La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

   A los treinta años, David es rey de Israel y de Judá

Por Vidal Mario (Escritor, periodista e historiador)

Por Vidal Mario       

 (Escritor, periodista e historiador)

 

Is-Boset, hijo de Saúl y rey ilegítimo de Israel, tenía entre sus funcionarios a Recab y Baana, “jefes de una banda de ladrones”. Estos decidieron traicionarlo y ponerse bajo las alas de David, a quien ya veían sentado en el trono israelí.

Para ello, necesitaban de una carta de presentación espectacular. Se les ocurrió que no habría mejor ofrenda que el propio Is-Boset. Así que fueron hasta la residencia real, adonde llegaron en horas de una siesta castigada sin piedad por los rayos del sol.

“Cuando entraron en la casa, Is-Boset estaba acostado sobre la cama de su dormitorio; entonces lo asesinaron y le cortaron la cabeza, después de lo cual se la llevaron consigo y caminaron toda la noche por el camino de Arabá, para entregársela a David en Hebrón”.

Le presentaron el macabro obsequio. “Aquí tiene Su Majestad la cabeza de Is-Boset, el hijo de Saúl, que era enemigo de Su Majestad y que procuraba quitarle la vida. Pero hoy el Señor ha concedido a Su Majestad vengarse de Saúl y sus descendientes”, le dijeron.

La paga que recibieron fue la muerte, por no haber tenido en cuenta un detalle: David no quería venganza.

Comenzó a contarles a los asesinos sobre “uno que creyendo que me daba buenas noticias vino a contarme que Saúl había muerto; la noticia le valió que yo lo apresara y lo matara en Siclag”.

Pegó un alarido: “¡Con mayor razón haré eso mismo con ustedes, malvados que han asesinado a un hombre inocente mientras éste se hallaba acostado y en su propia casa!¡Voy a hacerles pagar su muerte! ¡Voy a borrarlos de este mundo!”.

La sentencia fue ejecutada en el acto, por sus oficiales. “Éstos los mataron, les cortaron las manos y los pies y los colgaron junto al depósito de agua de Hebrón. Después, tomaron la cabeza de Is-Boset y la enterraron en Hebrón, en el mismo sepulcro de Abner”.

Muerto Is-Boset, ya nada impedía que David fuese coronado también rey de Israel. Incluso los propios israelíes fueron a Hebrón a ofrecerle el cetro real.

Consecuentemente, lo consagraron soberano de Israel y de Judá. Tenía solo treinta años. En su camino hacia el poder, la sangre de miles de personas había teñido de rojo el suelo israelita.

Pero no había sido en vano. Jehová veía cumplido el juramento que le hiciera a Saúl, de echarlo para poner en su lugar “a un compatriota tuyo, que es mucho mejor que tú”.

 

Consolida su reinado

 

Los filisteos, establecidos entre Siria, el Mediterráneo y la región de Jopé, se mostraron inquietos y preocupados por los cambios políticos operados en el vecino país.

Entendían que David, sentado en el trono unificado de Israel y de Judá, era un peligro para su seguridad. Así que resolvieron acabar con él y su naciente gobierno. “Se lanzaron todos en busca suya”, ocupando el valle de Refain.

Como ya lo hiciera tantas otras veces, el ahora rey de Judá y de Israel consultó a su consejero, Jehová: “¿Puedo atacar a los filisteos? ¿Me darás la victoria sobre ellos?”. El Señor le respondió: “Si, atácalos, porque te daré la victoria sobre ellos”.

David los venció en una zona denominada Baal-perazin. “Como un torrente de agua, Jehová me ha abierto paso entre mis enemigos”, cantó, victorioso, tras la batalla.

Los filisteos se reagruparon en el valle Refain para una contraofensiva. Jehová aconsejó a su protegido que ahora no fuera tan de frente como la primera vez.

“No los ataques de frente, sino rodéalos y atácalos por la retaguardia cuando llegues a los árboles de bálsamo”, le dijo. Siguió indicándole: “Cuando escuches ruidos de pasos por encima de las copas de los árboles, lánzate al ataque, porque eso significa que yo voy delante de ti para herir de muerte al ejército filisteo”.

David siguió fielmente las instrucciones divinas, y ésta vez la derrota filistea fu aplastante y definitiva.

El siguiente objetivo fue sitiar Jerusalén, que estaba en manos de los jebuceos.

Algunos de los sitiados tuvieron la desafortunada idea de burlarse del rey atacante. “Tú no podrás entrar aquí, pues se bastan los ciegos y los cojos para no dejarte entrar”, le gritaron desde lo alto de la muralla. David no pasó por alto el insulto.

Cuando completó la conquista de la ciudad, ordenó que se exterminara sin piedad “a los ciegos y a los cojos, a los cuales aborrezco con toda mi alma”.

Jerusalén fue rebautizada “Ciudad de David”, y más adelante levantaría nuevas murallas a su alrededor. Seguidamente, “derrotó a los moabitas”, descendientes de uno de los hijos que siglos atrás Lot había tenido con una de sus hijas.

En Jerusalén, David ordenó que acostaran en el suelo a todos los prisioneros y que los midieran con un cordel. “Los que quedaban dentro de cada dos medidas de cordel eran condenados a muerte, y los que quedaban dentro de una medida eran dejados con vida”.

Después atacó la ciudad de Soba, donde cayeron prisioneros “mil setecientos soldados de caballería y veinte mil de infantería; y además les rompió las patas a todos los caballos de los carros de combate, con la excepción de los caballos necesarios para cien carros”.

Hasta los asirios cayeron bajo su implacable espada. “Movilizó a todo Israel y atravesó el río Jordán” para atacar a sus vecinos, con éste resultado: “Huyeron de los israelitas, pues las bajas que les causó David fueron de cuarenta mil soldados de caballería y setecientos de los carros de combate; además David hirió de muerte a Sobac, el jefe del ejército sirio, el cual murió allí”.

Los demás reyes de la región concluyeron que no era posible frenar al imbatible israelí; que lo mejor era someterse a él. “El poder de David iba aumentando, y Jehová, el Dios Todopoderoso, estaba con él”, haciéndole triunfar “donde quiera que iba”.

 

Jehová ya piensa en Salomón

 

Jehová amaba, evidentemente, a este siervo suyo, tanto que hasta pasó por alto un grave incidente entre los dos.

Fue durante el traslado del Cofre del Señor, que estaba guardado desde hacía unos treinta años en la casa de un tal Abinadab, en las alturas de una colina.

David subió hasta allí seguido por treinta mil guerreros para transportar el sagrado elemento a Jerusalén. Lo acomodaron en una carreta hecha especialmente para la ocasión, conducida por Uza y Ahío, hijos de Abinadab.

“Mientras tanto, David y todos los israelitas iban delante de Dios cantando y danzando con todas sus fuerzas al son de la música de arpas, salterios, panderios, castañuelas y platillos”.

De pronto, los bueyes tropezaron con algo, la carreta se inclinó hacia un costado, y Uza pegó un salto para evitar que la preciosa carga terminara en el suelo.

Jehová “se enfureció con Uza por aquel atrevimiento, y le quitó la vida allí mismo, cayendo Uza muerto junto al Cofre de Dios”.

David calificó de injusta la muerte de ese hombre, que sólo había querido proteger el cofre, y se enojó con Jehová.

“David se disgustó mucho porque Jehová le quitó la vida a Uza”, y decidió dejar sin efecto el traslado de la reliquia por entender que era un peligro para la seguridad de todos.

“Ya no quiso llevarse el Cofre del Señor a la Ciudad de David”, y ordenó que lo dejaran en la casa de un tal Obed-edom, en Gat.

Recién tres meses después reanudó el accidentado viaje. “Cuando los que llevaban el Cofre del Señor habían dado ya seis pasos”, por las dudas y para evitar nuevos problemas sacrificó un toro y uno de los carneros más gordos que tenía.

“Entre gritos de alegría y toque de trompetas” el objeto finalmente llegó a Jerusalén.

David consideraba que era una blasfemia que estando él cómodamente instalado en un palacio de cedro el cofre del Señor estuviera “bajo simples cortinas”.

De modo que comenzó a pensar en un gran templo que lo cobijara para siempre.

Pero Jehová envió al profeta Natán para decirle que no se hiciera ilusiones, porque que no era ni el indicado ni el elegido para construir el templo de Jerusalén.

“Te he acompañado por donde quiera que has ido, he acabado con todos los enemigos que se te enfrentaron y te he dado gran fama, como la que tienen los hombres importantes de este mundo”, le recordó.

No obstante, le anticipó: “Cuando tu vida llegue a su fin y mueras, yo estableceré a uno de tus descendientes y lo confirmaré en el reino”. Dicho descendiente, siguió diciéndole, “me construirá un templo, y yo afirmaré su reino para siempre”.

En la mente de Jehová ya estaba el rey Salomón.

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