La tarde de poesía y reconocimiento que viví en Madrid

viernes, 1 de noviembre de 2019 · 23:02

Por Pedro Solans. (Fotografía Celia Cotarelo-Jimenez)- Como suele suceder en estos tiempos sin cantinas, ni puros, ni boinas, ni pesetas, la semana pasa rasante. Madrid es una maravilla. Siempre ofrece oportunidades. Puede ser en las bocas de los Metros, en la Gran Vía, en Tirso de Molina o en el Rastro.

Se desnudó ante mí, como lo hizo treinta y cinco años atrás. Esta vez, fue en una librería ubicada en el mítico barrio de Malasaña donde viven el humo y Ana Rossetti. Cerramos algunos bares -como ayer- pero el miércoles 23 de octubre fue con nuevos hermanos que sabía que existían, aunque no nos habíamos encontrado en el caminar, porque ellos llegaban siempre tarde al lugar que yo nunca fui.

Fue una alegría existencial cuando nos conocimos. Esa estrella que es María José Romero me presentó a Miguel Rollón, Jorge Galán y Mario Vega.

Le dije a Miguel, antes que nos sumergiéramos en la deidad del vino, que era un gran poeta, y me reprochó, -cómo me dices eso; si nunca leíste nada mío.-

¡Cómo, no ves lo que sos! le dije a lo argentino. Sabía que no me equivocaba. Tenía poesía hasta cuando agarraba la copa. Me hubiese gustado responderle con sus poemas pero no tuve coraje. En especial, le hubiese leído el que dedica a Luis García Montero e integra su libro "Los días que no queremos."

 

Nombre sencillo, claro como el agua,

que suena a balada de saxo nocturno.

 

Epopeyas callejeras en ciudades

con cristales rotos de whisky

y taxis a la hora del regreso

sin otra compañía que la luna.

 

Podría ser el desconocido nombre

de Lorca, el amigo de Ángel González,

la niebla que conoció a Alberti,

o el aprendiz de Jaime Gil de Biedma.

 

Podría ser la melodía acompasada del tren

que una primavera nos trajo a Madrid

los versos que forman parte de sus calles.

 

Ciudad donde se esconden los poetas.

 

Se titula Poeta. Son versos henchidos del buen vivir, del buen beber, de gratitud lúcida como sus días posteriores que iba a vivir en la caliente Venezuela.

¡Qué tarde de otoño, aquella!, en la librería Semillera, donde Facundo Cabral diría, "no soy de aquí, ni soy de allá." 

 

Me gusta el sol y la mujer cuando llora
Las golondrinas y las malas señoras
Saltar balcones y abrir las ventanas
Y las muchachas en abril

Me gusta el vino tanto como las flores
Y los amantes, pero no los señores
Me encanta ser amigo de los ladrones
Y las canciones en francés

No soy de aquí, ni soy de allá
No tengo edad, ni porvenir
Y ser feliz es mi color
de identidad
No soy de aquí, ni soy de allí
No tengo edad, ni porvenir
Y ser feliz es mi color
de identidad.

 

La previa fue en el tradicional bar Comercial, y el caminar fue sutil, guiado por la estrella María José, quien se animó con soltura a leer a dúo con Chema Cotarelo Asturias un poema bajo la atenta del cumpa Rafael Flores Montenegro. El Rafa es un poeta tanguero de origen lejano de aquella Córdoba perdida, de ese pueblito de Pilar, tan de Ruta 9 que se acerca a la Pampa Húmeda. Hoy Rafa es un poeta de vida madrileña.

¡Qué tarde de otoño español! Nadie supo cuando llegó la noche. Alberto Muñoz empuñó la guitarra con furia milonguera y la emoción brotaba como musgo en la humedad de las paredes del Madrid del profesor Tierno Galván. O brotaba como peperina tras una lluvia de verano en las sierras cordobesas. Lo cierto que la presidenta de la Fundación Internacional de Derechos Humanos, María Claudia Cambi llegó desde Valencia para reconocer lo hecho y no podíamos soslayar las revueltas de Ecuador, Chile y Haití, y gritar los enclaves coloniales en el preñado continente del Sur: La Guyana Francesa y Malvinas, Puerto Rico y Granada..., y después, de copas, y fuimos quedando pocos, hasta que nos tuteamos con las penas del día, entre el Chema, María Jesús e Inés. Yo lamenté no poder conversar con Chus Visor y decirle adiós a mi amiga Clarita Caballero. Chema lamentó que la noche fuera tan corta. Antes de la última gota de vino, recordé que no había leído el poema promtetido a María José y a Miguel. La última vez, lo hice fue en 1985 en el Retiro, en las terrazas que circundaban la Feria del Libro.Eran días que un duro equivalía a gozar un  momento en algún mostrador.

Cuando me despedí de Chema y María Jesús en la plaza Callao, fui memorizando el poema no leído, anhelando que las estrellas escucharan y se lo transmitieran:

 

En París iluminan el río. 

Tienen miedo,

están aterrorizados.

Sufren,

se detienen

miran

piden socorro

pero no reaccionan;

mientras tanto,

Mamoudou Gassama,

un joven

negro

migrante

maliense,

escala el cielo por un edificio

para salvar a un niño que cuelga

de un cuarto piso.

Gassama recuerda su niñez

trepando palmeras

en su África en pena.

Aplica el mínimo común múltiplo

sin saber,

sin papeles de ciudadano,

sin título académico.

Gassama lo hace,

es niño

y han reservado

la publicación de su muerte

en el diario Le Parisien.

En París iluminan la torre

tienen miedo,

están aterrados.

Sufren,

se detienen

miran

piden socorro

pero no reaccionan;

solo esperan que otro niño

cuelgue

al vacío.

 

Había mucha gente, esa noche-madrugada, entre la Gran Vía y la calle Preciados. Yo tarareaba la nostalgia. 

Siento que Madrid me ama violentamente desde que la conocí, cuando el haschis que vendían los moros volaba por el Portal 30 de la calle Las Infantas, ahí, cerquita de la esquina con Fuencarral.

No. No me olvidé de Vallecas ni de Lavapiés, ni de Las Letras. Se enfría el cocido y otra lectura deliciosa de "Los días que no queremos", de Valparaíso ediciones.  

   

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