Serie: La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

 Por un becerro de oro, estalla una tormenta en el desierto

Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)
domingo, 3 de octubre de 2021 · 00:07

   Por Vidal Mario

(Escritor, historiador y periodista)

 

(Fuente: Éxodo)                           

                                      

 

Pero el romance entre Jehová y sus liberados se agrietó apenas éstos pisaron las ardientes arenas del Sinaí.

Habían pasado sólo tres meses de la salida de Egipto, cuando el Señor empezó a notar que su gente era de mala memoria.

Se olvidaron de las tremendas exhibiciones de poder divino que habían presenciado dentro y fuera del país que acababan de abandonar y se pusieron a insultar a Moisés, justamente por haberlos sacado de tierras faraónicas.

“¿Qué voy a hacer con esta gente? ¡Un poco más y me matan a pedradas!”, protestó Moisés ante Jehová, y éste decidió bajar para poner las cosas en su lugar

 “Pasado mañana bajaré al Monte Sinaí, a la vista de todo el pueblo”, avisó. Solamente autorizó a Moisés acercarse y hablar con Él. El resto debía guardar distancia.

“Todo el que se acerque será condenado a muerte”, notificó, además, añadiendo que nadie podría poner sus manos sobre el que fuere muerto por contemplar su rostro. “Tendrán que matarlo a pedradas o a flechazos. No importa si es un hombre o un animal, no se le deberá dejar con vida”, advirtió.

Tres días después, al amanecer, “hubo relámpagos y truenos, y una espesa nube se posó sobre el monte. Un fuerte sonido de trompetas hizo que todos en el campamento temblaran de miedo. Todo el monte Sinaí echaba humo debido a que el Señor había bajado a él en medio de fuego. El humo subía como de un horno y todo el monte temblaba violentamente. El sonido de las trompetas fue haciéndose cada vez más fuerte: Moisés hablaba, y Dios le contestaba con voz de trueno”.

Jehová ordenó a Moisés bajar al llano para reiterar a la multitud aterrorizada “que no pase del límite ni trate de verme, no sea que muchos de ellos caigan muertos”.

La advertencia valía también para los sacerdotes. “No sea que yo haga destrozos entre ellos”, dijo.

Durante esa visita a los rescatados de Egipto, el Señor les advirtió que jamás debían olvidar que había sido Él quien los había sacado de Egipto, donde eran esclavos, y que ni en sueños debía ocurrírseles “tener otros dioses aparte de mí”.

Dos veces bajó Jehová. La segunda vez fue para dictar a Moisés disposiciones a cada cual más extrañas.

A través de una de ellas, dispuso: “Si el buey de alguien embiste y mata al buey de otro hombre, venderán el buey vivo y se repartirán por mitad el dinero y la carne del buey muerto. Pero si se sabe que el buey ha tenido la costumbre de embestir y su dueño no hacía caso, tendrá que compensar al otro dueño con un buey vivo a cambio del muerto, y el buey muerto será para él”.

Es poco probable que en ese ardiente desierto esos fugitivos hubieran tenido posibilidades de criar vacunos. Pero, eso es lo que dice la “Palabra de Dios”.

El creador del Universo dictaba obligaciones tras obligaciones para el pueblo. “Cuando me hagas sacrificios de animales - reclamó -, no ofrezcas juntos su sangre y el pan con levadura, ni guardes su grasa para el día siguiente”.

Incontables fueron los mandamientos que Moisés debió escuchar y memorizar. “No cocines cabritos en la leche de su madre”, mandó, también. Incluso, recordó que había consagrado al séptimo día de cada semana, y que “cualquiera que trabaje en el día del reposo será condenado a muerte”.

Recién cuando terminó de dictar todas esas ordenanzas, permitió que Moisés, su hermano Aarón, Nadab, Abiú y otros setenta ancianos se acercaran a Él.

Sólo ellos contemplaron “al Dios de Israel”, bajo cuyos pies había “algo brillante como un piso de zafiro, y claro como el mismo cielo”. El encuentro entre el Señor y esos setenta y cuatro referentes del pueblo terminó en una gran comilona.

“Dios no les hizo daño a estos hombres notables de Israel, los cuales vieron a Dios, y comieron y bebieron”, ante su presencia.

Jehová logró su objetivo: un juramento de obediencia absoluta de parte del pueblo.

“¡Haremos todo lo que el Señor ha ordenado!”, juraron todos a viva voz mientras se echaban encima sangre de toros (¿toros en el desierto?) sacrificados en homenaje a ese Dios que había bajado a la tierra a comer y beber con los mortales.

 

El desierto es una fiesta

 

Pero tal juramento de fidelidad se esfumó con la misma rapidez con que se disipó el humo que cubría el Monte Sinaí.

Días antes, Jehová les había dado órdenes obligatorias como estas: “Jamás se hagan ustedes ídolos de metal fundido”, y “no hagan ídolos de oro o plata para adorarlos como a mí”.

En prueba de lo poco que en el fondo les importaba tales mandamientos, hicieron justamente lo contrario: se fabricaron un reluciente becerro de oro, para adorarlo.

El propio Aarón diseñó la famosa bestia metálica. El hermano de Moisés (uno de aquellos privilegiados que habían estado con Jehová en lo alto del Sinaí) fundió todo el oro que pudo juntar, y con un cincel dio forma a una magnífica figura de becerro.

Moisés no estaba. En esos momentos se encontraba lejos de allí, en reunión con Jehová por el tema de los diez mandamientos.

Durante su ausencia, en el campamento se desató un frenético carnaval, donde la referida imagen de oro puro era la figura central. “¡Israel, este es tu Dios, que te sacó de Egipto!”, gritaba la muchedumbre.

El desierto era una fiesta. Todo el mundo cantaba, bailaba, comía y bebía día y noche alrededor de la bestia de oro.

El propio Jehová alertó a Moisés, cuando le entregaba los diez mandamientos esculpidos en tablas de piedra, respecto de lo que estaba sucediendo abajo.

Su ira no tenía límites. Había hecho tantas cosas por esas personas, y no lograba arrancarles ni un gramo de obediencia.

“¡Ahora déjame en paz, que estoy ardiendo de enojo y voy a acabar con ellos!”, gritó.

Moisés captó que Jehová realmente estaba decidido a provocar un desastre, e intercedió en favor del pueblo. Tanto le suplicó que “logró calmar el enojo del Señor”.

El patriarca bajó con las pesadas tablas de piedra que contenían los diez mandamientos, y se encontró con una multitud “que estaba totalmente desenfrenada”.

Se paró a la entrada del campamento, convocó a la gente, y logró el apoyo de los levitas, a quienes encomendó:

“Tome cada cual de ustedes la espada, regresen al campamento y vayan de puerta en puerta, matando cada uno de ustedes a su hermano, amigo o vecino”.

Los levitas salieron a matar gente, y “ese mismo día murieron como tres mil hombres”.

Complacido, Moisés dijo a sus ejecutores: “Hoy reciben ustedes plena autoridad ante Jehová, por haberse opuesto unos a su hijo, y otros a su hermano. Así que hoy Jehová los bendice”.

Tras la masacre, Moisés regresó al lugar donde estaba su Dios, para presentarle un informe de lo que había hecho.

El Señor, satisfecho con esos tres mis cadáveres que quedaron tendidos en el desierto, ordenó reanudar la marcha, poniendo a uno de sus ángeles como guía.

“Yo no iré entre ustedes, no vaya a ser que los destruya en el camino, pues ustedes son gente muy terca”, dijo. Su concepto sobre esa gente ya no era favorable. “¡Si yo estuviera entre ustedes aún por un momento, terminaría por destruirlos!”, confesó.

Pero, ni así, cesaron los incidentes. Cada día aparecía algún otro foco de conflicto. Una de esas manifestaciones de rebeldía involucró nada menos que a Nadab y Abiú, hijos de Aarón, calificados como “hombres notables de Israel”.

Aunque ambos habían participado de aquel banquete presidido por Jehová en la cumbre del Sinaí, cayeron en desgracia.

Unos versículos aseguran que el Señor los liquidó “porque se acercaron demasiado a su presencia”; otros versículos afirman que en realidad murieron “porque ofrecieron a Jehová un fuego extraño que él no les había ordenado”.

La cuestión es que “salió fuego de la presencia de Jehová, y los quemó por completo”.

Moisés mandó a dos parientes de los ejecutados, Misael y Elsafán, que arrojaran sus cadáveres fuera del campamento.

Ordenó, además, tanto al padre de las víctimas, Aarón, como a los hijos de los muertos, no guardar luto por ellos, “no sea que ustedes también mueran y que Jehová descargue su enojo sobre la comunidad”.

Otro de los incidentes surgió cuando dos hombres empezaron a discutir por cuestiones del momento.

En el calor de la discusión, uno de ellos cometió el error de “ofender y maldecir el nombre del Señor”. El propio Jehová ordenó a Moisés: “Saca del campamento al que me maldijo; que pongan la mano sobre su cabeza todos los que lo oyeron, y que lo maten a pedradas todos los de la comunidad”.

Se comunicó esa orden divina al pueblo, y el hombre fue ejecutado a pedradas. “Lo hicieron los israelitas tal como el Señor se lo había ordenado a Moisés”.

Mientras tanto, seguían apareciendo leyes, decretos y mandamientos obligatorios para hebreos y extranjeros por igual.

Se les dijo que si los obedecían recibirían premios como éste: “Les daré bienestar en el país y dormirán sin sobresaltos, pues yo libraré al país de animales feroces y de guerras. Ustedes harán huir a sus enemigos, y ellos caerán a filo de espada ante ustedes; cinco de ustedes harán huir a cien, y cien de ustedes harán huir a diez mil; sus enemigos caerán ante ustedes a filo de espada”.

Sin embargo, Jehová tenía pocas esperanzas de que esa gente respetara sus normas. Los antecedentes de “su” pueblo en materia de fidelidad a esa altura ya eran impresentables.

Así que juzgó necesario refrescarles la memoria sobre lo que les iba a pasar en caso de futuras rebeliones:

“Si ustedes rechazan y menosprecian mis leyes y decretos y no cumplen con ninguno de mis mandatos yo también haré lo siguiente: les enviaré mi terror, epidemia mortal, fiebre, enfermedades de los ojos y decaimiento del cuerpo; de nada les servirá sembrar, porque sus enemigos se comerán la cosecha”.

Añadió que “si a pesar de esto no me obedecen, lanzaré sobre ustedes bestias salvajes que despedazarán sus ganados y que reducirán el número de ustedes hasta que no haya quien transite por sus caminos”.

Juró, igualmente, que en caso de nuevas desobediencias haría venir “una espada que vengue el pacto; ustedes correrán a refugiarse en sus ciudades, pero yo les enviaré enfermedades y ustedes caerán en poder del enemigo. Cuando yo destruya su provisión de alimentos, diez mujeres cocerán en un sólo horno el pan y lo racionarán tanto que ustedes comerán y no quedarán satisfechos”.

Prometió que, si lo traicionaban “se comerán a sus hijos e hijas”, y que destruiría “sus santuarios paganos, partiré en dos sus altares de incienso, amontonaré los cuerpos sin vida de ustedes sobre los cuerpos sin vida de sus ídolos, y les mostraré mi desprecio”.

Jehová lanzó otras advertencias no menos terroríficas. Les aseguró que “aquellos de ustedes que queden con vida en terreno enemigo, les haré sentir tanto miedo que huirán con el simple ruido de una hoja al caer; huirán como si los persiguieran con una espada, y caerán sin que nadie les persiga”.

Jehová terminó jurando que quienes tuvieran la suerte de sobrevivir “morirán junto con sus padres, por la maldad de ellos”.

Debidamente advertidos de lo que les sucedería en caso de nuevos actos de rebeldía, los hebreos reanudaron su marcha hacia la tierra que, se les dijo, manaba “leche y miel”.   

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