La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis                              

David se acerca al trono de Israel

Por Vidal Mario        (Escritor, periodista e historiador)

Por Vidal Mario

(Escritor, periodista e historiador)
                               

Una rara virtud distinguía al vencedor de Goliat: su incapacidad de odiar a quien lo odiara.

Lejos de alegrarse de la muerte de quien había dedicado su vida a matarlo, le tributó un emotivo poema fúnebre.

Tanto le entristeció el penoso final de Saúl y de Jonatán que hasta mató al que le trajo la noticia.

Estaba en Siclag cuando alguien, con ropa rasgada y cabeza cubierta de tierra en señal de dolor, vino a contarle lo que había sucedido en los montes de Gilboa.

“¿Y cómo sabes que Saúl y su hijo Jonatán han muerto?”, preguntó al mensajero.

Éste le respondió que había tropezado accidentalmente con el aún moribundo monarca, y que éste le pidió “que se acercara a él y lo matara de una vez, porque ya había entrado en agonía, y sin embargo todavía estaba vivo”.

Entonces, añadió, “me acerqué a él y lo maté, porque me di cuenta de que no podría vivir después de su caída”.

David calificaba a esos ilustres muertos como hombres que “jamás volvieron sin haber empapado espada y flechas en la sangre y la grasa de los guerreros más valientes”. Por eso no entraba en su mente que hubieran muerto de forma tan humillante.

“¿Y cómo es que te atreviste a levantar la mano contra el rey escogido por el Señor?”, interrogó enérgicamente al que afirmaba que había rematado a Saúl.

No obtuvo respuesta. “¡Anda, mátalo!”, ordenó a uno que estaba parado a su lado, y, segundos después el mensajero ya estaba muerto.

“¡Que no caiga más sobre ustedes lluvia ni rocío, montes de Gilboa, pues son campos de muerte! Allí fueron pisoteados los escudos de los héroes. Allí perdió su brillo el escudo de Saúl”, escribió, después.

 

El espectáculo de los criados

 

David fue coronado únicamente rey de Judá debido a que un militar llamado Abner tomó a Is-Boset, débil hijo del rey muerto, y puso sobre su cabeza la corona de Israel.

Aún debían correr torrentes de sangre para que se concretara el objetivo de Jehová de sentar en el trono israelita al ex pastor, quien aún no pasaba de los veintitrés años de edad.

Estalló una cruenta guerra civil. “La guerra entre la casa de Saúl y la casa de David fue larga, pero mientras que la de David iba haciéndose más fuerte, la de Saúl se iba debilitando”. 

Cuando la guerra civil ya llevaba siete años desde que comenzó, se produjo una batalla decisiva en los alrededores de un disputado depósito de agua, en Gabaón.

El comandante Abner dirigía las tropas de “la casa de Saúl”, y Joab las de David.

Alineados frente a frente, Abner propuso una curiosa forma de iniciar la batalla: “Que salgan a luchar los jóvenes delante de todos nosotros”. Acto seguido, doce criados suyos salieron a pelear con igual cantidad de criados de Joab.

“Cada cual agarró a su contrario por la cabeza y le clavó la espada al costado, de modo que cayeron todos muertos a la vez”.

Finalizado el macabro espectáculo preliminar, comenzó la fiera pelea central.

“Fue muy dura y Abner y las tropas de Israel fueron derrotados por los soldados de David”.

Abner huyó, perseguido por Asael, uno que era famoso por “correr tan veloz como un ciervo”.

Lo alcanzó, aunque con tan mala fortuna que Abner “le clavó en el vientre la punta posterior de su lanza, la cual le salió por la espalda, y Asael cayó muerto allí mismo. Y todos los que llegaban al sitio donde había caído muerto se paraban a verlo”.

Abner aprovechó la confusión para escapar hacia la colina de Ama, donde logró atraer a los benjaminitas a su causa. “Formando un solo ejército tomaron posiciones en la cumbre de un cerro”, en defensa del general fugitivo.

Joab y sus hombres aparecieron al atardecer. Todo parecía encaminarse hacia otro combate, pero Abner preguntó a los gritos al comandante que lo perseguía: “¿No va a tener fin ésta matanza? ¿No te das cuenta que esto sólo nos traerá amargura? ¿Cuándo vas a ordenar a tu gente que deje de perseguir a sus hermanos?”.

Joab escuchó las razones del adversario, aceptó una tregua, y ordenó la retirada.

Mientras tanto, en Israel, Is-Boset seguía siendo una figura decorativa de la “casa de Saúl”. El poder lo tenía Abner, por cuyas manos pasaban las decisiones, las pertenencias, e incluso las que habían sido concubinas de Saúl.

Cierto día, Is-Boset se enteró que el militar había llevado a su cama a Rizpa, una de las viudas de su padre, y ensayó una protesta. “¿Acaso soy un perro al servicio de Judá? ¿Tú me acusas ahora de haber pecado con una mujer?”, replicó el acusado. Is-Boset “no pudo responder una sola palabra, porque le tenía miedo”.

Éste incidente, al parecer irrelevante, terminó poniendo a David más cerca que nunca del trono de Israel.

“¡Que Jehová me castigue duramente –juró Abner, muy enojado por la crítica del rey- si no quito el trono a la dinastía de Saúl estableciendo a David en el trono de Israel y de Judá!”.

Dicho y hecho, envió éste mensaje a David. “Yo haré cuanto esté de mi parte para que todo Israel se ponga de tu parte”.

David aceptó, con una condición: “No te presentes ante mí sin traer contigo, cuando vengas a verme, a Mical, la hija de Saúl”.

Similar reclamo envió al rey israelí Is-Boset, que era hermano de Mical, y por tanto cuñado suyo: “Entrégame a Mical, mi mujer, con la que me casé a cambio de cien prepucios de filisteos”.

Años atrás, la referida Mical, primera mujer de David, había sido dada a otro hombre en castigo por ayudar a escapar a su marido de la persecución de Saúl.

“Entonces Is-Boset mandó que se la quitaran a Paltiel, hijo de Lais, que era su marido. Pero Paltiel se fue detrás de ella llorando, y la siguió hasta Bahurín. Allí Abner le ordenó que regresara”.

El infeliz no tuvo más remedio que decirle adiós a su mujer, bajo pena de muerte.

La conferencia entre Abner y David, realizada en el marco de un formidable banquete, tuvo lugar cerca de los montes de Hebrón.

Abner no imaginaba que éste sería su último almuerzo, y que sería también la última vez que vería a David.

 

Otra depresión a flor de piel

 

Tras la conferencia y la gran comilona, Abner y su comitiva se despidieron con todas las formalidades de rigor.

Se encontraban ya a considerable distancia cuando el comandante Joab llegó al campamento de David e intentó convencer a su jefe de que alguna trampa le habían tendido. Como éste no le prestaba atención, tomó la iniciativa de enviar emisarios para hacer volver a Abner a la ciudad de Hebrón, con un pretexto.

Lo que en el fondo quería era cobrarse una cuenta personal: el asesinato de su hermano Asael, aquel que “corría como un ciervo”, y que terminó atravesado de lado a lado por una lanza de Abner.

Así que “cuando Abner llegó a Hebrón, Joab lo llevó a un lado de la puerta de la ciudad, para hablar con él a solas, y allí lo hirió de muerte en el vientre, para vengar la muerte de su hermano Asael”.

Éste asesinato de nuevo hundió a David en un pozo depresivo. “¡Que caiga la culpa sobre la cabeza de Joab y sobre toda su familia –maldijo- y que nunca falte en su casa quien sufra de flujo, lepra o cojera, ni quien sea asesinado o padezca hambre!”.

Ordenó a su gente rasgarse la ropa y guardar luto por el militar enemigo. Durante el sepelio, se ubicó detrás de la camilla que conducía al muerto hacia su sepulcro. “¿Por qué tenías que morir, Abner, de manera tan absurda si no tenías atadas las manos ni encadenados los pies?”, iba gimiendo por el camino.

Otra vez estaba poseído por esa extraña patología de deprimirse por la muerte de los enemigos importantes. “¡Hoy ha caído en Israel un jefe principal, una gran personalidad!”, clamaba mientras continuaba llorando sin consuelo.

“Por eso yo, a pesar de ser el rey que Jehová ha escogido, me siento débil ante la extremada crueldad de los hijos de Sarvia. Que el Señor le dé su merecido a quien cometió ésta maldad”.

En esos mismos momentos, no lejos de allí, dos asesinos programaban otro motivo de llanto para él.

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