La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis

Jehová, enfurecido, anuncia la destrucción de Judá y de Israel

 Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)

 Por Vidal Mario
(Escritor, historiador y periodista)

              

                        

“¡Hay, gente pecadora, pueblo cargado de maldad, descendencia de malhechores, hijos pervertidos! ¡Se han alejado del Señor, se han apartado del Dios Santo de Israel, lo han abandonado!”, protestó uno de los profetas más talentosos de Jehová: Isaías.

Con esa frase, dicho profeta explicó los motivos por los cuales el Señor había decidido pulverizar tanto a Israel como a Judá, empezando por el primero.

Tan furioso estaba Jehová, que le dijo a Jeremías, otro profeta suyo que operaba en Judá:

“No me ruegues por el bienestar de este pueblo. Por mucho que ayune, no escucharé sus súplicas, por muchos holocaustos y ofrendas de cereales que me traiga, no lo miraré con agrado. Voy a destruirlo con guerra, hambre y peste”.

Más aún, aconsejó a éste profeta suyo que no se casara ni tuviera hijos en Judá.

“Porque yo –le dijo seguidamente a Jeremías- te voy a decir lo que va a suceder a los hijos que nazcan en este país, y a los padres que los tengan. Morirán de enfermedades terribles y nadie llorará por ellos ni los enterrará: quedarán tendidos en el suelo como estiércol. La guerra y el hambre acabarán con ellos, y sus cadáveres serán devorados por las aves de rapiña y las fieras”.

 

Comienza la cuenta regresiva

 

La cuenta regresiva hacia la destrucción de Judá también ya estaba en marcha, y Jehová ya no la detendría.

“Aunque Moisés y Samuel se presentaran aquí, delante de mí –reiteró-, yo no tendría compasión de este pueblo. Diles que salgan de mi presencia, que se vayan. Y si te preguntan a donde han de ir, diles esto de mi parte: los destinados a morir de peste, a morir en la peste; los destinados a morir en la guerra, a morir en la guerra; los destinados a morir de hambre, a morir de hambre; los destinados al destierro, al destierro. Yo, Jehová, afirmo: Voy a enviarles cuatro diferentes castigos: los matarán en la guerra, los arrastrarán los perros, se los comerán las aves de rapiña y los devorarán las fieras. Haré que todas las naciones de la tierra sientan horror y espanto de lo que voy a hacer con ellos”.

Un día, cumpliendo precisas instrucciones del Señor, Jeremías rompió un cántaro en presencia de los ancianos y sacerdotes de Judá, en plena reunión de éstos.

Acto seguido, repitió la misma sentencia mortal que le había dictado Jehová:

“Haré pedazos este pueblo y esta ciudad como quien hace pedazos un cántaro de barro, que ya no se puede reparar. La gente tendrá que enterrar a los muertos en Tofet, por no haber más lugar donde enterrarlos. Haré que sus enemigos mortales los derroten y los maten, y que sus cadáveres sirvan de comida a las aves de rapiña y a las fieras. Haré que la gente se coma a sus propios hijos e hijas, y que se coman unos a otros a causa de la situación desesperada a que los someterán sus enemigos mortales, durante el sitio de la ciudad”.

Jeremías, en realidad, estaba cansado de ser portador de avisos siempre fúnebres. “Siempre que hablo, es para anunciar violencia y destrucción”, se quejó.

Al profeta, miembro de una prestigiosa familia de sacerdotes radicada en Anatot, la vida se le hacía realmente muy difícil a causa de ese oficio suyo de anunciar solamente violencia y destrucción.

Padeció cárcel, y hasta lo tiraron al fondo de un profundo pozo. Pero ni sus quejas ni sus penurias lo eximieron de tener que seguir transmitiendo mensajes cada vez más horribles. “Irás donde yo te mande, y dirás lo que yo te ordene”, le recriminó enérgicamente Jehová, molesto por sus protestas.

En determinado momento, Sedequías, rey de Judá, envió dos emisarios a preguntarle a Jeremías qué resultado tendría un ataque que había anunciado el babilonio Nabucodonosor.

La cruel respuesta que Jehová puso en boca de su sufrido profeta fue la siguiente:

“Yo mismo pelearé contra ustedes con gran despliegue de poder y ardiente ira y gran furor. Mataré a todos los habitantes de esta ciudad, hombres y animales morirán de una peste terrible. Después entregaré a Sedequías, rey de Judá, en manos de Nabucodonosor y de sus otros enemigos mortales, junto con sus oficiales y tropas y la gente que haya quedado con vida en la ciudad y después de la peste, la guerra y el hambre. Yo haré que los maten a filo de espada, sin piedad ni compasión”.

Cuando Judá quedó hecho polvo, los judíos sobrevivientes secuestraron a Jeremías y lo llevaron a Egipto.

Ese pobre hombre no podía eludir su destino. Al igual que otros protagonistas de la bíblica historia judía, había sido elegido para este trabajo cuando aún no había nacido.

“Antes de darte la vida, ya te había yo escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te había destinado a ser profeta de las naciones” le reveló Jehová cuando, aún adolescente, lo convirtió en otro de sus anunciadores oficiales de desastres.

 

Las torturas de Ezequiel

 

Otro atormentado portador de malas noticias fue el sacerdote Ezequiel. Ya antes de la destrucción de Jerusalén, capital de Judá, él estaba confinado en un campo de concentración de judíos, en Babilonia.

Fue en ese país, a orillas del río Quebar, donde oyó por primera vez la voz de Jehová. “Tu, hombre, ponte de pie, que te voy a hablar”, le ordenó, imperativamente.

Desde ese malhadado día, además del drama ya de por sí tremendo de ser prisionero en un campo de concentración, Jehová le añadió más terribles tormentos.

Un día, apareció ante él una mano que aferraba un papel enrollado que se iba abriendo lentamente. “Estaba escrito por ambos lados: eran lamentos, ayes de dolor y amenazas”.

Jehová obligó a Ezequiel a leer y luego tragar ese papel con todo su contenido de lamentos, ayes de dolor y amenazas.

“Tú, hombre, cómete este escrito y luego ve a hablar a la nación de Israel. Abrí la boca y él me hizo comer el escrito. Luego me dijo: “Trágate ahora éste escrito que te doy, y llena con él tu estómago”.

Así lo recordó después Ezequiel, aclarando que el papel “me supo tan dulce como la miel”.

Siete días después de éste desagradable episodio, el Señor volvió a decirle: “Cuando yo te comunique algún mensaje deberás anunciárselo de mi parte”, al pueblo de Israel.

Lo amenazó con matarlo en caso de que se negara a llevar el yugo que le imponía.

Ezequiel no conoció la mazmorra de una cárcel común ni lo tiraron a un pozo, como a su colega Jeremías.

Pero Jehová lo sometió a inenarrables torturas a fin de que sus padecimientos se convirtieran en símbolos del apocalipsis que se avecinaba sobre Israel.

Primero, lo dejó mudo. “Voy a hacer que tu lengua se te quede pegada al paladar y que te quedes mudo. Pero cuando yo quiera decirte algo, te devolveré el habla”, le dijo.

Luego le ordenó dibujar sobre un adobe un croquis de la ciudad de Jerusalén, y lo obligó a permanecer echado como un perro sobre el lado izquierdo del adobe, durante trescientos noventa días. Era “para echarse sobre sí la culpa del pueblo de Israel”.

Cumplido éste tiempo, debió permanecer postrado otros cuarenta días más, ahora en el costado derecho del adobe, “para echar sobre sí la culpa del pueblo de Judá”.

Durante esos cuatrocientos cuarenta días de postración, al infeliz sacerdote Jehová sólo le permitía comer un cuarto de torta de cebada y beber medio litro de agua por día.

Jehová le indicó que su torta debía ser cocinada “en fuego de estiércol humano”, lo cual ya le pareció demasiado asqueroso al profeta, y se animó a protestar.

“Bueno, te permito entonces que uses estiércol de vaca en vez de estiércol humano para cocer tu pan”, accedió el Señor.

Durante años, Ezequiel se mantuvo con apenas un cuarto de torta cocinada con estiércol de vaca por día. Jehová quería que Jerusalén viera en su sufrimiento la hambruna que le esperaba.

 

Jehová mata a la mujer de Ezequiel

 

El infeliz profeta conocería tormentos aún peores, entre ellos la muerte de su mujer.

Jehová, tras anunciarle que mataría a su compañera, le prohibió que expresara tristeza ante su pérdida.

“Voy a quitarte de un solo golpe a la persona que tú más quieres. Pero no te lamentes ni llores; sufre en silencio, y no guardes luto como se hace con los muertos”, le advirtió.

La mujer murió al día siguiente. Su muerte tenía un objetivo simbólico: que los judíos cautivos en Babilonia supieran que “los hijos e hijas que ustedes dejaron en Jerusalén morirán asesinados”, y que no se les permitiría llorar por sus hijos muertos.

“Servirás así de ejemplo al pueblo, y ellos reconocerán que yo soy el Señor”, le dijo Jehová a Ezequiel, quien por alguna razón figura en el santoral católico como San Ezequiel.

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