretes de intereses ajenos y apologistas de la “Civilización Sarmientina”. Lo europeo siempre tendrá los mejores auspicios, lo americano se teñirá de descrédito. Ese es el alimento cultural de las familias que trasladan a sus hijos el veneno del racismo. Se construyen en esos nidos, machistas, tipos superiores, sujetos indulgentes, belicosos con los desarmados.
De modo tal, concluyo, que caerle encima a un deporte porque tenga entre sus practicantes asesinos en manada, racistas con la gloriosa camiseta nacional, o atacantes de madrugada en alguna ocasión, es más un acto reflejo aprendido por repetición, que un sólido exámen social. Los muertos a manos de los asesinos que acuden a los estadios de fútbol, a sueldo de la política tantos de ellos, desmontan el argumento de quienes solo ven a los jugadores de rugby como emergencias de una clase. No se trata de rugbiers enloquecidos, se trata de una sociedad enferma de contradicciones, que tanto puede extremar sus esfuerzos para asistir a damnificados por desastres naturales, como hundirle el puñal del desdén a quien no conoce sino por tradición. Considera el cronista, la misma tradición que lleva al poder judicial a distinguir entre sujetos de una misma sociedad por su prosapia, apellido o relaciones.

Operar sobre los dispositivos de cultura parece la tarea inexcusable, pero tal vez no alcance. Hay que revisar una y otra vez los episodios de la historia que nos trajeron hasta acá, con mucha sangre en las manos de los publicistas del racismo, para gestionar respuestas y dejar de mirarnos como corderos con piel de corderos…
Me gusta pensar en una quimera, que se invierten los términos de la ecuación social alguna vez…que el que pierde, el señalado, no e siempre el mismo, y que el que gana en el imaginario colectivo de las minorías, el “blanco”, viste las ropas justicieras de Tadeo Isidoro Cruz, porque él mismo es una voltereta del destino; sigue Borgues: “El criminal, acosado por los soldados, urdió un largo laberinto de idas y venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio (…) El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la melena crecida y la barba gris parecían comerle la cara (…) Mientras combatía en la oscuridad, comenzó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que el otro, pero todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro”.

 

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