Serie: La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

David se vuelve genocida y traiciona a su propia patria

Por Vidal Mario (Escritor, periodista e historiador)

 Por Vidal Mario

(Escritor, periodista e historiador)

                                 

Con su autoexilio, por los motivos señalados en la nota del domingo pasado, el supuesto antepasado de Jesús abrió una de las páginas más impresentables de su agitada vida.

Jesús no era descendiente de David, como les gusta cantar a las Escrituras. David era israelí. Jesús era galileo, de Galilea, un país ubicado al norte de Israel.

De haber sido descendiente de David, un hombre como Jesús se hubiera avergonzado, y mucho, de ello.

Porque, durante su autoexilio y a lo largo de un año y cuatro meses, David llevó una vida de genocida, desparramando terror, muerte y saqueos a su paso.

“Salía con sus hombres a saquear a los de Geser y Amalec, que habitaban aquella región, desde Telaim hasta Egipto, Atacaba a aquella región y no dejaba vivo hombre ni mujer. Además, se llevaba las ovejas, las vacas, los asnos, los camellos y hasta la ropa”.

La razón por la que no dejaba sobrevivientes era muy simple: nadie debía quedar vivo para contar que él era el ejecutor de tales atrocidades. “No dejaba hombre ni mujer con vida, para evitar que fueran a Gat y dieran aviso de lo que él hacía. Todo el tiempo que vivió en tierra filistea lo hizo así”.

Hasta llegó al colmo de vender sus servicios al rey enemigo Aquis. Es decir, apuntó su espada contra su propia patria.

El rey de Gat lo designó “jefe permanente de mi guardia personal”, y David, agradecido, le aseguró: “Ahora va a saber Su Majestad lo que éste siervo suyo es capaz de hacer”.

Sólo la oposición de los generales impidió que llegara a levantar armas contra sus compatriotas.

Cuando los filisteos ya avanzaban sobre Jezrael, los comandantes presionaron sobre Aquis para que lo alejara. Aquel canto “mil hombres mató Saúl; y diez mil mató David” seguía operando como un boomerang en contra suya.

“La mejor manera que él tendría de quedar bien con su señor Saúl sería presentándole nuestras cabezas”, argumentaron los generales.

Aquis no tuvo más remedio que decirle a David que pese a que le parecía “tan bueno como un ángel de Dios” debía irse, “porque no le caes bien a los jefes filisteos”.

 

Terror en Siclag

 

Tres días después llegó a Siclag, su improvisado hogar, donde se encontró con una amarga sorpresa.

“Los amalecitas habían invadido el Néguev y atacado a Siclag, destruyéndola e incendiándola”. Los invasores “también se habían llevado prisioneras a las mujeres y a todos los niños y adultos que estaban allí, aunque no habían matado a nadie”.

Era un catastrófico golpe para David y su gente, porque sus familias estaban desaparecidas. “Cuando David y sus hombres llegaron a la ciudad y vieron que estaba quemada y que se habían llevado prisioneras a sus mujeres, hijos e hijas, se pusieron a llorar a voz en cuello hasta quedarse sin fuerzas”.

Las dos mujeres de David, Ahinoam y Abigail (su primera esposa, Mical, hija de Saúl, había sido entregada por su padre a otro hombre por haber ayudado en cierta oportunidad a escapar a su marido) figuraban entre las desaparecidas.

Los hombres, descontrolados, querían matar a pedradas a su jefe porque con su idea de unirse a las tropas filisteas había dejado sin protección a su propia gente, con el resultado que estaba a la vista.

David una vez más “puso su confianza en Jehová”, a quien preguntó: “¿Debo perseguir a esa banda de ladrones? ¿Podré alcanzarla?”. La respuesta fue inmediata. “Persíguela, pues la alcanzarás y rescatarás a los prisioneros”.

Salieron entonces, en alocado galope, tras los asaltantes. Un egipcio, enfermo y abandonado por estos, ayudó a ubicarlos. A cambio de su vida, “los llevó hasta donde estaban los ladrones, los cuales se habían desparramado por todo el campo y estaban comiendo, bebiendo y haciendo fiesta por todo lo que habían robado en territorio filisteo y en territorio de Judá”.

Así los sorprendió la tropa israelí de rescate. “Los atacaron desde la mañana hasta la tarde, destruyéndolos por completo”.

David “rescató todo lo que los amalecitas habían robado, y rescató también a sus dos mujeres”.

 

Una voz de ultratumba

 

Mientras tanto, en otro lugar, una nueva batalla entre filisteos e israelíes estaba a punto de estallar.

La enorme superioridad enemiga llenó de terror a Saúl. Samuel ya había muerto, y Jehová hacía tiempo que se había desentendido de él para dedicarse a su nuevo preferido, David.

Desesperado y presintiendo que su suerte estaba echada, se le antojó que el profeta Samuel, desde el más allá, podía ayudarlo. “Busquen alguna mujer que invoque a los muertos, para que yo vaya a hacerle una consulta”, ordenó.

No fue fácil cumplimentar su deseo porque tiempo atrás él mismo había expulsado del país a todos los hechiceros y adivinos. Pero alguien le pasó el dato de que en Endor quedaba una espiritista. Hacia allá fue Saúl, disfrazado, para hablar con el espíritu de Samuel.

“¿A quién quieres que haga venir?”, preguntó la pitonisa. “Llámame a Samuel”, exigió Saúl. Momentos después, el espíritu solicitado aparecía en forma de anciano vestido con una capa. “¿Para qué me has molestado, haciéndome venir?”, protestó. 

Saúl, psíquicamente destruido, le confesó que estaba “muy angustiado, pues me están atacando los filisteos y Dios me ha abandonado. No me responde ya ni por medio de los profetas ni por los sueños. Por eso te he llamado, para que me indiques lo que debo hacer”.

La respuesta que recibió del difunto profeta era lo último que desearía escuchar: “Jehová te va a entregar a ti y a los israelitas en poder de los filisteos”.

El derrumbe definitivo de Saúl se produjo cuando escuchó el siguiente, escalofriante, vaticinio, que le decía: “Mañana, tú y tus hijos estarán conmigo”.

El espíritu del profeta se esfumó y el desequilibrado Saúl “cayó al suelo cuán largo era. Estaba tan asustado por las palabras de Samuel, que se desmayó”.

Al día siguiente, efectivamente, Saúl contempló por última vez la luz del sol.

El combate fue una terrible masacre de israelitas. Luego de exterminar a los soldados, “los filisteos se fueron en persecución de Saúl y de sus hijos y mataron a Jonatán, a Abinadab y a Malquisua. Luego concentraron todo su ataque sobre Saúl”.

En un postrer acto de dignidad, el rey pidió a su ayudante de campo que lo matara. “Saca tu espada y atraviésame con ella, para que no vengan estos paganos y sean ellos quienes me maten y se diviertan conmigo”, le ordenó Saúl.

El sirviente, paralizado de espanto, no se atrevía a mover un dedo. El propio rey, entonces, “tomó su espada y se dejó caer sobre ella. Y cuando el ayudante vio que Saúl había muerto, también él se dejó caer sobre su propia espada y murió con él. Así murieron aquel día Saúl, sus tres hijos, su ayudante y todos sus hombres”.

Al día siguiente, cuando los filisteos se dedicaban a saquear los cadáveres, tropezaron con los restos de Saúl y de sus hijos, que estaban tirados en el monte Gilboa.

“Entonces le cortaron la cabeza y le quitaron las armas y enviaron mensajeros por todo el territorio filisteo para que dieran la noticia al pueblo en el templo de sus dioses”.

Finalmente, “pusieron las armas de Saúl en el templo de Astarté y colgaron su cuerpo en la muralla de Betsan”.

Así, sin pena y sin gloria, terminaron los días del hombre elegido por Jehová para ser el primer rey de Israel.

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