Argentina, un país hecho de novelas (y de dos goles contra Inglaterra)

Por Alejandro Frias (Escritor y periodista)
sábado, 24 de octubre de 2020 · 00:00

Por Alejandro Frias

(Escritor y periodista)

 

“Argentina y conquista del Río de La Plata, con otros acaecimientos de los reynos del Perú, Tucumán y Estafo del Brafil”. Tal es el nombre del poema épico que el arcediano Martín del Barco Centenera publicó en 1602 y que se usó como referencia para empezar a denominar como argentinos los territorios sudamericanos circundantes al Río de la Plata y, en general, como “la Argentina” a toda la región.

“Haré con vuestra ayuda este cuaderno, / del argentino reino recontando / diversas aventuras y extrañezas, / prodigios, hambre, guerras y proezas”, dice el poema, bastante mediocre, por cierto, en los versos 13, 14, 15 y 16 del Canto Primero.

Esta no es la única referencia que relaciona al argento con el suelo que pisamos, pero tampoco vale la pena reseñar las demás. En todo caso, y para el chiste, podríamos recurrir a decir que, de movida nomás, nuestra identidad, desde ya, es puro verso.

Pero la Argentina, si de género literario se trata, antes que un poema como el de Del Barco Centenera parece más bien el resultado de la novelística. Y de la mejor novelística.

 

Las partes que armaron el monstruo

 

Llegó un momento en el que el suelo argentino dejó de ser parte de la Corona para tratar de convertirse en república, y a esta república había que hacerla nacer, darle una forma, construir algo que pareciera una nación, y por supuesto que la literatura podía ser una gran herramienta para esto.

Y aunque nuestra historia se asemejó siempre más a “El matadero”, de Esteban Echeverría, se sacralizaron textos como “El gaucho Martín Fierro” y su secuela, “La vuelta de Martín Fierro”, o su contrapartida, “Don Segundo Sombra”, en los que, a partir de la imagen del gaucho, el centralismo porteño intentó convencernos de que éramos eso, gauchos, olvidando, por supuesto, la multiplicidad de formas de vida y relación que estaban más allá de las pampas próximas al argentino río.

Sin embargo, creo que el texto que puede explicar cómo nace la argentinidad se escribió en tierras muy distantes y en un idioma que no era el que los españoles trajeron a estas tierras en barcos. Estamos hablando de “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley. Como en esa novela, aquí se intentó crear una nueva vida a partir de los restos de los muertos, y quien mejor entendió cómo reproducir lo que el doctor Frankenstein hizo en su laboratorio fue Bartolomé Mitre.

Extrayendo de nuestros cadáveres lo que él consideraba lo mejor, imaginando que con esto dejaba sepultadas en el olvido las peores partes o, por lo menos, las partes magulladas y que no contribuirían a la bella imagen de lo que estaba armando (ni a la imagen de sociedad que desde su estatus sostenía), creó un monstruo incompleto que, a la larga, se nos iba a venir encima reclamando esas partes intangibles pero necesarias para cualquier vida que Mitre había dejado afuera.

 

La bestia blanca

 

No le podemos cargar todas las culpas a Bartolomé Mitre, por supuesto, pero tampoco podemos dejar de reconocer la influencia que su recorte tuvo en las generaciones siguientes, especialmente en aquellas inmediatamente posteriores a él. Y así, entre las mejores partes de los San Martín y los Belgrano, entre gauchos y patrones de estancia y demás idealizaciones de lo que éramos, creamos una bestia blanca que se echó a andar por los mares de la historia, de la verdadera historia, no de la recortada y edulcorada.

Nuestra blanca bestia (tan próxima, también, al color del argento), se convirtió en nuestro sueño y en nuestra pesadilla, por lo que se hizo necesaria asirla, abarcarla, aprehenderla, dominarla para que nuestro poder no fuera sólo simbólico, sino real. Y zarpamos tras ella, y a ella, como el capitán Ahab a Moby Dick, quedamos atados, liados, a la deriva voluntaria de esa bestia que perseguíamos y que ahora nos lleva adheridos a su destino, hundiéndonos con ella cuando se sumerge, saludando al mundo cuando vuelve a la superficie pero a sabiendas de que, tarde o temprano, volveremos a hundirnos, sin el más mínimo control de nuestro argentino e impredecible animal.

 

Creer que somos lo que queremos ser

 

Caminando tambaleantes como un monstruo que busca amor, emergiendo o hundiéndonos según los deseos de una bestia indómita, vamos paso a paso tratando de ser lo que creemos y nos hicieron creer que éramos.

Y tal como le sucede al Archie Ferguson protagonista de “4 3 2 1”, de Paul Auster, aunque nuestra vida sea una, será contada de maneras distintas según qué camino se opte tomar en cualquier momento. Nos aferramos a esas ficciones queriendo que sean nuestras vidas, y vamos probando, de acuerdo a los sucesos que nos inventamos, ser más o menos, tomar una dirección u otra, amar o ser amados. Nos gusta ser víctimas mortales tanto como ser inmortales. De entre todas las historias elegimos una, aquella que nos representa, tal vez la que nos venga mejor en cada momento, aunque sepamos que de todas esas sólo una es verdadera, o al menos es la más aferrada a la verdad.

Contamos cada capítulo de nuestra vida como país según la página en la que nos encontremos. Y en ese maremágnum de historias posibles seguimos de pie tratando de entender quiénes somos, lo que posiblemente no sabremos hasta el final.

 

En el país de los ciegos, los ciegos mandan

 

Así es como la vamos llevando, en la convicción de que cada quien es el resultado de una historia bien contada, aunque a sabiendas de que a esa historia le faltan partes o, lo que es peor, se le incorporaron cosas que nunca sucedieron y nunca sucederán.

Con momentos de lucidez y momentos de ceguera (con más momentos de ceguera que de lucidez, a vistas de las pruebas), siempre vamos tanteando el camino, sosteniéndonos de las paredes. Abrimos los ojos para ver y los mantenemos abiertos para no ver.

A consecuencia de vaya a saber qué extraño virus, una epidemia nos deja, con más regularidad de la que podríamos pretender, ciegos. Y como en ese escenario creado por José Saramago en “Ensayo sobre la ceguera”, el temor lleva a quienes no perdieron la vista a permanecer en silencio, a no demostrar que sus capacidades siguen intactas porque, se sabe, los palos de ciego son peligrosos.

En esas circunstancias de ceguera generalizada no son los tuertos quienes se convierten en reyes, sino los siempre ciegos, los que no pudieron ser víctimas del virus porque no veían desde antes, los que toman el poder porque conocen cómo moverse en un mundo de oscuridades, porque es en ese mundo de oscuridades donde siempre se mueven, y saben también que el caos consecuente de la ceguera generalizada es el río revuelto en el que ellos, expertos nadadores de las tinieblas, se mueven mejor.

 

Somos nuestra amenaza

 

Entre videntes y no videntes pasamos los días y los años, aceptando movernos en las tinieblas con la sumisión de una mascota, siempre a sabiendas de que somos nuestra propia amenaza aun en los momentos de cierta lucidez, porque esa lucidez no nos alcanza para entender, para entendernos, para reconocer que no podemos caer en la trampa de beber de nuevo de la misma fuente.

Pero lo hacemos.

Una y otra vez volvemos a caer en el pozo de los errores que ya cometimos. Una y otra vez, incluso conociendo las consecuencias, bebemos de la poción que nos convierte en Edward Hyde.

Destruimos todo a nuestro alrededor, sembramos el terror, destrozamos a quienes se interpongan. Y después de semejante ceguera destructiva el amanecer nos encuentra siendo nuevamente el honorable doctor Henry Jekyll, con nuestro secreto a cuestas, sin saber quiénes somos en realidad, con la certeza de que el magnético poder de Hyde nos llevará, tarde o temprano, a beber nuevamente de nuestro brebaje, aunque conozcamos las consecuencias de eso.

 

Dos goles

 

¿Entonces, qué somos?

Vaya a saber.

Cómo saberlo.

Y tampoco pareciera una cosa tan importante. Mucho menos urgente.

Tal vez, como a las partículas subatómicas, sólo podrían, ajenos observadores, definirnos por nuestras consecuencias.

O tal vez seamos algo tan contradictorio que la única aproximación posible para entendernos sean nuestras contradicciones.

Tal vez.

Aunque no sería algo urgente. Ni importante.

Tal vez seamos el doctor Jekyll y el señor Hyde. Ciegos y videntes. Constructores de monstruos y víctimas de bestias blancas.

Entre tantos opuestos, quizá la aproximación a una posible respuesta no esté tanto en la literatura y en las palabras que usamos para explicarnos sino, sencillamente, en un partido de fútbol.

¿O es que no nos asemejamos a ese partido de 1986 contra Inglaterra en el que un pibe nacido en las clases más bajas hizo los dos goles de una histórica victoria: uno, el más bello jamás visto en un Mundial; el otro, el más tramposo de todos los mundiales?

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