La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

Por Vidal Mario (Escritor, periodista e historiador)
domingo, 5 de septiembre de 2021 · 10:02

Por Vidal Mario

(Escritor, periodista e historiador)

 

PRIMERA NOTA*

(Fuente: Génesis)

                                 

Jehová, famoso porque nada le salía bien y porque nunca se hacía cargo de sus errores, un día decidió borrar de la faz de la tierra todo cuanto había creado.

Hombres, mujeres, niños, animales, árboles, vegetales, aves e insectos del mundo entero terminaron muertos y sepultados bajo las aguas. Sucesos que no previó y que una vez desencadenados tampoco pudo controlar, lo obligaron al Diluvio.

Todo comenzó cuando creó al hombre. “Hagamos al hombre -le dijo a alguien no identificado que estaba con él-. Se parecerá a nosotros y tendrá poder sobre los peces, las aves, los animales domésticos y los salvajes y sobre los que se arrastran por el suelo”.

Como si fuese un artesano, “formó al hombre de la tierra misma” y, soplando en su nariz, “le dio vida”.

Lo puso en un Jardín llamado Edén, regado por los ríos Éufrates, Tigris, Cisón y Guijón.

Adán (así llamó a su criatura) debía cultivar y cuidar el lugar, pero no tocar el fruto de cierto árbol.

“Puedes comer del fruto de todos los árboles del jardín, menos del árbol del bien y del mal. No comas del fruto de ese árbol, porque si lo comes, ciertamente morirás”, le advirtió.

¿Cómo una criatura diseñada para ser inmortal y sin idea de la muerte porque nunca vio morir a alguien poder entender el significado de la palabra morir? ¿Y por qué Jehová puso tan peligroso árbol justo al alcance de las manos de Adán, y no en algún otro sitio de éste inmenso globo terráqueo?

Jehová mostró negligencia, porque debió haber ubicado esa mortífera planta fuera del Edén. Si así lo hubiera hecho, le habría ahorrado al mundo todos los males que según los predicadores sigue padeciendo a raíz de un extraño incidente con una víbora que allí tuvo lugar.

Del relato bíblico surge otro dato singular: en el proyecto original de Jehová no existía la mujer. El Señor no pensaba en una Tierra repleta de hombres y mujeres.

La mujer, relata, fue el resultado de que Adán tenía un problema: no era feliz; vivía triste porque siempre andaba solo. El rigor de la soledad le pesaba tanto que hasta movió a su creador a reconocer que no es bueno que el hombre esté sólo.

“Le voy a hacer alguien que sea una ayuda adecuada para él”, resolvió, entonces.

Pero en lo que menos pensó fue en una mujer. “Y Jehová formó de la tierra todos los animales y todas las aves y se los llevó al hombre para que les pusiera nombre”.

Adán anduvo poniéndoles nombres a todos esos animales, pero la soledad y la tristeza de no tener a otro ser de su misma especie con quien compartir sus días lo seguía atormentando. Ningún animal o ave resultaba ser “la ayuda adecuada para él”.

Recién entonces, como último recurso, a Jehová se le ocurrió crear a la mujer.

“Hizo caer al hombre en un profundo sueño y, mientras dormía, le sacó una de las costillas y le cerró otra vez la carne. De esa costilla hizo una mujer y se la presentó al hombre”.

La alegría de Adán ante esa criatura tan parecida a él no tenía límites: “¡Esta sí que es de mi propia carne y de mis propios huesos!”, exclamó a los gritos.

Jehová le dijo al hombre y a su contrapartida femenina: “Tengan muchos hijos, llenen el mundo y gobiérnenlo, dominen a los peces y a las aves, y a todos los animales que se arrastran”.

Cuadro sobre el diluvio universal

 

Una fruta explosiva

La buena vida de la pareja terminó un día en que Eva tropezó con una serpiente que hablaba. En realidad, era un ángel descarriado en forma de víbora. No hay datos sobre cómo vulneró el dispositivo divino de seguridad y entró en el Jardín.

La cuestión es que ahí estaba, disfrazado de víbora, preguntándole a Eva: “¿Así que Dios les ha dicho que no coman del fruto de ningún árbol del jardín?”.

La mujer le respondió que en realidad sólo les había prohibido comer del fruto de un árbol que estaba plantado en el centro del jardín.

“Dios nos ha dicho que no debemos comer ni tocar el fruto de ese árbol, porque si lo hacemos moriremos”.

“No es cierto. No morirán”, replicó con energía la voz que hablaba a través del reptil.

Añadió que Jehová sabía muy bien que cuando ellos comieran del fruto de ese árbol sabrían lo que era bueno y lo que era malo, y que entonces serían como Él.

Esa respuesta fue suficiente para convencerla de que “el fruto del árbol era hermoso”. Lo cortó y lo comió. Acercó el explosivo fruto a su pareja, quien hizo lo mismo sin hacer preguntas.

Instantáneamente se dieron cuenta de que estaban desnudos. Avergonzados, taparon sus genitales con hojas de higuera.

Jehová se enteró de lo ocurrido cuando se paseaba por el jardín “a la hora en que sopla el viento de la tarde”.

No veía por ningún lado a sus criaturas. Llamó entonces a Adán, y éste le respondió desde su escondite que estaba desnudo y que por eso se había ocultado.

“¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? ¿Acaso has comido del fruto del árbol del que te dije que no comieras?”, le preguntó el Creador. Adán reconoció el pecado, pero responsabilizó de ello a Eva.

El hombre y la mujer que Jehová había creado a su imagen y semejanza demostraron que no eran seres perfectos, pues habían sido ingenuamente engañados.

Ni Adán ni su pareja eran responsables de su evidente falla de fabricación, responsabilidad que en todo caso era de quien los fabricó, o sea, el dios Jehová.

Pero éste, en lugar de hacerse una autocrítica y analizar en qué falló, les transfirió a sus criaturas la culpa del desperfecto.

Como un martillazo mortal, descargó sobre ellos su terrible maldición: “Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos y con dolor los darás a luz, pero tu deseo te llevará a tu marido, y él tendrá autoridad sobre ti”, le dijo a la mujer.

Imagen de Jehová según la revista Atalaya

 

Aún más horrenda fue su sentencia contra el hombre:

Su condena para Adán fue: “Como le hiciste caso a tu mujer y comiste del fruto del árbol del que te dije que no comieras, ahora la tierra va a estar bajo maldición por tu culpa; con duro trabajo la harás producir tu alimento durante toda tu vida. La tierra te dará espinos y cardos y tendrás que comer plantas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”.

Al momento de dictar estas maldiciones, Jehová estaba acompañado de alguien al que tampoco se identifica, y a quien alertó: “Ahora el hombre se ha vuelto como uno de nosotros, pues sabe lo que es bueno y lo que es malo. No vaya a tomar también del fruto del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre”.

Así entró en escena un nuevo elemento del que hasta ese momento no se había hablado: otro árbol cuyo fruto concedía inmortalidad a quien lo comiera.

¿Por qué Adán y Eva no comieron ese fruto, si nadie les había prohibido hacerlo? Ahora ya era demasiado tarde para hacerlo. Jehová les entregó vestidos de pieles de animales para cubrir con ellos sus cuerpos desnudos, y los echó.

Con los castigados ya afuera, “puso al oriente del jardín unos seres alados y una espada ardiendo que daba vueltas hacia todos lados, para evitar que nadie llegara al árbol de la vida”.

Con este escandaloso resultado, terminó el proyecto original de Jehová para el hombre.

 

El primer asesinato

Sin embargo, no se desentendió de sus infelices criaturas. Siguió observándolas de cerca.

Los dos primeros hijos de Adán y Eva en el destierro fueron varones: Caín y Abel.

A Jehová no le gustaban los productos agrícolas que le ofrecía Caín. Le gustaba más el crepitar de las grasas y el rechinar de las carnes de los animales que Abel quemaba en su honor.

Su favorito, por lo tanto, era Abel. Caín, celoso, invitó a su hermano menor al campo, y allí lo mató.

Sólo cuatro personas, según la Biblia, vivían en el mundo. Sólo cuatro, y ya había un asesino y un asesinado.

“La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia”, le dijo Jehová al fratricida al tiempo que lo condenaba en estos términos: “Quedarás maldito y expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano, a quien tú mataste. Aunque trabajes la tierra, no volverá a darte sus frutos. Andarás vagando por el mundo sin poder descansar jamás”.

Caín le respondió que no iba a poder soportar tan tremendo castigo. “Hoy me has echado fuera de ésta tierra y tendré que vagar por el mundo sin poder descansar jamás. Y así, cualquiera que me encuentre me matará”, protestó.

Jehová le aseguró que el que lo matara sería “castigado siete veces” y, para más tranquilidad suya, le puso una señal “para que el que lo encontrara no lo matara”.

Protegido por esa marca divina, el asesino se alejó hacia el oriente del antiguo Jardín de Edén, donde “se unió con su mujer y ella quedó embarazada, y dio a luz a Enoc”.

Según el relato, en el mundo existían solamente cuatro personas: Adán, Eva, Caín y Abel. Muerto Abel, sólo quedaban tres: Caín y sus padres. ¿No es contradictorio hablar de otra gente que procuraría liquidar a Caín si lo encontraran vagando por su tierra?

Y, si la única mujer en el mundo era Eva, su madre, ¿de dónde salió la otra que le dio a Caín su primer hijo, Enoc?

 

Estalla la furia divina

La cuestión es que la primitiva humanidad crecía y se multiplicaba, pero a la vez se volvía más loca y conflictiva. Para colmo, unos ángeles que bajaron del cielo atraídos por el encanto de las terrícolas empeoraron aún más la situación.

Llegó un momento en que el mundo se descontroló totalmente; la situación se hizo tan insostenible que un día Jehová decidió tomar ésta tremenda decisión:

“Voy a borrar de la tierra al hombre que he creado”. Reconoció que estaba muy “arrepentido de haberlos hecho”.

Y, aunque inocentes de que la Tierra estuviera “llena de maldad y violencia”, también dispuso la muerte “de todos los animales domésticos y de los que se arrastran y de las aves”. “¡Me pesa haberlos hecho!”, volvió a decir.

Afortunadamente, a Jehová le quedaba una luz de esperanza en éste mundo: Noé. “Era un hombre muy bueno, que siempre obedecía a Dios. Entre los hombres de su tiempo, sólo él vivía de acuerdo a la voluntad de Dios”.

Las cosas se escaparon totalmente del control de Jehová. “Toda la tierra se había pervertido”.

Enfurecido, desilusionado y muy arrepentido, Jehová reveló a Noé su terrible decisión: “He decidido terminar con toda la gente. Por su culpa hay mucha violencia en el mundo, así que voy a destruirlos a ellos y al mundo entero”.

Ordenó a Noé construir un barco de determinadas características, y le reveló el método que había elegido para exterminar a todos los seres vivientes: “Yo voy a mandar un diluvio que inundará la tierra y destruirá todo lo que tiene vida en todas partes del mundo. Todo lo que hay en la tierra morirá”.

Mandó a Noé meter en el barco, en el perentorio término de siete días, un macho y una hembra de cada especie animal, aves y reptiles. Enfurecido, reiteró una vez más: “¡Voy a borrar de la tierra todo lo que vive, y que yo he creado!”.

Noé, de seiscientos años -vivirá casi mil- entró al arca con su familia “y toda clase de animales que se arrastran y de aves”. Un macho y una hembra por cada especie.

Jehová cerró tras ellos la puerta y se dispuso a corregir (inútilmente, como lo comprobará después) la falla en que había incurrido al crear a la primera pareja humana.

 

Nunca más un diluvio

Abrió las compuertas del cielo y empezó el diluvio, que duraría cuarenta días.

“Al subir el agua, la barca se levantó del suelo y comenzó a flotar. El agua seguía subiendo más y más, pero la barca seguía flotando. Tanto subió el agua, que llegó a cubrir las montañas más altas de la tierra; y después de haber cubierto las montañas, subió todavía como siete metros más. Así murió toda la gente que vivía en la tierra, lo mismo que las aves, los animales domésticos y salvajes, y los que se arrastran por el suelo. Todo lo que había en tierra firme, y que tenía vida y podía respirar, murió. Solamente Noé y los que estaban en la barca quedaron vivos; los demás fueron destruidos: el hombre, los animales domésticos, las aves del cielo y los animales que se arrastran; pues la tierra quedó inundada durante ciento cincuenta días”.

Cuando Noé por fin volvió a pisar tierra seca capturó algunos animales y aves, que vaya uno a saber cómo sobrevivieron, y los sacrificó en honor al provocador de semejante hecatombe mundial.

El olor despedido por los animales muertos fue tan agradable para Jehová que hasta sensibilizó su corazón.

“Nunca más volveré a maldecir la tierra por culpa del hombre y tampoco volveré a destruir a todos los animales, como lo hice ésta vez”, prometió en ese momento.

Luego hizo un pacto con ese grupo de sobrevivientes, garantizándoles que nunca más utilizaría el agua como instrumento para destruir a la Humanidad.

“No volveré a destruir a los hombres y animales con un diluvio - juró -. Ya no volverá a haber otro diluvio que destruya la tierra”.

                                                   

                                                                       El próximo domingo: Segunda Nota

                                                     

   

 

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