La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

Jehová ordena al anciano Abraham matar a su hijo

Por Vidal Mario. (Escritor, historiador y periodista)
domingo, 19 de septiembre de 2021 · 10:17

La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

Jehová ordena al anciano Abraham matar a su hijo

NOTA N° 3

(Fuente: Génesis)                   

 

Por Vidal Mario

(Escritor, historiador y periodista)

 

En la frontera sudoccidental de Canaán, cerca de Gaza, había un país llamado Gerar, uno de cuyos reyes, Abimelec, cometió un error que a juicio de Jehová era digno de castigo.

Con éste hombre, actuó de una manera muy distinta a como había actuado con Lot y sus hijas, en el marco del episodio incestuoso relatado en la nota anterior.

Con el tal Abimelec sí se mostró implacable, hasta el punto de aparecérsele en sueños para decirle: “Vas a morir, porque la mujer que has tomado es casada”.

Todo comenzó cuando Abraham salió de donde vivía para radicarse en Gerar.

Por razones que no se explican, hizo correr la voz de que Sara era su hermana, no su esposa. Creía que si revelaba que era su mujer era hombre muerto. “Entonces Abimelec, el rey de Gerar, mandó traer a Sara para hacerla su mujer”.

¿Por qué un rey que como todo rey con seguridad tenía un bello y bien provisto harén pudo sentirse atraído por una mujer que ya andaba por los noventa años?

Afortunadamente para él, no alcanzó a acostarse con la anciana dama, y eso lo salvó.

“Mi Señor - le respondió Abimelec a Jehová, en el mismo sueño arriba comentado -, ¿acaso piensas matar a quien no ha hecho nada malo? Abraham mismo me dijo que la mujer es su hermana, y ella también afirmó que él es su hermano, así que yo hice todo de buena fe. No he hecho nada malo”.

En el curioso diálogo desarrollado en el mundo de los sueños, Jehová le contestó: “Yo sé muy bien que lo hiciste de buena fe. Por eso no te dejé tocarla, para que no pecaras contra mí. Pero ahora devuélvele su esposa a ese hombre, porque él es profeta y rogará por ti para que vivas”.

Y reforzó con estas palabras su amenaza: “Si no se la devuelves, tú y los tuyos ciertamente morirán”.

Al siguiente día, Abimelec convocó a todos sus colaboradores para hablarles sobre su pesadilla nocturna. Tras el relato, el pánico cundió por todo el palacio.

Con carácter de urgente se convocó a Abraham a fin de que aclarara la confusión. El futuro patriarca de Israel dijo que no había mentido al decir que Sara era su hermana, porque efectivamente eran hermanos de parte de padre.

El rey, ansioso de sacarse lo antes posible la soga del cuello, le devolvió su hermana-esposa y le regaló gran cantidad de “ovejas, vacas, esclavos y esclavas”. La donación alcanzó, en total, la extraordinaria suma de mil monedas de plata.

Más aún: puso a disposición del extranjero todo el país para que escogiera “el lugar que más te guste para vivir”.

Recién luego de estas concesiones “Jehová les devolvió la salud a Abimelec y a su esposa”.

También volvió la tranquilidad para todos los funcionarios del atribulado rey de Gerar, porque el Señor “sanó a sus siervas, para que pudieran tener hijos”.

Había sucedido que, en represalia por el virtual secuestro de Sara, “Jehová había hecho que ninguna mujer de la casa de Abimelec pudiera tener hijos”.

 

Un cordero llamado Isaac

 

Mucho tiempo después de esto, a Jehová se le ocurrió “poner a prueba” la fidelidad de Abraham. Quería saber si su protegido realmente tenía “temor de Dios”.

Así que le ordenó asesinar a su único hijo, Isaac. Obligó al anciano a caminar durante tres días, trepar hasta la cumbre de un cerro, y clavar un puñal en el pecho al niño.

Abraham era un hombre muy rico, pero toda su riqueza era insignificante si la comparaba con Isaac, el varón que el Señor le había dado ya en plena vejez.

Seguramente sintió que el mundo desaparecía ante sus pies cuando Jehová lo llamó un día, con voz de trueno, y le ordenó: “Toma a Isaac, tu único hijo, al que amas tanto, y vete a la tierra de Moriah. Una vez allá, ofrécelo en holocausto sobre el cerro que yo te señalaré”.

De los ciento setenta y cinco años que vivió, Abraham habrá recordado aquellas horas como las más amargas de su vida.

En secreto, a escondidas de Sara, “al día siguiente, muy temprano, Abraham se levantó y ensilló su asno; cortó leña para el holocausto y se fue al lugar que Jehová le había dicho, junto con su hijo Isaac y dos de sus siervos”.

Luego de tres días caminata, apareció el cerro hasta cuya cumbre debía ascender. Mandó a sus sirvientes detenerse. “Quédense aquí con el asno. El muchacho y yo seguiremos adelante, adoraremos a Jehová y luego regresaremos”, les dijo.

“Abraham tomó la leña para el holocausto y la puso sobre los hombros de Isaac; luego tomó el cuchillo y el fuego, y se fueron los dos juntos”. El adolescente advirtió que algo no estaba bien.

“Mira, tenemos la leña y el fuego, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”, preguntó. “Jehová se encargará de que haya un cordero para el holocausto, hijito”, le respondió el padre.

Siguieron trepando por la ladera del cerro hasta que, por fin, llegaron a la cumbre. Abraham se dedicó a construir el altar y acomodó sobre el mismo la leña que había llevado.

Recién entonces Isaac se enfrentó con la espantosa confirmación de que el cordero era él. El viejo patriarca “ató a su hijo y lo puso en el altar, sobre la leña”.

Pero en el instante supremo en que iba a hundir el cuchillo en el corazón de su hijo escuchó desde el cielo una voz que le decía: “No le hagas ningún daño al muchacho, porque ya sé que tienes temor de Dios, pues no te negaste a darme a tu único hijo”.

En eso, apareció en las cercanías un carnero enredado por los cuernos entre las ramas de un arbusto.

Minutos después el pobre animal ocupaba el lugar del niño, sobre el llameante altar.

Mientras el mamífero se consumía en el fuego, el viejo Abraham escuchó otra voz proveniente del cielo que le acercaba otro mensaje, ésta vez consolador:

“Jehová ha dicho: Puesto que has hecho esto y no me has negado a tu único hijo, juro por mí mismo que te bendeciré mucho. Haré que tu descendencia sea tan numerosa como las estrellas del cielo, y como la arena que hay a la orilla del mar”.

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