lunes, 24 de junio de 2019 · 12:52

Corrían hacia el monte con desesperación. Caían y se arrastraban entre cadáveres de familiares, de amigos, entre los truenos de las armas, entre los gritos, entre los sollozos. 
El llamado. La voz. El grito del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; parecía gemido, gemido ahogado, ahogado de dolor.
Ya no había corazón. 
Los picotazos de los cuervos blancos deshilachaban las almas, y la sangre, y la tierra, y el agua, y el monte; en fin, los dioses, o la vida.
 En carne viva.
Todas llagas.
Durante el mediodía de ese maldito sábado, el avión, ese cuervo blanco gig
 
Un viento acarició las heridas en El Aguará.
No había que volver.
Sudor frío.
Aquella mañana, Melitona corría hacia el monte y cayó. Entre todos la arrastraron más de quinientos metros. Estuvo días sin comer. Ella y su madre no probaron bocado. No tenían nada, ni agua. 
Al monte, a ese inmenso Pi`oxonaq, sólo le pedían protección para que el dolor nutra la divinidad. Varios días, varias noches, desnutridas, deshidratadas, heridas, arrastrándose hasta que se abrazaron a la tierra con toda la fuerza y ahí se quedaron. 
Aplastadas como láminas humanas. 
Sus huesos parecían senderos de hormigas y sus cabelleras mimetizadas con el verde golpeado, chamuscado, invadían las gramíneas.
Nadie las veía; aunque las pisaran con esas borracheras malnacidas; aunque los cuervos blancos ingresaran a picotazos al verde boscoso; aunque los machetes brillaran y los balazos zumbaran. 
Nadie, nadie las veía.
 El silencio era montés, el olor era montés. Los pumas entendían, las víboras colaboraban y entre imperceptibles movimientos; ellas, madre e hija, unidas por un finísimo hilo de respiración eran espirales de enredaderas sobre hojas,  tallos, troncos, ramas. Eran verdes cuando había que ser verdes. Eran marrones cuando había que ser marrones. Eran gris humo de barro cocido cuando había que esfumarse. 
La vida.
¡Cómo cuidar la vida!
La madre no aguantó. 
Se desangró. 
Melitona se salvó. Siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi. 
En Quitilipi fue lechuza, fue carpincho, fue tatú, fue vizcacha, fue liebre.
En el peregrinar perdió los abuelos, los hermanos, los tíos, los primos; mientras le giraba sin cesar por su cabeza los consejos de la sobrevivencia: 
-El silencio es la salvación; y el olvido es la eternidad. 
En el camino entre Quitilipi y Machagai, entre cosechas mal pagas, entre los días negros en los hornos de carbón, en los cortaderos de ladrillos, entre las espinas y las astillas en el juntado de leñas, en las noches obrajeras, el olvido se le hizo más profundo, tan profundo como el miedo. 
Y así, mansamente, emprendió el regreso al paraje.
Las cicatrices hacían de su cuerpo un aliento.
El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas, todo, todo se aceptaba; pero la sangre estaba en El Aguará. 
Llegó como un fantasma, como si lo vivido hubiese sido una leyenda. 
La angustia se había endurecido en las entrañas de Melitona. 
Su piel empezó a oler distinto. 
Su color era distinto. 
Se había acostumbrado a la ronda de los cuervos blancos.
 La mujer había cambiado, y para siempre.
Sobreviviente.
El Aguará, triste. Y más triste cuando asomaban las nubes y soplaba el viento Norte, y se notaba más, cuando el verde se volvió más verde.

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