Quitilipi: La infancia en cien metros de calle

Por Yanina Comas Redactora de El Diario de Carlos Paz
viernes, 3 de diciembre de 2021 · 19:03

Por Yanina Comas
(Redactora de El Diario de Carlos Paz)

 

Un amigo del padre de Pedro Jorge Solans fotografió la casa natal del escritor y periodista, director de El Diario, y los cien metros que la rodea, una cuadra de la calle Tucumán, en la localidad chaqueña de Quitilipi.

Según Carlos Osicka, autor de las fotos, en esos metros pasó la mayor parte del tiempo de su infancia el autor de Crímenes en Sangre.

Osicka, un cronista ocasional de la memoria, vivía frente a la estación del ferrocarril al lado de la tienda Blanco y Negro dentro del radio de las andanzas de ese vendaval de pájaros que integraban los hermanos Raúl y Carlos Brollo, Mariano Santos, Joselito Gómez, el Pato Andino, el entonces "Cachito" Solans, los hermanos Romero, Miguel y Walter, Cacho Barrio, Rubencito Fortini, entre otros. 

Osicka había trabajado con el padre del escritor en la sucursal del Banco Nación, cuando estaba sobre calle Tucumán a una cuadra de la escuela Normal, y en los últimos tiempos quiso hacerle una jugarreta al olvido y le envió fotografías carísimas a la emoción del periodista afincado en Villa Carlos Paz desde 1973.

-Ahora así está tu casa, -le escribió cuando la imagen de la propiedad presenta -según Solans- reformas a la que dejó teniendo 12 años, en los primeros de la década del 70.

Cabe acotar que la mayoría de la obra literaria de Solans como "Crímenes en Sangre", "Isidro Velázquez, retrato de un rebelde", "Milagros del Gauchito Gil" y su última novela "Dónde caerse muerto" que integra la Colección Iberletras, y que fuera presentada en la última Feria Iberoamericana de Libro Chaco 2021 y en distintas ciudades de España y en Montevideo, tiene como escenario Quitilipi o sus alrededores.

Pero volviendo a las fotografías de Osicka, después de la casa ubicada al 28 de la calle Tucumán, también le envió al escritor lo que queda de la reconocida Librería del Colegio, de sus tíos Luis Gabriel Segura y Ángela Ferro. Pero el ex bancario quitilipense no se quedó allí, si no como una radiografía de distintas biopsias fue capturando imágenes actuales de la veterinaria La Rural de Nolo y Tita Gómez, que hoy está su hijo Joselito al frente, la parte lateral del Club Social donde se hacían los más resonantes bailes durante los años sesenta y setenta y que Solans (padre) fue parte de su historia. 

La veterinaria La Rural en sentido hacia el centro conlindaba con el consultorio del médico Muñoz González y luego hacía esquina la farmacia de Titi Colombo.


lParte lateral del Club Social que da a la calle Tucumán.

 

La ex librería del Colegio y casa de la familia Segura 

Y Osicka parece que se había entusiasmado cuando sintió que le ganaba la pelea al olvido y mostró también un terreno donde funcionaba la panadería Larroquette, al lado la verdulería de Mauricio Resnicoff, padre de la Tiki y la Olga, y en la esquina el almacén de Héctor Giulione. 

Cuando recibí las fotos en la redacción, le consulté a Pedro Solans qué recordaba de esos lugares, y me respondió sin dudar:

-"Todo Yanina. Es parte del escenario de mi niñez, allí  me empaché con la savia dulce de los días eternos, esos que se te estampan en la sangre."

 

Dios en su fiesta en el bar El Porteño

Texto sobre Quitilipi. 

Por Pedro Jorge Solans

 

Corría para llegar a la fiesta. La espera de mi padre sentado en una mesa del bar El Porteño empujaba mi carrera sobre las veredas que se hacían interminables.

Ya no importaba lo que había pasado durante la semana porque el momento se acercaba.

No le di tiempo a mi madre para que pasara por última vez el peine por mi cabeza recién lavada y escapé hacia el mágico encuentro.

¡No corrás, te podés caer! -Escuché en la voz de ella. Pero la advertencia no pudo alejar la sensación, el sabor, el olor del banquete que se preparaba en la confitería de los hermanos Pablos en las tardes veraniegas de Quitilipi.   

Salí bañado y con ropa limpia a enfrentar el atardecer sabatino donde las chicharras pasaban la gorra tras sus conciertos y los cascarudos querían jugar a la pinza con las luces de las calles que se encendían de a poco.

Parecía que volaba. Esquivé vecinos, reposeras, triciclos y bicicletas exhibidas en la bicicletería La Veloz; y apenas pasé los pianos callados del Conservatorio Fracassi de la señorita Lola Pons, salté arrebatado por las circunstancias, y unas baldosas flojas me recibieron con barro arisco. Volé como quien quiere llegar rápido, a destiempo, al edén, y aterricé con la habilidad de un plato volador.

Me levanté como un resorte para eludir miradas y testigos. Con la cara colorada de vergüenza hice un somero inventario de cómo había quedado: unos golpes en la rodilla y tierra pegada en la ropa que aún olía a jabón blanco.  Simulé con una sonrisa el ardor de las lastimaduras y llegué a los brazos de mi padre que lucía un chopp santafesino helado.

-¿Te caíste?

– Sí, en la esquina de Tono, pero no me hice nada.

Mi padre lo miró a Calú Pablos que observaba la escena desde la puerta, y con gesto cómplice el dueño del bar lanzó un refrán pueblerino: “La felicidad tiene sus golpes y los manjares sus esperas.”

- Ya sale lo pedido, anunció Calú.

Beber un sorbo de esa cerveza helada del vaso de mi padre no tenía golpes ni rezongos que se comparara. Era uno de los mejores momentos de mi ansiada celebración.

La espuma de la cerveza besando mis labios y los platitos de salchicha ahumada, de papas fritas, de mostaza, de salamín, de queso y de pan cortado, de aceitunas, de pororó, de mayonesa y de maní salado distribuidos en la mesa era una maravilla.

Me sentía un Dios en su fiesta.

Aún hoy recuerdo esas celebraciones y la frase que repetía el mozo cuando atendía a los niños que pedían algo.

-Aquí, en la tierra, no hay fiestas divinas. -Lo escuché por primera vez cuando le pedí otro chopp y él llevaba la bandeja repleta.

Cuando mi madre llegó al bar vio la camisa sucia y mi rodilla golpeada; pero no vio mi rostro encendido de dicha, ni mi sonrisa agradecida. Se sentó molesta. Compartió un vaso de cerveza y propuso enseguida el regreso a casa con el rezongo responsable y la excusa obligada. La cena se enfría.

Hasta hoy me reprocho aquella caída.

   

 

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