Los chibchas, la cultura de la tolerancia cero para los delitos
Por Vidal Mario
Los chibchas (o muiscas) poblaban las actuales Colombia, Venezuela, Panamá y Costa Rica.
No era un imperio tan importante como el de los aztecas o incas, pero se las ingeniaron para constituirse en una sorprendente civilización cuyo esplendor, expansión y unificación se frenó con la llegada de los soldados y sacerdotes españoles.
Es mucho lo que podría decirse de sus bloques monolítico de gran tamaño, de su metalurgia, de sus monedas de oro, sus templos, su agricultura, su alfarería, sus esculturas, sus minas de esmeralda y de su orfebrería, tal vez la de mayor belleza de la América india.
A los efectos de esta nota, la idea es centrarse únicamente en sus rigurosas costumbres morales y judiciales, así como en la tolerancia cero que practicaban a la hora de castigar delitos.
A todo asesinato o robo aplicaban una condena cruel y sin concesiones. ¿Con qué resultado?: inseguridad cero.
Los caciques y otros señores importantes podían ser enterrados con todo el oro, piedras preciosas y joyas que en vida habían tenido.
¿A quién se le iba a ocurrir robarles?
Ojo por ojo
La historiografía chibcha señala que uno de los jefes de Bogotá (siglos después, Colombia adoptaría éste nombre para su capital) sancionó un código que seguía la línea del ojo por ojo, diente por diente.
Dicho código llegó al grado de establecer que el responsable de un asesinato debía morir, independientemente que haya sido perdonado por los familiares de la víctima.
“El que mata debe morir, aunque lo perdonen los parientes del muerto”, consignaba.
Para otras situaciones, también ordenaba que “el que huye en la batalla antes que su capitán debe morir en el mismo campo”, y que “el que muestre cobardía en la guerra debe ser vestido, para afrenta, con ropa de mujer”.
Para los ladrones, las penas eran muy disuasivas.
El código establecía que un ladrón debía ser cegado “con fuego puesto delante de los ojos, y si los hurtos fuesen de gravedad o repetidos, se los quebrasen con puntas de espina”.
El que era apresado por algún delito de menor cuantía era azotado, se le rompía su manta o se le cortaba el pelo, dos castigos que en la cultura chibcha eran muy temidos.
400 mujeres para un cacique
Otro aspecto que distinguía a los chibchas era su amor por las pomposas ceremonias nupciales y de asunción de cargo.
Así, para todo casamiento de gente importante, se seguía este singular protocolo:
El sacerdote coloca el brazo del hombre sobre el hombro de la mujer. Luego, solemnemente, le pregunta a ella si será capaz de querer más a Bochica (héroe y dios de los chibchas) que a su propio marido.
La novia responde que sí, y baja tímidamente los ojos.
El sacerdote vuelve a preguntarle si querrá más a su marido que a los hijos que tuviese con él.
Ella contesta que sí, y vuelve a posar la mirada en el suelo.
Por tercera vez, el sacerdote la interroga: “¿Tendrás más amor para tus hijos que para ti misma?”.
La joven contesta una vez más que sí, luego de lo cual el sacerdote insiste, ésta vez para preguntarle si sería capaz de comer estando su marido muerto de hambre.
La novia lo niega, y el encargado del oficio nupcial vuelve a inquirirle: “¿Das tu palabra de no ir a la cama de tu marido sin que él te llame primero?”, y ella asiente.
El novio, entonces, la abraza en lo que sería algo así como “puede besar a la novia”.
Seguidamente, viene otra pregunta, ya destinada al hombre, que sigue abrazando a la muchacha.
Le interroga sobre si realmente ama a la mujer que está en sus manos, indicándole que su respuesta debe ser proclamada a los gritos y claramente, para que todos la escuchen.
“¡Si!, grita el novio, para algarabía de los presentes.
Esto era así solamente para el primer matrimonio del varón porque en lo sucesivo, sin necesidad de más oficio religioso, él podía tomar a todas las mujeres que quisiera y pudiera mantener.
Podían comprar mujeres a una familia, recibirlas como premio a su conducta en algún combate, o como presente para sellar la paz.
Los españoles contaban el caso de un cacique que llegó a tener 400 “esposas”, todas ellas viviendo juntas en un verdadero pueblo de mujeres.
Todo esto lo podían hacer los varones, pero el adulterio de las mujeres era castigado con la muerte.