La sobreviviente que derrumbó la mentira oficial sobre la emblemática masacre

Melitona Enrique, emblema de Napalpí

Este martes, se iniciará el denominado Juicio por la verdad. El Diario publica un texto de Pedro Jorge Solans sobre su entrevista con la anciana Qom fallecida en el 2008.

Este martes 19 de abril comenzará el juicio por la verdad por la Masacre de Napalpí, un debate oral y público que investigará como crímenes de lesa humanidad el fusilamiento de peones rurales y miembros de las comunidades qom y moqoit en 1924 en Chaco.

La fecha coincide con el Día del Aborigen Americano, y fue acordada en febrero en una audiencia preliminar en la que participaron la jueza federal Niremperger, representantes de la Fiscalía Federal de Resistencia y de las querellas de la Secretaría de Derechos Humanos del Chaco y del Instituto del Aborigen Chaqueño (IDACH).

Se prevé un debate histórico en el que se juzgará como crimen de lesa humanidad una matanza de pueblos originarios cometida en 1924 por fuerzas del Estado Nacional. La Secretaría de Derechos Humanos participará en el juicio.

A raíz de ello y por la importancia y trascendencia que tuvo en el libro testimonial Crímenes en Sangre de Pedro Jorge Solans, que sacó a luz el testimonio de la última sobreviviente de Napalpí, El Diario, publica fragmento de esa obra que se publicó por primera vez en el 2007, y tuvo varias ediciones: Ediciones del Boulevard, Córdoba, (2007), Librería de la Paz, Resistencia, Chaco (2009) y (2010 y 2012) Ediciones Sudestada, Buenos Aires.  

Cabe acotar que durante la gestión del gobernador Jorge Milton Capitanich 2007/2011,Chaco pidió perdón por lo ocurrido a Melitona Enrique en la plaza central de Machagai, convirtiéndose la provincia en el primer Estado en pedir perdón por una matanza de aborígenes.  

El rostro de Melitona Enrique que recorrió el mundo a través de la fotografía de Santiago Solans.

 

 

La  sobreviviente y el silencio de Napalpi

¿Acaso la memoria sigue la línea del tiempo?

Silencio.

Melitona Enrique también apeló al silencio para salvarse. Tuvo su prueba de fuego cuando la arrastraron hacia el corazón del monte bajo la balacera policial. Tenía que aguantar el dolor.

Las espinas, los arbustos y no sé cuántas cosas más, marcaron su cuerpo como en una yerra. Nada podía ser más fuerte que su vida.

Sólo gesto. Nada de gritos. Nada de llantos.

Nada.

Su tío le dijo que el silencio era tan importante como esconderse. Si era necesario había que olvidar.

No había que volver. El llamado del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; sino que parecía gemido, gemido ahogado de dolor, dolor de un corazón gigante que soportaba picotazos de cuervos.

De cuervos blancos.

En el Aguará el cielo era tristón, y ahí, sí que no llovía. Apenas si el agua salpicaba.

Ella, una hermosa joven toba, de 23 años, no sabía cómo borrar lo sucedido esa mañana, esa mañana de sábado, sábado neblinoso.

Ese 19 de julio de 1924, sangriento, cuando esos hombres blancos, shegua lapagaic kabemaic,  mataban y mataban desde un aparato que volaba. Aquellos labios de aquellas bocas con aquellas dentaduras.

Aquellos hombres blancos, shegua lapagaic kabemaic, hombres blancos con gafas negras, que miraban y se reían desde arriba.

¡Cómo olvidarlo!

Se reían como diablos, y gritaban como lobos.

Abrían la boca… Abrían la boca.

Se reían y festejaban cuando caían los niños con miradas desgarradoras, tropezando con  mocos y estallando contra el suelo.

Se reían y festejaban cuando caían las mujeres con muecas de dolor, con los pechos repletos de savia, desgarrados, revolcándose en la tierra, escapándose del barro de sangre, sudor y miseria.

Se reían y festejaban cuando caían los ancianos con sus brazos abiertos pidiendo clemencia para su gente.

¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo!

Y después los policías a caballo que disparaban. Era un concierto de desgracias. Y los de a pie que degollaban con tanta furia que los uniformes reventaban.

No parecían seres humanos.

¿O sí?

¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo!

Pero el miedo arrancó el párrafo más triste, insoportablemente triste.

Fue inclinando despacito la cabeza

Silencio con la cabeza baja.

¿Vergüenza?

¿Respeto?

¿Angustia?

 

II

 

Corrían hacia el monte con desesperación. Caían y se arrastraban entre cadáveres de familiares, de amigos, entre los truenos de las armas, entre los gritos, entre los sollozos.

El llamado. La voz. El grito del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; parecía gemido, gemido ahogado, ahogado de dolor.

Ya no había corazón.

Los picotazos de los cuervos blancos deshilachaban las almas, y la sangre, y la tierra, y el agua, y el monte; en fin, los dioses, o la vida.

 En carne viva.

Todas llagas.

Durante el mediodía de ese maldito sábado, el avión, ese cuervo blanco gig

Un viento acarició las heridas en El Aguará.

No había que volver.

Sudor frío.

Aquella mañana, Melitona corría hacia el monte y cayó. Entre todos la arrastraron más de quinientos metros. Estuvo días sin comer. Ella y su madre no probaron bocado. No tenían nada, ni agua.

Al monte, a ese inmenso Pi`oxonaq, sólo le pedían protección para que el dolor nutra la divinidad. Varios días, varias noches, desnutridas, deshidratadas, heridas, arrastrándose hasta que se abrazaron a la tierra con toda la fuerza y ahí se quedaron.

Aplastadas como láminas humanas.

Sus huesos parecían senderos de hormigas y sus cabelleras mimetizadas con el verde golpeado, chamuscado, invadían las gramíneas.

Nadie las veía; aunque las pisaran con esas borracheras malnacidas; aunque los cuervos blancos ingresaran a picotazos al verde boscoso; aunque los machetes brillaran y los balazos zumbaran.

Nadie, nadie las veía.

 El silencio era montés, el olor era montés. Los pumas entendían, las víboras colaboraban y entre imperceptibles movimientos; ellas, madre e hija, unidas por un finísimo hilo de respiración eran espirales de enredaderas sobre hojas,  tallos, troncos, ramas. Eran verdes cuando había que ser verdes. Eran marrones cuando había que ser marrones. Eran gris humo de barro cocido cuando había que esfumarse.

La vida.

¡Cómo cuidar la vida!

La madre no aguantó.

Se desangró.

Melitona se salvó. Siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi.

En Quitilipi fue lechuza, fue carpincho, fue tatú, fue vizcacha, fue liebre.

En el peregrinar perdió los abuelos, los hermanos, los tíos, los primos; mientras le giraba sin cesar por su cabeza los consejos de la sobrevivencia:

-El silencio es la salvación; y el olvido es la eternidad.

En el camino entre Quitilipi y Machagai, entre cosechas mal pagas, entre los días negros en los hornos de carbón, en los cortaderos de ladrillos, entre las espinas y las astillas en el juntado de leñas, en las noches obrajeras, el olvido se le hizo más profundo, tan profundo como el miedo.

Y así, mansamente, emprendió el regreso al paraje.

Las cicatrices hacían de su cuerpo un aliento.

El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas, todo, todo se aceptaba; pero la sangre estaba en El Aguará.

Llegó como un fantasma, como si lo vivido hubiese sido una leyenda.

La angustia se había endurecido en las entrañas de Melitona.

Su piel empezó a oler distinto.

Su color era distinto.

Se había acostumbrado a la ronda de los cuervos blancos.

 La mujer había cambiado, y para siempre.

Sobreviviente.

El Aguará, triste. Y más triste cuando asomaban las nubes y soplaba el viento Norte, y se notaba más, cuando el verde se volvió más verde.

 

III

 

Para visitar a Melitona, la sobreviviente tuvo que estar con la resistencia baja y los dioses distraídos:

Los sueños y las promesas tienen que chocarse y los chispazos de apuros enceguecer de bronca.

Tendría que llover para que la altanería del dokse escurra.

¡Ahora sí!

¡Ahora sí!

Sin apuro, humilde, con los sentidos atentos a señales simples e invalorables.

Llovía.

Y el carro que iba de cuneta en cuneta, -como un tractor-, hacía huellas en el barro que parecía intransitable.

Era un viaje de iniciados.

-Atravesar el cementerio, que el barro te pegara en el pecho, y que Melitona mirara sin mirar, guiando al Norte, orientado hacia el encuentro, no era nada para Rosa Chará.

La hija de otra sobreviviente fallecida en 1996.

-No llevábamos mercadería para la abuela. Se lamentó el marido de la comadrona.

-Alguien nos está espiando, le dije a Rosa.

-No, no. Quédese tranquilo. Es el escalofrío de la lluvia y el barro. Hace nueve meses que no llueve.  Respondió tranquila la guía.

Cuando nos acercábamos al rancho, en pleno Aguará, a pocos metros de donde sucedió la terrible masacre, tuve una sensación tormentosa centrada en la visita de animales que hablaban e invitaban a pescar y a preparar el fuego esclarecedor.

Un carpincho dijo que los muertos que perdieron la vida injustamente no estarán tranquilos y rondarán las tierras de sus antepasados.

El fuego latía apenas en el rancho de los hermanos Irigoyen. Dicen que el fuego está siempre y late tranquilo. El humo no molestaba.

El espanto era llevado en andas por la perrada que peleaba palmo a palmo su existencia entre sarnas, garrapatas, moquillos y un ejército de parásitos.

Los mosquitos y los jejenes protestaban por la cortina de humo entre cenizas que prolongaban el gris de la cabellera de Melitona, que alguna vez, fue azabache.

La anciana toba-qom vivía aún ahí.

Estaba ahí con dos de sus doce hijos, postrada en algo semejante a un catre, donde arañaba un lugar entre los animales y con quien quería compartir sus 107 años.

Esos años que le enseñaron que su historia, la historia de su pueblo, se había reducido a derrota. Derrota con olor a genocidio.

Genocidio con olor a exterminio.

Movía constantemente sus manos como si estuviera hilando algodón.

¡Algodón!

Aquel algodón que tanto apetecían los ingleses para su industria textil de Lancashire.

Aquel algodón que tanto apetecían los norteamericanos para abastecer a los ingleses de la Cotton Supply Association.

Aquel algodón que tanto apetecían, que tanto necesitaban las fabriles ciudades de Manchester. 

Pero ella sólo sabía de administradores, capataces y colonos blancos.

Acariciaba un trapito azul agradeciendo la única suavidad que conocieron sus agrietados dedos.

Se limpiaba con una precisión horaria, a cada rato, sus ojos profundos que se humedecían automáticamente y parecían llorar a cuenta de tanto horror que vio.

Se limpiaba con el mismo trapito azul la boca que se abría buscando oxígeno para dibujar palabras después de tanto silencio.

Napalpí.

Aquella terrible matanza del algodón.

El padecimiento amasó silencio de víctimas, y más silencio de victimarios. Años y años en silencio. Años y años de crónicas distorsionadas. De lechuzas malagüeras, de quitilipis heridos.

Napalpí impunidad, Napalpí miedo, Napalpí resignación.

 La vida siguió dura, durísima, cruel para los aborígenes.

Nunca pareció vida.

Los descendientes de las víctimas dijeron que vivirán un eterno Napalpí.

Un Napalpí actualizado, un Napalpí vigente.

La masacre de todos los días.

Melitona enfermó y no le quedaron fuerzas. Ya no tuvo aquella fuerza que usó aquella mañana cuando los policías del Territorio del Chaco: ametrallaban y ametrallaban, degollaban y degollaban, empalaban cadáveres, extirpaban cuerpos, violaban mujeres y niños, y jugaban con los restos de las ancianas.

Y no pudo escapar a tiempo como escapó con su madre.

 -Los policías andaban a caballo. Pero los que venían a pié ametrallaron primero.Tradujo Sabino.

Siempre tuvo miedo a los uniformados. Ese miedo nunca se le fue.

 

IV

 

De tanto olvido, ahora está olvidada, lejos del pavimento, reducida a un cofre donde hay silencios, o cosas sencillas, o sabiduría que no cotiza en el mercado.

Sigue el hambre, el abandono, pero come, come al compás de un salto por un bizcocho, al compás del salto de un caballo geográfico en un complicado tablero de ajedrez.

Los medicamentos llegan cuando hay gasoil para la camioneta de la posta sanitaria.

-Hoy ya no nos matan a palos y a balazos. Dijo pausadamente.

Se fueron para la casa de don Segundo donde protegían a los refugiados. Allí se enteraron de que desde el aparato que volaba mataron a sus abuelas, y que los policías a caballo asesinaron a los abuelos.

Melitona tenía los crímenes en la sangre cuando se casó con Dalmacio Irigoyen. Sus doce hijos heredaron el miedo y se debilitó la dignidad qom de los caciques Dialrochií y Juanalraí.

Prevaleció la derrota.

La sangre se estiró inevitablemente y como brazos infinitos, de aquí en más, sobrevivirá licuada, mezclada, hasta secarse en más crímenes.

Y se extinguirá una lengua muda.

Hace poco se enteró de que sus hijos y sus hermanos están desparramados por los barrios tobas de Buenos Aires, por el barrio "Los Pumitas" de Rosario, por Santa Fe, por el barrio Qom lec de Formosa, por el Chaco.

Nunca más los vio.

Otro dolor vivo.

Las piernas no le respondían. La sacaron afuera en un lindo día, para que caminase un poco, para que vea con esos ojos llorosos el campo, para que no pierda el suspiro de belleza, ese esfuerzo por soñar, aunque sea por una ayuda.

Melitona no estuvo acostumbrada a usar la memoria. No la usó. La mantuvo quieta, casi agonizante, mucho tiempo. Pero, de a poco, naturalmente, su memoria quiso resucitar. Y en esos espasmos memoriosos, habló, recordó que trabajaban los hombres y las mujeres todo el día.

Había organización.

Las mujeres se ocupaban de los quehaceres en el rancho y en la cosecha. Se escaparon muchos. No supo por qué vinieron a matarlos ese día de crespón negro.  Estaba convencida de no tener culpa.

"Nadie avisó que querían pelear. Estábamos durmiendo porque la noche anterior tuvimos fiesta.

Los administradores y los capataces se habían ido".

Su tío se volvió loco. Pegaba cabezazos a la tierra, a los árboles, y corría de un lado para otro. Enloqueció cuando regresaba al lugar de la matanza y en el camino vio cómo los cuervos destrozaban los cuerpos de su madre y de su hermano.

Volvió la memoria, y en un qom contaminado de castellano primitivo dijo que su marido también se escapó de Napalpí.

Irigoyen trabajaba de boyero, y contó:

"Nuestros hombres se amontonaban para el reclamo. Les pagaban muy poco en el obraje, por los postes, por la leña, y por la cosecha de algodón. No les daban plata. Sólo mercadería para la olla grande donde todos comíamos. Por eso se reunieron para reclamar a los administradores, para decirles a los patrones del mal trato.

Y se enojaron y por lo que contaban, en Resistencia, el Gobernador se enfureció.

El reclamo, el pedido de nosotros, los enojó.

Y nos mataron.

"En el Aguara éramos como mil aborígenes cuando atacaron. En las tolderías no había armas de fuego. Y nos mataron más de doscientos: hombres, mujeres, ancianos, ancianas, y niños. Los hombres querían volver a las tolderías pero éramos perseguidos por la policía. Nunca hubo malones. Querían sacarnos las tierras y eliminarnos.

"Querían eso.

Eliminar a todos los aborígenes y meter gente criolla, gente gringa. Los aborígenes queremos trabajar en agricultura".

Melitona se hundió en el qom y Mario y Sabino Irigoyen, los hijos que más la cuidan, se hundieron con ella.

Desde una profundidad milenaria nació una voz, imposible de saber si era de la anciana, de la sobreviviente, o de los hijos. Pero la esencia era una sola:

 "Trabajar como aborigen.

Los aborígenes no somos malos.

Los blancos nos quieren eliminar:

¿Por qué?

Si todos somos iguales".

Silencio.

Volvieron del silencio.

Ella esperó.

Ella necesita.

-Al techo de su rancho le pusimos una frazadita por la calentadura del sol; explicó Sabino Irigoyen.

Sequía.

Inundaciones.

Verano.

Viento Norte.

Chaco caluroso.

Chaco adentro.

 

La misión

 

El tío le había dicho a Melitona antes de morir que superaría al silencio y al olvido, cuando se encontrara con un No’vet, (un ser superior), que bajaría a guiarla para que contase los padecimientos de su pueblo.

Melitona nunca quiso dejar el rancho de El Aguará, porque las palabras de su tío le parecían cuerdas de N`viké (violín toba) que le sonaban en los huesos, que le retumbaban en la cabeza.

Nadie supo si Melitona se encontró con el No`vet; y si se reunieron, en qué momento, y dónde.

Pero sorprendió que su hijo Sabino resignara su vida para cuidarla. Siguió los pasos de un santón de Napalpí.

                                                                 

 La despedida

El jueves 13 de noviembre de 2008 se confirmaba lo irreversible: El final para la anciana Qom-toba. Alguna vez me hizo sentir que me esperaba. Según sus documentos tenía 107 años; pero después de compartir silencios con ella tuve la certeza que tenía más.

Aquella Semana Santa fue especial. Rosa Delgado, -hija de Rosa Chará, otra sobreviviente, fallecida ya-, me anticipó que Melitona Enrique resistía. Se enfermaba y se recuperaba contra vientos y mareas. Quería vivir como sea. Tenía un espíritu muy particular. Siempre dio la sensación que quería cumplir una misión que nadie se daba cuenta, qué era, antes de morir ¿Habrá sido romper con el silencio? ¿Habrá sido quebrar el olvido?

Algo extraño me pasó cuando supe de su muerte pese a su prolongada agonía y que nos habíamos despedido el 3 de octubre. Sin embargo la noticia igual me produjo vacío: Me quedé con la sensación que «algo» me faltó preguntarle.

La última vez que la vi fue tumultuosa en su casa de Machagai. Mucha gente alrededor. Muchas interferencias. Yo no sabía cómo hacer para compartir el rito del adiós.

Estaba mal. Me miraba desconcertada. Ya no tenía las mismas ganas de vivir. Le acaricié la mano.

Melitona escuchó con sorpresa la serenata que le dio el juglar misionero Joselo Schuap. Estaba quietita en su cama hospitalaria, pero sus ojos se abrían y se cerraban con armonía. Había cumplido.

Sé. En realidad lo intuyo. Tu espera fue un tratado de amor, de paciencia, de lucha. Esperaste que los sacudones pusieran las cosas en su lugar.

Sus restos descansan  en el cementerio aborigen, Lote 40, en El Aguará.

(Extraído del libro Crímenes en Sangre.- Pedro Jorge Solans.)

Fotografías de Santiago Solans.

 

Comentarios