Facundo Cabral y su encuentro con Francisco en Asís

Por Pedro Jorge Solans
lunes, 12 de octubre de 2020 · 13:27

Por Pedro Jorge Solans

(El último libro de Facundo Cabral)

 

La tarde se prestaba para pasar desde la sobremesa de la parrilla El Rancho al teatro del Lago sin escala. Facundo estaba entusiasmado, diría poseído, hablando del Sermón de la Montaña, y el agua se hacía vino de vez en cuando; de repente, detuvo su prédica y se puso a contar su visita a la ciudad italiana de Asís.

“Cuando conocí a mi padre, sentí una necesidad enloquecedora de conocer el poblado de Asís en la región de Umbría en Italia. Sabía, estaba convencido, que iba a encontrar a Francisco. Me decía a mí mismo: pese al tiempo que pasó, tiene que haber un linyera de centinela que cuide la luz del planeta. Y nunca es tarde para un encuentro.

Dejé lo que estaba haciendo en España y partí en tren a Roma y luego en otro llegué a la ciudad de mi amigo. En la casa de él, todo era distinto, un oratorio y una basílica tremenda repleta de turistas lo habían desalojado. Aquí seguramente ya no está más, -me dije-; me relajé, encendí un cigarro y empecé a bajar por una callejuela.

Hoy todavía, no sé cómo nos encontramos. Nos dimos un abrazo, y encaramos por la calle Vicolo Nepis. Dimos unos pasos en silencio y vi un bar, se llamaba Bibenda, y lo invité. En principio puso reparo, pero luego aceptó. Pedí dos copas de vino tinto. Brindamos. Él sólo cumplió con el brindis. Me contó de Clara, de la tienda de su padre y del pesebre que montó en su regreso de la guerra que emprendieron los católicos contra los musulmanes, llamados igual que nuestros aborígenes -infieles- por no creer en Cristo.

Se había ido con uno de sus amigos a pie al frente de la guerra para mediar en esa pelea absurda y que se firmara un acuerdo de paz que permitiera a los seguidores de Jesús visitar Belén donde nació Nuestro Señor. Pero no tuvo buenos resultados y en su regreso lo agarró el 25 de diciembre en el pueblo de Greccio. Ahí tuvo una revelación y se le ocurrió proponer a los pobladores recrear en una de sus granjas el nacimiento del Hijo de Dios.

Yo bebí toda mi copa de vino y la de él seguía llena todavía; entonces, le pregunté si la iba a beber, primero porque estaba más delicioso que nunca y después porque nos iban a cobrar, y de los dos linyeras, yo era él que tenía unas monedas, o sea que me tocaba pagar, además lo había invitado. Me respondió que no con un suave movimiento de cabeza y me la cedió gozando de mi goce de beber. Bebí su vino de una manera que parecía un elixir que sanaba mi alma.

En la despedida, le confesé que me gustaría que seamos amigos cuando me vaya de aquí, y se alejó sonriendo.

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