La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis                          

Viene Jesús, la nueva esperanza de Jehová

Por Vidal Mario (Escritor, historiador y periodista)

Por Vidal Mario

(Escritor, historiador y periodista)

                                              

Cuando la nueva esperanza de Jehová bajó a la tierra no lo llamaron Emanuel, como decían las profecías, sino Jesús.

La otra novedad fue que tampoco fue el príncipe de la paz que anunció el profeta Isaías.

Cuentan los evangelios que ya en plena cruzada evangelizadora anunció que su misión en realidad estaba lejos de ser pacificadora.

“No crean que yo he venido a traer paz al mundo: no he venido a traer paz sino lucha. He venido a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra la suegra, de modo que los enemigos de cada cual serán sus propios parientes”, afirman que dijo.

En el marco de esa misma confesión, supuestamente reveló a sus discípulos ésta inquietante intención: “Yo he venido a prender fuego en el mundo; y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo!”

A sus apóstoles preguntó en cierta ocasión: “¿Creen ustedes que he venido la traer paz a la tierra?” Se respondió a sí mismo: “Les digo que no, sino división, porque de hoy en adelante cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres”.

Varias veces insistió en que con su venida la paz se había terminado para muchos. “Los hermanos entregarán a la muerte a sus hermanos, y los padres a sus hijos; y los hijos se volverán contra sus padres y los matarán”, aseguró.

Inclusive, se opuso terminantemente a que le dieran el título de hombre bueno.

“¿Por qué me llaman bueno? Nadie es bueno, sino uno sólo, Dios”, le dijo a un hombre rico.

Efectivamente, no demostró mucha bondad cuando un día salió de Betania, hambriento, y maldijo a una pobre higuera del desierto sólo porque no tenía frutos.

Divisó una higuera de abundantes hojas y fue a ver si encontraba algún fruto. No había nada, porque no era la época de los higos. El hijo de Dios parece que no entendió que como todo árbol frutal también la higuera tiene su época para tener frutos, y que por lo tanto no era justo maldecirla por no tener frutos en un tiempo que no es el suyo.

Enfurecido, gritó al árbol: “¡Nunca jamás coma ya nadie fruto de ti!”, y la higuera se secó desde las raíces.

Su mensaje no era diferente del de los antiguos profetas: quien no rinda culto al Padre, morirá. “Si ustedes mismos no se vuelven a Dios también morirán” advirtió en cierta ocasión a los que fueron a escuchar una de sus conferencias.

Su diferencia con los profetas anteriores radicaba en que él no se limitaba a anunciar la destrucción de una nación, como lo hicieron aquellos, sino ya del mundo entero.

En éste sentido, afirmó que llegado el momento comandaría personalmente la batalla final contra los enemigos de Jehová.

“El Hijo del Hombre –dijo- mandará a sus ángeles a recoger de su reino a todos los que hacen pecar a otros, y a los que practican el mal. Los echarán en el horno encendido, donde llorarán y les rechinarán los dientes”.

 

La muerte de los inocentes

 

Que Jesús no trajo paz ni buenas noticias quedó en evidencia desde el momento en que vino al mundo, porque su nacimiento en Belén sembró terror y la muerte en esa población.

La tragedia, según uno de los evangelistas, comenzó cuando unos astrólogos vinieron al palacio de Herodes preguntando por el “rey de los judíos” que, dijeron, acababa de nacer.

Afirmaron que desde lejanas tierras de Oriente venían siguiendo la estrella del recién nacido.

La sorprendente revelación de los viajeros conmocionó al palacio y a toda Jerusalén. Herodes convocó a los más ilustrados sacerdotes y maestros de la ley para que le aclararan qué decían las Escrituras al respecto, y éstos rescataron una antigua profecía según la cual el Mesías nacería en Belén de Judea.

Una idea se anidó entonces en la mente de Herodes: matar al bebé. “Vayan y averigüen todo lo que puedan acerca de ese niño; y cuando lo encuentren, avísenme, para que yo también vaya a adorarlo”, pidió a los referidos astrólogos.

Cuando éstos ubicaron al recién nacido y cumplieron con su misión adoradora, “fueron advertidos en sueños de que no debían volver a donde estaba Herodes, por lo cual regresaron a su tierra por otro camino”.

El carpintero José, padrastro del niño, también tuvo un sueño, donde un ángel le ordenaba imperativamente: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.

Esa decisión celestial impartida por la vía del sueño desencadenó una matanza de niños que aún hoy se recuerda como el Día de los Santos Inocentes:

“Al darse cuenta Herodes de que aquellos sabios lo habían engañado, se llenó de ira y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo que vivían en Belén y sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que le habían dicho los sabios”.

En un mismo día, aseguró el evangelista, muchos bebés murieron de una sola vez y todos juntos, a cuchillo y espada.

¿Por qué Jehová, que todo lo puede, no impidió tan horrible masacre? ¿Acaso la vida de estas criaturas importaba menos que la de su hijo, a esas horas ya seguro en Egipto?

En otros tiempos había apelado al sueño para advertir o amenazar. ¿No hubiese sido más justo de su parte enviar a alguno de sus ángeles a advertir a Herodes que si alguna espada atravesara el cuerpo de un solo niño de Belén lo pagaría con su vida?

Está también la ya contada experiencia de Abraham, a quien un ángel le dijo en el último momento “no levantes la mano sobre el niño”. ¿Por qué Jehová, que salvó a Isaac, no hizo nada para salvar a los niños de Belén, que inocentes de pecado como el hijo de Abraham no encontraron, sin embargo, piedad a la hora de la muerte?

No lo hizo porque era rehén de sus propias profecías, siempre inmutables e irreversibles.

“Es más fácil que el cielo y la tierra dejen de existir que deje de cumplirse una sola letra de la ley”, explicó Jesús.

La profecía que se afirma debía cumplirse inexorablemente era ésta: “Se oyó una voz en Ramá, llantos amargos y grandes lamentos. Era Raquel, que lloraba por sus hijos, y no quería ser consolada porque ya estaban muertos”.

 

Servicio sólo para judíos

 

Juan el Bautista estaba en el río Jordán haciendo su habitual trabajo de bautizador, cuando apareció Jesús.

Cuentan que en cuanto vio al recién llegado entendió que era mucho más que un pariente, que era aquel respecto de quien él venía anunciando: “Después de mí viene uno que es más importante que yo, porque existía antes que yo”.

Consciente de la verdadera identidad de su primo, se declaró indigno de bautizarlo. Jesús tuvo que recordarle que “es conveniente que cumplamos todo lo que Jehová ha ordenado”.

Cuando el galileo fue sumergido por Juan en el agua, “el cielo se abrió, y Jesús vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como una paloma. Se oyó entonces una voz en el cielo, que decía: “Este es mi hijo amado, a quien he elegido”.

Su primer desafío fue enfrentar a Satanás, quien procuró atraerlo a su causa con una torpeza indigna de un demonio de su categoría. El enfrentamiento tuvo lugar en el desierto, donde Jesús estaba internado desde hacía cuarenta días, preparándose para lo que debía hacer.

Como en todo ese tiempo no había comido nada, Satanás le ordenó que convirtiera las piedras en pan.

Luego lo llevó hasta el techo del templo de Jerusalén, donde le pidió que se tirara de cabeza al vacío.

Finalmente, lo llevó a la cumbre de un cerro y desplegó ante sus ojos una visión panorámica de los reinos del mundo. “Yo te daré todo esto, si te arrodillas y me adoras”, le propuso.

Ni a un infante se le habría ocurrido oferta tan tonta: supuestamente destinado a ser Señor del Universo, ¿qué interés podía tener Jesús en un puñado de países?

El ingenuo Satanás reconoció su derrota, se esfumó, e inmediatamente “unos ángeles acudieron a servir a Jesús”.

Jesús inició su cruzada en Galilea. Debía empezar en esta región ubicada a orillas del mar para que se cumpliera otra profecía de Isaías: “El pueblo que andaba en oscuridad vio una gran luz; una luz ha brillado para los que vivían en sombras de muerte”.

Hacia profesión incuestionable de su fe judía al decir cosas como “no piensen que vine a destruir la ley o los profetas. No vine a destruir sino a cumplir”.

Incluso prohibió a sus discípulos predicar a los no judíos. “No se vayan por el camino de las naciones y no entren en ciudad samaritana; sino más bien vayan continuamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, les advirtió.

Tan judío se manifestaba que en cierta ocasión inclusive rechazó un desesperado pedido de una mujer por no ser judía sino de nacionalidad fenicia. “No fui enviado a nadie aparte de la oveja perdida de Israel”, explicó a sus discípulos, quienes le preguntaron la razón por la que se negaba a ayudarla.

Cuando ella, presa de la desesperación, insistió, recibió una respuesta aún más descortés y dura: “No es correcto tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros”.

Al final triunfó la insistencia de la mujer, logrando que Jesús le concediera su deseo, que no era otro que la curación de su hija de una enfermedad que padecía.

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