por Pedro Jorge Solans
Femicida al volante: mirada al alma de Roberto Carmona
El relato poético indaga el alma del peligroso asesino que cometió su primer crimen tras vivir una noche en Carlos Paz. Publicado en su libro "OSCURO y sin luceros" (Avant poesía, Madrid, 03/2024)«Femicida al volante» es el texto de Pedro Solans inspirado en el primer crimen de Roberto Carmona, el femicida que asesinó a Gabriela Ceppi en la década del ochenta, luego de haberla conocido en un reconocido boliche de Villa Carlos Paz. Mientras se desarrolla el juicio por el asesinato del taxista Javier Rodrigo Bocalón, también cometido por el peligroso criminal el 13 de diciembre de 2022, durante un intento de fuga en Córdoba, los versos cobran un nuevo y oscuro significado.
De aquel asesinato a esta parte, Carmona ha consolidado una vida criminal con profundo desprecio por la humanidad.
Este relato de Pedro Solans, publicado en su libro «Oscuro y sin luceros» (Avant poesía, Madrid, 03/2024), ofrece una mirada del alma de un asesino.
Femicida al volante
Mira la ausencia y el abandono, han matado su ilusión y su juguete fue triturado por el violento del barrio. Ha transcurrido un largo tiempo. —Tengo aprecio por la vida ajena. Bah… de vez en cuando —dijo altanero.
No cree en la dulzura de las mariposas ni en los mensajes de los colibríes, ve sólo pesadillas, ve a sus padres cerca de sus víctimas y le sobran los deseos de doler, dañar, de cobrarse la deuda de su alma mutilada.
En enero vibra la tierra ajena. En un mar de gente, Roberto elige su presa entre la marea. La noche ofrece sus estrellas y el brillo de una luna para amar. Su mirada opaca disimula un crimen tácito con aroma a sangre.
—¿Nadie pregunta por qué lo hice? ¿No preguntan? Lo saben, no les conviene que se sepa. La mirada extraviada provoca y revela el sendero del mal en su rostro. No hay gesto piadoso sólo la obsesión de reiterar desgracias.
Cuando Milagros me rogaba: «no me mates», era yo cuando me robaban la comida y lloraba gritando es mía. Era yo cuando en los institutos de menores me golpeaban o me violaban en los conventos miserables. Era yo cuando recibía los insultos y lloraba de dolor, humillado, quebrado, rogando. Soy lo que soy por tantos quebrantos. Soy una de las tantas semillas de odio que brotó con ese semen espeso y turbio que otros regaron.
Tenía que matarla, sé perfectamente lo que es el espanto y los recuerdos que no mueren. ¿Entienden por qué?.
Me maté. La maté, yo la maté. No sé, ni recuerdo dónde está el cuerpo. Tenía diez años, mi primera arma robada para defenderme. Necesitaba dinero, mi hermano se moría. En el barrio decían que mi madre no cobraba por sexo, que le gustaba, que no era servicio, las piernas flojas el oído atento y el sí fácil, las veinticuatro horas..
No necesito reeducación, no me interesan las caretas, yo soy así. ¿Saben por qué? ¿No preguntan? ¿No? ¿Saben por qué? Estoy en guerra, y no siempre quiero morir, también quiero matar. Ratas, no les conviene que se sepa. La nena debía saber, tenía derecho a saber, lo que significa ser mujer. ¿Y después de todo, quién mejor que yo para enseñarle lo que es ser mujer? ¿Quién mejor que yo? ¡El señalado como padre de un laico! Ni hiena ni monstruo, un ser humano».
Se mira las manos, los brazos, con muecas de desprecio. El gesto lúgubre, sólo horror, un fantasma de sí mismo. Está decidido a desenmascarar las caretas del circo que se agolpan en su mente. Bufones que debe borrar para mostrar su verdadero semblante, aunque duela. Sus desencuentros con el amor, un cometa inalcanzable que está adelante fuera de su alcance. El cariño ignorado, la ausencia del aroma materno a café perfumado.
Aparece al volante de un Ford Taunus, en un baño público, alivia su rostro. El calor lo incomoda, lo fastidia, termina de nublar su coherencia. Como un adicto, sale a buscar sufrimiento ajeno: orgasmo pestilente, deseos endemoniados. Sale a buscar calma para sus ansias oscuras, y llega a Villa Carlos Paz.
Su arma pesada en la cintura y una carabina en el baúl. Se adentra en el laberinto humano, camina entre la gente sin rumbo. Presiente su presa entre pieles bronceadas y acordes enajenados, sigue a las jóvenes hasta Chez Ami. En el bar, entre latidos danzantes le molesta la confusión: Él consume cocaína, no vende. Ante los empujones del gentío dentro de la discoteca, esquiva moretones. Como observador experto, ocupa una banqueta orillando la barra, un rato nomás para simular, no puede quedarse quieto. Le guiña un ojo a la chica que atiende y vuelve a observar. Calculador, miradas heladas, fiera hambrienta, para él, todas son hembras en celo. En un rincón, acomoda su cabello, controla su rostro, reflejo percutido sobre el decorado del baño. Regresa a la conquista. Se ambienta. Nunca se permitió la derrota, ni ser un número fijo. La elige para bailar a ella, por su cuerpo y su sonrisa, por sus caderas pendulares al caminar, al bailar, al desfilar entre los hombres desparramando belleza.
Ella es Milagros. La elegida, fruto rojo que debe probar. Este mundo nuevo lo exalta, y ella lo fascina... Bailan. Le propone llevarla hasta su casa. Milagros no acepta, lo deja y vuelve con sus amigos. Con un nudo de despecho, la ve alejarse.
El regreso a Córdoba fue un carnaval de emociones entre los tripulantes del Fiat 600. No advierten la sombra que los sigue, los alcanza, y amedrenta. En el llano de pavimento nadie repara en los autos, el Ford Taunus, el Fiat 600, ingresan a la avenida. El Fiat se detiene, un neumático desinflado. Pensando en el auxilio de algún alma piadosa, los jóvenes descienden. No anticipan el calvario. El Ford frena detrás, para Milagros y sus amigos, la salvación. Su conductor se baja, ofrece su ayuda, como un cordero con piel de cinismo y exagerada cordialidad. No sospechan el siniestro festín que imagina Roberto. Milagros lo reconoce, él siente una excitación inusitada; mientras los amigos de Milagros se ocupan de la rueda. Roberto espera callado.
Mira la escena, abstraído y rompe el silencio: —¿Tenés frío? Se quita su campera y la coloca sobre los hombros de Milagros. Caballero galante que provoca sonrisas. De pronto, la amenaza, el arma desenvainada.
—Entréguenme todo. Los jóvenes nerviosos se despojan incluso de un reloj barato detenido en el tiempo como si supiera. Cuando parece que la pesadilla acaba, Roberto se vuelve hacia Milagros: —Vos venís conmigo.
Intentan retenerla, Roberto alza el arma: —No se hagan los valientes.
Milagros tiembla, camina junto a él y sube al auto, diciéndole: «Te diste el gusto de llevarme a casa». El Ford arranca con la sonrisa de Roberto. En la Avenida Circunvalación, Milagros entra en pánico. Roberto siente satisfacción. Asoma la hiena despiadada pero humana, impío monstruo que no sabe de remordimiento, tampoco de compasión. Sin halo piadoso, desconoce las fronteras entre el bien y el mal. Por un camino de tierra, huye un auto descontrolado. Adentro, tiembla una joven llanto sin consuelo, y un hombre enajenado. Se respira el ultraje, el deseo compulsivo del macho. Ataca a la muchacha al costado de la carretera. Luego se aparta para orinar, el pánico de Milagros le impide escapar.
Roberto retoma el viaje sin retorno, un camino de tierra devorado por el polvo.
Amanece sin luz, el Ford se hace sombra apenas perceptible en el campo, una nube gris aniquilando el paisaje. La viola otra vez, con frialdad e indiferencia ante el llanto suplicante de olvido y perdón. Él no la oye, ciego se baja del auto, las súplicas se borran, abre el baúl saca la carabina. La obliga a bajar, cruzan un alambrado. Desprotegida.
—¿Qué vas a hacerme?
Roberto la mira. Milagros implora, él apunta a su cabeza. Milagros cae de rodillas, suplica de nuevo por su vida.
Él cambia su semblante, sin temblarle el pulso fija sus ojos en Milagros. Tiene que hacerlo. Dispara.