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Jehová protagoniza un carnaval de terror y de muerte en Egipto

  Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)                                                
domingo, 26 de septiembre de 2021 · 00:00

  Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)
 Fuente: El libro del Éxodo          
                    

 

Unos seis siglos después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Jehová reapareció en Egipto.

Lo que hizo en aquellas dos ciudades podría calificarse de apenas un juego de niños comparado con lo que ahora iba a ejecutar en la tierra de los faraones.

Por medio de lo que llamó “grandes actos de justicia”, quería sacar de Egipto a casi un millón de hebreos y llevarlos a una tierra que supuestamente les había prometido a sus antepasados.

Podía, de haberlo querido así, retirarlos silenciosamente, pero decidió usar el éxodo de esos semitas como propaganda “para darme a conocer en toda la tierra”.

Con tal objetivo, desplegó en Egipto un verdadero carnaval de terror, sangre, destrucción y muerte.

Su plan consistía en ir impidiendo a propósito la partida de los israelíes haciendo que el faraón “se pusiera terco” para, seguidamente, castigar cada una de sus negativas con actos de terror que fueran estremeciendo al pueblo egipcio.

“Es para que vean las grandes maravillas que puedo hacer”, explicó el Altísimo.

 

Duelo de serpientes

Para sus planes, Jehová empleó como agente a Moisés, egipcio como todos los otros, pero de la etnia hebrea.

Sin más arma que un bastón, lo envió ante el faraón para exigir la liberación de los hebreos. “Yo mostraré mi poder y heriré de muerte a los egipcios con todas las cosas asombrosas que haré en su país”, aseguró a Moisés, el fugitivo que regresaba a su país de origen convertido en libertador.

El plan era éste: Moisés debía usar el referido “bastón de Dios” para provocar desastres que irían de menor a mayor. Luego de cada tragedia, el Señor haría que “el faraón se ponga terco, y que no deje salir a los israelitas”.

El faraón y sus cortesanos no podían dar crédito a lo que veían y oían cuando dos extraños se presentaron para decirles que tenían órdenes de un tal “dios Jehová” de llevarse a todos los de raza hebrea que hubiera en Egipto.

“Vamos a ir al desierto, a una distancia de tres días de camino para ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios, no sea que nos haga morir por una peste o a filo de espada”, dijeron.

 

La respuesta que recibieron fue un aumento de la opresión sobre la colectividad hebrea.

Tampoco impresionaron mucho al faraón y a sus cortesanos cuando días después el bastón de Moisés se convirtió en serpiente y devoró los bastones de los magos de la corte, los cuales también se habían transformado en víboras.

Jehová decidió, entonces, aumentar el nivel de su represalia. Volvió a enviar a los dos hermanos ante el faraón, a quien encontraron nadando en el río.

“Cuando yo golpee el agua del río con este bastón que tengo en la mano, el agua se convertirá en sangre, los peces morirán y el río apestará tanto que los egipcios tendrán asco de beber de esa agua”, dijo Moisés al monarca y a sus acompañantes.

Seguidamente, Aarón “levantó su bastón y golpeó el agua del río a la vista del faraón y de sus funcionarios y toda el agua se convirtió en sangre”. Se relata que, instantáneamente, “los peces murieron y el río mismo apestaba tanto que los egipcios no podían beber agua de él. ¡Había sangre por todo Egipto!”.

El faraón se encogió de hombros y regresó a su palacio, como si nada hubiera sucedido.

 

Ranas y otras plagas

Recién empezó a preocuparse cuando siete días después todo el país se llenó de ranas.

De nuevo había venido Moisés, con ésta noticia: “El río hervirá de ranas, las cuales saldrán y se meterán en tu palacio, en el lugar donde duermes, sobre tu casa, en las casas de tus funcionarios y de tu gente, en tus hornos y en donde amasas tu pan. Las ranas saltarán sobre ti, sobre tus funcionarios y sobre toda tu gente”.

Tan asqueroso se volvió el país, convertido en un colosal depósito de ranas, que el faraón aceptó liberar a los israelíes.

Apenas hizo el anuncio, los batracios que habían inundado toda la nación comenzaron a morir. “La gente recogía las ranas muertas y las amontonaba, y por todas partes olía mal”.

Pero, superado éste problema, el faraón juzgó que ya no había razón para liberar a sus esclavos. Así que los egipcios debieron continuar sufriendo más plagas y epidemias.

Sobrevino una invasión de mosquitos y tábanos, después murieron casi todos los caballos, asnos, camellos, vacas y ovejas del país, y, a continuación, aparecieron extrañas llagas en los cuerpos de hombres y animales.

El faraón, aterrorizado y presionado por el pueblo, una vez más aceptó dejar ir a los hebreos. Y, fiel a su plan, otra vez Jehová operó para que cambiara de idea. “Jehová hacía que el faraón se pusiera terco, y que no le hiciera caso a Moisés y Aarón”.

Para dificultar y demorar al máximo posible la salida de los hebreos, el Señor terminó convirtiendo al soberano egipcio en un monumento a la terquedad.

Una mañana, bien temprano, mandó a Moisés y Aarón a entregar al faraón éste mensaje:

“Esta vez voy a enviar todas mis plagas contra ti y contra tus funcionarios y tu gente, para que sepas que no hay otro como yo en toda la tierra. Yo podría haberte mostrado mi poder castigándote a ti y a tu pueblo con una plaga y ya habrías desaparecido de la tierra, pero te he dejado vivir para que veas mi poder y para darme a conocer en toda la tierra”.

Al día siguiente, Jehová “envió truenos, rayos y granizo sobre la tierra. Hizo que granizara en todo Egipto y el granizo y los rayos caían sin parar. En toda la historia de Egipto jamás había caído una granizada tan fuerte. El granizo destrozó todo lo que había en el territorio egipcio; destruyó hombres y animales y todas las plantas del campo y desgajó además todos los árboles del país”.

Sin embargo, como ya había sucedido antes, cuando cesaron dichas calamidades el faraón “volvió a pecar”. Es decir, “se puso terco y no dejó ir a los israelitas”.

En represalia por esta nueva negativa, el Señor descargó sobre Egipto una terrible plaga de langostas: “Nunca antes hubo ni habrá después tantas langostas como en aquel día, pues cubrieron la tierra en tal cantidad que no se podía ver el suelo. Se comieron todas las plantas y toda la fruta que había quedado después del granizo. No quedó nada verde en ningún lugar de Egipto: ni en el campo ni en los árboles”.

 

El golpe mortal

A ésta altura, la resistencia del faraón ya debería haber estallado en pedazos. No fue así porque Jehová otra vez hizo que el faraón “se pusiera terco y que no dejara ir a los israelitas”.

La siguiente calamidad divina tuvo que ver con una densa oscuridad que cubrió todo el territorio egipcio durante tres días con sus respectivas noches.

El faraón llamó al enviado de Jehová y le propuso un trato: que se fueran los hebreos, pero sin las vacas y sin las ovejas. “Al contrario - replicó Moisés, sintiéndose ganador de la contienda -, tú mismo nos vas a dar los animales que vamos a sacrificar y quemar en honor del Señor nuestro Dios”.

Añadió Moisés que en realidad “ni un sólo animal debe quedarse, porque tenemos que escoger algunos de ellos para rendir culto a Jehová. Mientras no lleguemos allá, no sabremos qué vamos a necesitar para adorar al Señor”.

Consecuentemente, por enésima vez Jehová “puso terco al faraón”, quien fuera de control echó al hebreo. “Vete de aquí y cuídate bien de no venir a verme otra vez, porque el día que vuelvas a presentarte ante mí, morirás”, lo amenazó.

“Bien dicho -respondió Moisés-. No volveré a verte”.

Fue después de esto que Jehová presentó su obra maestra del terror: la muerte de los primogénitos.

Todo comenzó cuando Moisés le trajo éste escalofriante mensaje de su dios al faraón: “Así ha dicho Jehová: A la medianoche pasaré por todo Egipto y morirá el hijo mayor de cada familia egipcia, desde el hijo mayor del faraón que ocupa el trono, hasta el hijo mayor de la esclava que trabaja en el molino. También morirán todas las primeras crías de los animales. En todo Egipto habrá gritos de dolor como nunca los ha habido ni los volverá a haber”.

Moisés se entrevistó después con Jehová, quien con gran alegría le adelantó: “El faraón no les va a hacer caso a ustedes, y así serán más las maravillas que yo haré en Egipto”.

Antes de actuar, Jehová tomó previsiones para que los primogénitos de los hebreos no fueran abatidos.

La salvación de los mismos dependía de atender las siguientes instrucciones:

“El diez de este mes cada uno de ustedes tomará un cordero o un cabrito por familia, uno por cada casa. Y si la familia es demasiado pequeña para comerse todo el animal, entonces el dueño de la casa y su vecino más cercano lo comerán juntos, repartiéndoselo según el número de personas que haya y la cantidad que cada uno pueda comer. El animal deberá ser de un año, macho y sin defecto, y podrá ser un cordero o un cabrito. Lo guardarán hasta el catorce de este mes y ese día todos y cada uno en Israel lo matarán al atardecer”.

Sus instrucciones, transmitidas a través de Moisés y Aarón, seguían señalando:

“Tomarán luego la sangre del animal y la untarán por todo el marco de la puerta de la casa donde coman el animal. Esa noche comerán la carne asada al fuego, con hierbas amargas y pan sin levadura. No coman ni un sólo pedazo crudo o hervido. Todo el animal, lo mismo la cabeza que las patas y las entrañas, tiene que ser asado al fuego y no debe quedar nada para el día siguiente”.

Jehová avisó que esa misma noche pasaría “por todo Egipto, y heriré de muerte al hijo mayor de cada familia egipcia y las primeras crías de los animales y dictaré sentencia contra todos los dioses de Egipto. Yo, Jehová, lo he dicho”.

Cumplir o no cumplir con aquellas medidas de protección significaría la vida o la muerte para los primogénitos de los hebreos: “La sangre les servirá para que ustedes señalen las casas donde se encuentren. Y así, cuando yo hiera de muerte a los egipcios, ninguno de ustedes morirá, pues veré la sangre y pasaré de largo”.

Llegada la medianoche, comenzó la terrible masacre de primogénitos egipcios.

“Jehová hirió de muerte al hijo mayor de cada familia egipcia, lo mismo al hijo mayor del faraón que ocupaba el trono que al hijo mayor del que estaba preso en la cárcel, y también las primeras crías de los animales. El faraón, sus funcionarios y todos los egipcios se levantaron esa noche, y hubo grandes gritos de dolor en todo Egipto. No había una sola casa donde no hubiera algún muerto”.

Siguen diciendo las crónicas que, además, Jehová, “hizo que los egipcios dieran de buena gana todo lo que los israelitas pedían, y así los israelitas despojaron a los egipcios”.

Esa misma madrugada, el faraón llamó a Moisés y Aarón para suplicarles que se fueran todos.

Y los hebreos emprendieron el éxodo hacia la tierra prometida. Seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, se juntaron en la ciudad de Ramsés.

Guiados por una columna de nube y fuego que bajaba del cielo, la gran marea humana se puso en marcha.

 

Rumbo a la Tierra Prometida

Ya caminaban por las arenas cuando Jehová advirtió que aún faltaba un detalle: liquidar al faraón y a todo su ejército.

Ordenó que retrocedieran y acamparan junto al Mar Rojo, donde le dijo a Moisés: “Yo voy a hacer que el faraón se ponga terco y los persiga; entonces mostraré mi poder en él y en todo su ejército, y los egipcios sabrán que yo soy Jehová”.

El faraón, a quien el Señor había convertido en un incurable ciclotímico, de nuevo se arrepintió de haber sido tan débil y decidió corregir su error. A la cabeza de la totalidad de su ejército, se lanzó en persecución de los protagonistas del éxodo. “¿Cómo pudimos permitir que los israelitas se fueran y dejaran de trabajar para nosotros?”, iba reprochándose por el camino.

Cuando los hebreos vieron que unos seiscientos carros de guerra, que toda la caballería egipcia se alineaban frente a sus ojos, y que estaban atrapados entre esa impresionante maquinaria militar y el mar, cundió el pánico y el griterío.

Jehová los tranquilizó. “Nunca más van a ver a los egipcios que hoy ven”, prometió.

Cuando llegó la noche, envió un fuerte viento proveniente del este. Sopló con fuerza tan colosal durante horas que partió el mar en dos; se formó un inmenso callejón de tierra seca flanqueado por monumentales murallas de agua.

Cuando los hebreos terminaron de cruzar, Jehová “puso terco” al faraón y a sus hombres, quienes avanzaron ciegamente por el fantástico callejón que se había abierto en medio del mar.

“Toda la caballería y los carros del faraón entraron detrás de ellos, y los persiguieron hasta la mitad del mar. Pero a la madrugada, Jehová miró de tal manera al ejército de los egipcios, desde la columna de fuego y de nube, que provocó un gran desorden entre ellos; descompuso además las ruedas de sus carros, de modo que apenas podían avanzar”.

Cuando los soldados se dieron cuenta que habían caído en una trampa, ya era demasiado tarde.

Jehová ordenó a Moisés extender sus brazos en dirección al mar “para que el agua regrese y caiga sobre los egipcios y sobre sus carros y caballería”, de tal manera que “al volver el agua a su cauce normal, cubrió los carros y la caballería y todo el ejército que había entrado en el mar para perseguir a los israelitas”.

Según lo escrito en el libro Éxodo, “ni un sólo soldado del faraón quedó vivo”.

El espeluznante episodio inspiró un himno que todo hebreo debía aprender de memoria y cantar en homenaje a su Dios:

“Jehová es un gran guerrero. Jehová, ¡ése es su nombre! Jehová hundió en el mar los carros y el ejército del faraón; ¡sus mejores oficiales se ahogaron en el Mar Rojo! Cayeron hasta el fondo, como piedras, y el mar profundo los cubrió”, decía una de las estrofas.

Más de un millón de personas, entre hombres, mujeres y niños, cantaban ese himno.

No imaginaban, ese día cargado de júbilo, que el destino de todos ellos era morir en el desierto. Que tan sólo dos de ellos verían, cuarenta años después, la tierra prometida.

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