La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis
Elías degüella a 800 profetas de Baal, el archienemigo de Jehová
Por Vidal Mario (Escritor, periodista e historiador)Por Vidal Mario
(Periodista, escritor e historiador)
Llegamos a los tiempos en que aparece Elías, dotado de los mismos poderes sobrenaturales que, dicen, en el futuro tendría Jesús. Incluso figura en el santoral católico.
Cierta vez, Jehová tuvo que esconder a éste, su nuevo profeta estrella, porque el rey Acab quería matarlo.
Lo mandó al oriente del Jordán, a un lugar ubicado junto al arroyo Querit. Era un lugar desolado y montañoso, pero no tenía que preocuparse ni por comida ni por bebida.
“Allí podrás beber agua del arroyo, y he ordenado a los cuervos que te lleven comida”, le garantizó el Señor.
“Los cuervos le llevaban pan y carne por la mañana y por la tarde”. Pero llegó un momento que la brutal sequía también secó ese arroyo.
Jehová lo mandó entonces a Sarepta, una pequeña ciudad fenicia ubicada entre Sidón y Tiro. “Ya le he ordenado a una viuda que te dé de comer”, le dijo.
A la entrada de dicha población, el profeta encontró a la mujer, buscando leña. No le quedaba más que un puñado de harina en una tinaja, y algo de aceite en una jarra.
La leña era para cocinar la que según ella sería la última comida, para ella y para su hijo. “Comeremos y después nos moriremos de hambre”, le dijo a Elías.
El profeta desplegó allí el primero de sus supuestos milagros: una sorprendente multiplicación de comida, que siglos después también supuestamente repetiría Jesús.
Según las crónicas, “ella, su hijo y Elías tuvieron comida para muchos días. No se acabó la harina de la tinaja ni el aceite de la jarra”.
Elías se instaló en uno de los cuartos de la casa, y allí vivía. Y no mucho tiempo después realizó otro milagro: la resurrección del hijo de la viuda. “El niño cayó enfermo y su enfermedad fue gravísima, tanto que hasta dejó de respirar”.
El profeta subió a su dormitorio llevando en brazos el cuerpo inerte del pequeño, y lo acostó en la cama. “Se tendió tres veces sobre el niño, y clamó al Señor en voz alta: “Señor y Dios mío, ¡te ruego que devuelvas la vida a éste niño!”.
Y Jehová atendió los ruegos de su servidor. “Hizo revivir al niño; inmediatamente Elías lo tomó, lo bajó de su cuarto, y lo entregó a su madre”.
El degüello de los profetas
Pero después Elías también tuvo que huir de Sarepta para escapar de una masacre de “profetas del Señor” que había sido ordenada por Jezabel, esposa de Acab.
Tres años después de dicha masacre y de dicha huida, la sequía y el hambre seguían consumiendo a Israel.
Un día, el Señor envió a Elías ante Acab, quien hacía tiempo que lo andaba buscando desesperadamente a él.
Jehová decidió que ya era hora de cobrarse las muertes de sus profetas en la referida masacre y, de paso, demostrar quien era quien en el firmamento de los dioses.
“Manda ahora gente que reúna a todos los israelitas en el monte Carmelo, con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y los cuatrocientos profetas de Asera, a quienes Jezabel mantiene”, exigió enérgicamente Elías al rey Acab.
Le advirtió que, si no concentraba en ese lugar a los profetas paganos, nunca más caería una gota de agua en Israel. El rey accedió, y una multitud acudió al monte Carmelo.
Elías les dijo a todos que lucharía él solo contra los cuatrocientos profetas de Baal:
“Que se nos den dos becerros, y que ellos escojan uno y lo descuarticen y lo pongan sobre la leña, pero que no le prendan fuego. Yo, por mi parte, prepararé el otro becerro y lo pondré sobre la leña, pero tampoco le prenderé fuego. Luego, ustedes invocarán a sus dioses y yo invocaré a Jehová, y el dios que responda enviando fuego, ¡ése es el Dios verdadero!”, les dijo.
El primer turno correspondió a los profetas de Baal, el gran archienemigo de Jehová.
Con el animal descuartizado sobre el altar, todos los profetas enemigos gritaban: “¡Contéstanos Baal!”, y daban pequeños brincos alrededor del altar que habían construido, pero ninguna voz les respondía”.
Para colmo, debían soportar además las burlas de Elías. “Griten más fuerte, porque es un dios – les dijo -. A lo mejor está ocupado, o está haciendo sus necesidades, o ha salido de viaje. Tal vez esté dormido, y haya que despertarlo”.
Los otros “seguían gritando y cortándose con cuchillos y lancetas, como tenían por costumbre, hasta quedar bañados en sangre. Pero pasó el mediodía, y aunque ellos continuaron gritando y saltando como locos hasta la hora de ofrecer el sacrificio, no hubo respuesta. Nadie contestó ni escuchó”.
Elías, entró en acción tomando doce piedras que representaban a las doce tribus de Israel y levantando otro altar.
Cavó una profunda zanja alrededor, y la llenó de agua. Vació varios cántaros de agua sobre el becerro descuartizado, sobre las leñas, y todo quedó hecho un inmenso lodazal.
Terminados los preparativos, invocó a viva voz a Jehová: “¡Respóndeme Señor, respóndeme, para que ésta gente sepa que tú eres Dios, y que los invitas a volverse de nuevo a ti!”.
Apenas terminó de decir estas palabras, “el fuego del Señor cayó y quemó el holocausto, la leña y hasta las piedras y el polvo, y consumió el agua que había en la zanja”.
El público, preso del pánico, se inclinó para reconocer unánimemente y a los gritos: “¡Jehová es Dios, Jehová es Dios!”.
Elías aprovechó ese momento de gloria y de agitación para ordenar a los aterrorizados espectadores: “¡Atrapen a los profetas de Baal! ¡Que no escape ninguno!”.
El siervo del Señor trasladó a los centenares de prisioneros hasta el arroyo Cisón, “y allí los degolló”.
Satisfecho con la matanza de sacerdotes opositores, Jehová descargó un fuerte aguacero sobre Israel.
El rey Acab regresó a su palacio y le informó a Jezabel que sus cuatrocientos protegidos ya no existían. Que todos ellos habían sido degollados por Elías.
La reina, jurando venganza, mandó un mensajero a decirle al profeta degollador: “¡Si tú eres Elías, yo soy Jezabel, y que los dioses me castiguen duramente si mañana a esta hora no he hecho contigo lo mismo que tú hiciste con esos profetas!”.
Elías huyó a Beerseba, en territorio de Judá. Allí tampoco se sentía seguro, y buscó refugio en la inmensidad del desierto, por vagó un día entero, sin rumbo fijo.
Harto de todo y de todos, le pidió a Jehová que lo matara. Pero el Señor le envió con un ángel una torta y una jarra de agua que le dieron fuerzas para caminar otros “cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar a Horeb, el monte de Dios”.
Entró a una cueva, pero Jehová le ordenó que saliera a la intemperie y se mantuviera de pie, en lo alto de la montaña. Le dijo que quería mostrarle algo de su poder.
“Pasó el Señor y un viento fuerte y poderoso desgajó la montaña y partió las rocas”.
Tras el viento sobrevino un terremoto, un inmenso fuego y, por último, un sonido musical “suave y delicado”.