La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

Un duro discurso separa de nuevo a Israel y Judá

Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)

  Por Vidal Mario

(Escritor, historiador y periodista)

 

Muerto Salomón, le sucedió en el trono su hijo Roboam, quien inició su reinado con éste agresivo discurso:

“Si mi padre fue duro, yo lo soy mucho más, si él les impuso un yugo pesado, yo lo haré más pesado todavía, y si él los azotaba con correas, yo los azotaré con látigos de puntas de hierro”.

Esto que dijo era lo que Jehová, quien había dispuesto el rompimiento de la nación israelí, quería que dijera.

“El Señor había dispuesto que sucediera así, para que se cumpliera lo que había prometido a Jeroboam”.

¿Y quién era el tal Jeroboam? Era un ex funcionario de Salomón, notable por su capacidad de trabajo, que estaba exiliado en Egipto.

Había huido a ese país cuando Salomón quiso matarlo cuando se enteró que Jehová lo había elegido próximo rey, en lugar suyo.

Ahora con Salomón muerto, estaba de regreso, y listo para hacerse cargo del gobierno.

Aquel tremendo discurso de Roboam produjo el efecto esperado por el Señor.

Los israelitas le dieron la espalda, y coronaron al recién regresado. Diez tribus se alinearon detrás de Jeroboam. Únicamente Judá se mantuvo fiel a Roboam.

Israel y Judá de nuevo estaban divididos. Ochenta años atrás, David los había unificado al precio de terribles derramamientos de sangre. Un estúpido discurso fue suficiente para volver a dividirlas.

 

Jehová suma otro fracaso

 

Jehová observó, desilusionado, que seguía sin acertar con los hombres que elegía, porque Jeroboam resultó ser otro fracaso.

En cuanto se sentó en el trono, lo traicionó implantando la idolatría a lo largo y ancho del reorganizado reino de Israel.

Así que Jehová procedió como habitualmente lo hacía en estos casos: mandó un profeta a maldecirlo.

Su mensajero sorprendió al rey Jeroboam quemando incienso sobre un altar.

El profeta, “por orden del Señor habló con fuerte voz contra el altar, diciendo: “Altar, altar: el Señor ha dicho: “De la dinastía de David nacerá un niño que se llamará Josías y que sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los santuarios paganos que sobre ti queman inciensos; y sobre ti quemarán huesos humanos”.

El referido mensajero cumplió eficazmente su misión, pero igual Jehová lo mató porque cuando caminaba de regreso a Judá se quedó a comer en la casa de un anciano.

Al principio, el profeta rechazó la invitación a comer que le formuló dicho anciano.

“No puedo acompañarte ni entrar a tu casa ni comer pan ni beber agua contigo en este lugar, porque el Señor me ha ordenado claramente: “No comas pan ni bebas agua aquí, ni regreses por el mismo camino por el que te fuiste”.

El otro, un viejo mentiroso, le contestó: “Yo también soy profeta, lo mismo que tú, y un ángel de parte del Señor me ha ordenado que te lleve a mi casa y te dé de comer y de beber”.

Tal afirmación bastó para que el profeta aceptara el convite. Pero en cuanto comenzó a comer, el dueño de casa le anunció que Jehová lo había condenado a muerte.

“El Señor ha dicho que por haber tú desobedecido las órdenes que te dio, pues te volviste para comer y beber donde el Señor te ordenó que no lo hicieras, no reposará tu cuerpo en el sepulcro de tus antepasados”, le disparó a boca de jarro.

Efectivamente, en cuanto el infortunado profeta reanudó su camino “le salió al encuentro un león y lo mató, y su cuerpo quedó tirado en el camino”.

Pero la fiera no lo devoró, se hizo amigo del burro de la víctima, y juntos cuidaban del cadáver.

Cuando informaron de ello al otro anciano, éste contó a quienes le trajeron la noticia que la víctima era un profeta que había desobedecido “la orden del Señor”.

Explicó que “el Señor lo ha entregado a un león, que lo ha despedazado y matado, conforme a lo que el Señor le dijo”.

Sus hijos ensillaron un burro, y el viejo fue a buscar los restos del desgraciado siervo de Jehová.

Espantó al león y al asno, que seguían montando guardia junto al muerto, trajo el cadáver a su casa, y lo enterró en su sepulcro personal.

Mientras tanto, no muy lejos de allí, Jeroboam “no abandonaba su mala conducta”.

Jehová, desilusionado por su nuevo fracaso, dispuso que tanto éste monarca como todos sus descendientes, comenzando por su pequeño hijo Abías, “fueran exterminados por completo”.

El niño enfermó gravemente, y Jeroboam le dijo a su mujer que, disfrazada, fuera a pedir auxilio a Ahías, el profeta que años atrás había predicho que él sería rey.

Ya viejo y casi ciego, aún vivía en Silo. “Jehová le hizo saber que la mujer de Jeroboam iría a consultarle acerca de su hijo, que estaba enfermo, y también le hizo saber lo que debía responderle, advirtiéndole que llegaría disfrazada”.

Apenas apareció la reina, el profeta la identificó a pesar de su disfraz, y le transmitió el siguiente mensaje de Jehová:

“Voy a traer el mal sobre tu descendencia: haré que mueran todos tus descendientes varones en Israel; ninguno quedará con vida. Barreré por completo tu descendencia, como si barriera estiércol. A tus parientes que mueran en la ciudad se los comerán los perros; y a los que mueran en el campo se los comerán las aves de rapiña, por que yo, Jehová, así lo he dispuesto”.

Luego, ordenó a la mujer: “Levántate y vete a tu casa. Tan pronto pongas un pie en la ciudad, el niño morirá”.

Aunque no todo fue tan negativo para la mujer. Jehová le prometió, como si eso le sirviera de algún consuelo a la misma, que “todo Israel hará lamentación por el niño muerto y lo enterrarán, pues él será el único descendiente de Jeroboam que tendrá sepultura”.

La reina regresó a la ciudad “y, en cuanto cruzó el umbral de la casa, el niño murió”.

Tiempo después, también murió Jeroboam y subió al trono su hijo Nadab, cuyo mandato duró menos de dos años.

“Baasa, hijo de Ahías, que pertenecía a la tribu de Isacar, formó complot contra él y lo mató en Gibetón, ciudad filistea que Nadab estaba sitiando con todo el ejército israelita”.

Seguidamente, Baasa “mató a toda la familia de Jeroboam. No dejó vivo a nadie, conforme a lo que el Señor había anunciado por medio de Ahías, en Silo”.

Pero a criterio de Jehová, Baasa era todavía más despreciable que Jeroboam. Así que envió a otro de sus profetas, Jehú, para darle esta horrible noticia:

“Voy a acabar también contigo y con tu familia; voy a hacer con ella lo mismo que hice con Jeroboam. Cualquier pariente tuyo que muera en la ciudad será devorado por los perros; y al que muera en el campo, se lo comerán las aves de rapiña”.

Poco después, murió también Baasa y lo reemplazó su hijo, Ela. Un día en que éste nuevo rey estaba en casa de su mayordomo, completamente borracho y sin posibilidad de defenderse, “llegó Zimri y lo mató, para reinar en su lugar”.

Zimri, comandante de los carros de combate, “mató a toda la familia de Baasa, sin dejar vivo a ningún varón, pariente o amigo que pudiera vengarlo”.

En pocos días y uno por uno, “aniquiló a toda la familia de Baasa, conforme a la sentencia que el Señor había pronunciado contra Baasa por medio del profeta Jehú".

El reinado de Zimri duró apenas una semana, tiempo suficiente para matar a toda esa gente.

El ejército se rebeló contra él, y se atrincheró en su palacio. Cercado, optó por una muerte digna. “Prendió fuego al palacio, estando él adentro, y así murió”.

 

Un olvido colectivo

 

Definitivamente, Jehová seguía sin suerte porque nadie se acordaba de él a la hora del culto. Todos seguían corriendo tras dioses como Baal, Asera, Astarté o Quemós. A la hora de la devoción, Jehová no figuraba en los planes de nadie.

Todo lo relatado arriba, sucedía en Israel. ¿Y qué pasaba, mientras tanto, en Judá? Aquí, la situación era igual.

En Judá tampoco se acordaban de Jehová. Los judíos, en materia de fidelidad, eran peores que sus vecinos israelitas.

“Construyeron santuarios paganos y levantaron piedras y troncos sagrados en toda colina alta y debajo de todo árbol frondoso, los hombres practicaban la prostitución como un culto y se cometían todas las infamias practicadas por las naciones paganas que el Señor había arrojado de la presencia de los israelitas”.

Jehová decidió recuperar la atención de israelíes y judíos mandándoles una brutal sequía que duró tres años.

Al mismo tiempo, envió como exterminador de sacerdotes paganos a un tal Elías, a quien dotó de poderes sobrenaturales.

Comentarios