La tercera plaga. Por Tomás Hernández.

fotografía de Almudena Rubio

Tomás Hernández

(Escritor)

Fotografía: Almudena Rubio 

Imagen del poeta con Aolu, el vendedor ambulante de Granada. Granadahoy.com           

           

 

             La primera plaga, la enfermedad invisible, infecta el aire y anida en nuestros cuerpos. La segunda socavará la economía y más miseria hará más pobres a los pobres. De la infección no somos responsables y hasta el abominable Trump ha retirado de su vocabulario la calificación racista del virus chino. En la pobreza que vendrá  también habrá responsables con los mismos propósitos de siempre. De la tercera plaga todos somos partícipes y merece una reflexión. Me refiero al desprestigio incesante de las instituciones. Los mismos médicos que ahora aplaudimos, merecidamente, todas las tardes desde los balcones de nuestras casas, eran insultados, y a veces agredidos, en las consultas de sus hospitales, cuando se organizaban campañas de desprestigio contra la sanidad pública, contra la enseñanza, también pública, o contra el excesivo número de funcionarios que teníamos que sostener entre todos. Los médicos, los policías que ahora aplaudimos, son, no lo olvidemos, también funcionarios.

            En estos tiempos de reclusión forzada parece que nos ha dado por recuperar viejas lecturas, como si temiéramos que el abatimiento pudiera robarnos la memoria. Un amigo me decía que había vuelto a las muchísimas páginas de “Guerra y paz”; otro a Defoe, “Diario del año de la peste”, otros a Dickens o a Galdós. Yo hojeaba los otros días algunos de los muchos libros de Umbral. En uno de ellos señalaba cuales eran las tres grandes preocupaciones de los españoles en el año 1991: el ejército, el terrorismo de ETA y el paro. En este orden. Me sorprendió que nueve años después del asalto al Congreso, el ejército fuera percibido como un peligro mayor que el terrorismo etarra. Lo que entonces era una preocupación mayoritaria, ahora nos parece, afortunadamente, una extravagancia de las encuestas.

            Esta plaga de descrédito se enardece estos días con afirmaciones ambiguas o inexactas, cuando no directamente con la difamación y el menosprecio contra la persona para atacar sus ideas, y se centra sobre todo en la coalición de partidos del  gobierno. Hace unos días decía la escritora Elvira Lindo que el tono del enfrentamiento político en las sesiones del Parlamento la violentaba y que no creía que los ciudadanos manifestáramos nuestras divergencias con tan descarnada crudeza. Ese desprestigio al que algunos de nuestros políticos se están entregando con afán, no es sólo una actitud o un asunto de retórica parlamentaria, es una ideología muy peligrosa.

            En su monumental biografía de Hitler, Ian Kershaw reflexiona sobre las circunstancias que hicieron de un personaje tan ridículo y estrafalario como Hitler un líder carismático no sólo para el pueblo, sino también para personajes de reconocido prestigio intelectual y profesional. Menciona entre esas circunstancias, además de la humillación del Tratado de Versalles, la terrorífica inflación económica -por eso los alemanes no quieren ni oír hablar de devaluación-, un paro insostenible, el socavamiento del prestigio de la República de Weimar y el miedo a una Alemania bolchevique con que el que amedrentaba la prensa. Añádase la personificación del odio o el desprecio en un enemigo inventado, el judío. Los tiempos eran propicios al antisemitismo como lo son  ahora al emigrante. Dice Kershaw que fue la complacencia, la indiferencia al menos, de aquella sociedad la que hizo posible “la forma extrema de gobierno personal que se permitió que adquiriese y ejerciese un demagogo de cervecería de escasa formación, un patriotero racista, un narcisista megalómano que se proclamó él mismo salvador de la patria, en un país moderno, económicamente avanzado y culto, famoso por sus filósofos y por sus poetas, fue absolutamente decisiva en el terrible despliegue de los acontecimientos que se produjeron en aquellos doce años fatídicos”.

            Cada vez que hacemos afirmaciones engañosas como “todos los políticos son iguales”, “los partidos no sirven para nada” o banalidades semejantes, ponemos “otro ladrillo en el muro” -como advertían los Pink Floid- del desprestigio, el desaliento y la furia. Esa actitud puede estar inoculando una tercera plaga tan devastadora como las otras dos.

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