Viejos pudores, viejos pudorosos

Por Mario Sábato (Cineasta y escritor)
domingo, 23 de febrero de 2020 · 21:12

Por Mario Sábato

(Cineasta y escritor)

 

El paciente técnico que corrige los desbarajustes que le ocasiono a mi computadora, y que sabe soportar mis ansiedades, me aconsejó hacerle algunas mejoras al sufrido aparato:
- Te sirvió durante veinte años. Y podría serte útil por otros veinte años.
Le agradecí su optimismo, que me gustaría compartir.

Pero me tengo alguna desconfianza. No creo que siga escribiendo mis pavadas a los noventa y cinco años, por mejorada que esté la computadora que use.
Por esas oscuras asociaciones de ideas que me sobresaltan, comencé vislumbrando mi final y, con una voltereta, terminé retornando a mi infancia.

De nene me gustaba imaginarme muerto, a la espera de ser enterrado. Ya estaba en el cajón, prolijo con mi corbatita y con los pantalones largos que todavía no usaba, y me complacía escuchar (porque tan muerto no estaba) los elogios que los concurrentes al velorio me dedicaban.

Todos, menos yo, lamentaban de mi muerte. Que, para mí, era provisoria y tan agradable.
Podía escuchar lo que nunca me habían dicho en vida: la maestra que me felicitaba como su mejor alumno en matemáticas, sin importarle ya mi lentitud para aprender a dividir, mis amiguitos de la cuadra que afirmaban a los gritos que había sido el mejor arquero del barrio, mi hermano mayor, que ya extrañaba la próxima ausencia de las maldades que le hacía, y mi padre que lloraba, con lágrimas que jamás le había visto. No me fijaba en mi mamá, porque no podía alabarme más de lo que siempre había hecho, hasta el hartazgo de propios y extraños. Y el mío también.

Cuando ya sabía todos los elogios que ansiaba, salía del pequeño ataúd y perdonaba a todos.
Pasaron tantos años, una vida entera, y ya no me miro en el ataúd. Me miro en los que lo rodean, y entiendo sus angustias por no haber dicho, antes de que fuera tan tarde, lo que sentían.
Todo esto me vino a cuento esta mañana, cuando leí en el diario que había muerto alguien que yo conocía.
Que creía conocer, hasta que leí lo que su amigo, Manuel Antín, escribió sobre él.
Sabía de la impecable trayectoria de Luis Gregorich, con el que tuve una cordial pero lejana relación.
Pero, cuando Manuel escribió, desde el fondo de su corazón, como era la persona que, por pudor, Luis Gregorich escondía, lamenté no haber sido su amigo.

Sospecho que Manuel, también por pudor, no le dijo con palabras cuánto lo quería. Le bastó (creyó que le bastaba) hacérselo entender con sus silencios.
Me parezco a Manuel, al menos en los defectos. Los dos padecemos viejos pudores, creemos que en con silencio se entiende lo que sentimos.

Pero como viejo pudoroso, estoy a tiempo de arrepentirme. Manuel no se murió, ni tiene la intención de hacerlo. Ni La Nación me va a convocar para recordarlo, si es que se muere antes que yo.
Pero quiero escribir lo que voy a escribir, aunque solo a mi me importe leerlo.
Me importa Manuel Antín más que sus películas, aunque me hayan gustado tanto. No es necesario, porque es bien sabido, que me demore en su magnífica gestión al frente del Instituto Nacional de Cinematografía, o que detalle la importancia de su aporte intelectual en el renacer de nuestra democracia.
Me importa decir que es una gran persona, y que entre sus virtudes esté la que a mí me gustaría tanto poder imitar: la generosidad.
Manuel ayudó y sigue ayudando a muchos.
Conmigo lo hizo desde el comienzo de mi carrera, y lo sigue haciendo, aunque mi carrera haya terminado.
Ama al cine, más de lo que yo lo amo. Y ama a los que lo hacen, sin envidias ni resentimientos por los que tienen un éxito merecido.
Ama también a los que van a amar al cine, que recién comienzan esta aventura cruel y maravillosa. Centenares, tal vez miles, de chicos y chicas le deben su fecunda Universidad del Cine.
Me enseñó que es muy grato enseñar.
Que los que hayamos transitado el cine, más allá de los méritos que tengamos y de los errores que cometimos, podemos darle algo a los que comienzan su camino en esto de crear nuevos mundos con imágenes.
Admiro su sentido del humor, y aprecio, más de lo que él se pueda imaginar, que no se tome en serio y que no le duelan los fracasos comerciales.

De todas las cosas que me enseñó, esa es la que mejor aprendí.
Los viejos pudores son poderosos, y aunque quiere rebelarme contra los que padezco, solo consigo decir y decirle esto que siento con palabras escritas.
Puedo escribir, y me gustaría decirle aunque no me atreva, esto que sigue, que es lo más importante para mí, aunque carezca de trascendencia para los lectores:
Te quiero mucho, Manuel. Y gracias por todo.

 

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