lunes, 1 de julio de 2019 · 11:07

| Por Pedro Jorge Solans | Parte 3

Para visitar a Melitona, la sobreviviente tuvo que estar con la resistencia baja y los dioses distraídos:
Los sueños y las promesas tienen que chocarse y los chispazos de apuros enceguecer de bronca. 
Tendría que llover para que la altanería del dokse escurra. 
¡Ahora sí! 
¡Ahora sí! 
Sin apuro, humilde, con los sentidos atentos a señales simples e invalorables. 
Llovía. 
Y el carro que iba de cuneta en cuneta, -como un tractor-, hacía huellas en el barro que parecía intransitable. 
Era un viaje de iniciados. 
-Atravesar el cementerio, que el barro te pegara en el pecho, y que Melitona mirara sin mirar, guiando al Norte, orientado hacia el encuentro, no era nada para Rosa Chará. 
La hija de otra sobreviviente fallecida en 1996.
-No llevábamos mercadería para la abuela. Se lamentó el marido de la comadrona. 
-Alguien nos está espiando, le dije a Rosa.
-No, no. Quédese tranquilo. Es el escalofrío de la lluvia y el barro. Hace nueve meses que no llueve.  Respondió tranquila la guía.
Cuando nos acercábamos al rancho, en pleno Aguará, a pocos metros de donde sucedió la terrible masacre, tuve una sensación tormentosa centrada en la visita de animales que hablaban e invitaban a pescar y a preparar el fuego esclarecedor.
Un carpincho dijo que los muertos que perdieron la vida injustamente no estarán tranquilos y rondarán las tierras de sus antepasados.
El fuego latía apenas en el rancho de los hermanos Irigoyen. Dicen que el fuego está siempre y late tranquilo. El humo no molestaba.
El espanto era llevado en andas por la perrada que peleaba palmo a palmo su existencia entre sarnas, garrapatas, moquillos y un ejército de parásitos. 
Los mosquitos y los jejenes protestaban por la cortina de humo entre cenizas que prolongaban el gris de la cabellera de Melitona, que alguna vez, fue azabache. 
La anciana toba-qom vivía aún ahí. 
Estaba ahí con dos de sus doce hijos, postrada en algo semejante a un catre, donde arañaba un lugar entre los animales y con quien quería compartir sus 107 años. 
Esos años que le enseñaron que su historia, la historia de su pueblo, se había reducido a derrota. Derrota con olor a genocidio. 
Genocidio con olor a exterminio. 
Movía constantemente sus manos como si estuviera hilando algodón. 
¡Algodón!
Aquel algodón que tanto apetecían los ingleses para su industria textil de Lancashire.
Aquel algodón que tanto apetecían los norteamericanos para abastecer a los ingleses de la Cotton Supply Association. 
Aquel algodón que tanto apetecían, que tanto necesitaban las fabriles ciudades de Manchester.  
Pero ella sólo sabía de administradores, capataces y colonos blancos. 
Acariciaba un trapito azul agradeciendo la única suavidad que conocieron sus agrietados dedos. 
Se limpiaba con una precisión horaria, a cada rato, sus ojos profundos que se humedecían automáticamente y parecían llorar a cuenta de tanto horror que vio. 
Se limpiaba con el mismo trapito azul la boca que se abría buscando oxígeno para dibujar palabras después de tanto silencio. 
Napalpí. 
Aquella terrible matanza del algodón. 
El padecimiento amasó silencio de víctimas, y más silencio de victimarios. Años y años en silencio. Años y años de crónicas distorsionadas. De lechuzas malagüeras, de quitilipis heridos.
Napalpí impunidad, Napalpí miedo, Napalpí resignación.
 La vida siguió dura, durísima, cruel para los aborígenes. 
Nunca pareció vida.
Los descendientes de las víctimas dijeron que vivirán un eterno Napalpí. 
Un Napalpí actualizado, un Napalpí vigente.
La masacre de todos los días. 
Melitona enfermó y no le quedaron fuerzas. Ya no tuvo aquella fuerza que usó aquella mañana cuando los policías del Territorio del Chaco: ametrallaban y ametrallaban, degollaban y degollaban, empalaban cadáveres, extirpaban cuerpos, violaban mujeres y niños, y jugaban con los restos de las ancianas.
Y no pudo escapar a tiempo como escapó con su madre.
 -Los policías andaban a caballo. Pero los que venían a pié ametrallaron primero.Tradujo Sabino. 
Siempre tuvo miedo a los uniformados. Ese miedo nunca se le fue.

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