Tertulia por el día del libro en la televisión chaqueña

El día del libro (15 de junio) y el de las escritoras y los escritores (13 de junio) son dos fechas que casi coinciden y tal vez sean una misma celebración.

Especial para El Diario de Carlos Paz.

 

 

Solo que este año la pandemia continúa y entre tantos queridos y valiosos escritores que murieron está Juan Chico. Y también en los mismos días murió por la otra forma que toma la pandemia, la represión, Josué Florentín Lagos, que no sabemos ya si hubiera sido un escritor más, o un historiador como Juan. En el marco entonces del día del Libro se ha transmitido por el Canal Chaco TV el pasado martes 15 de junio, a las 20:30, el programa especial “Recordando a Juan Chico”.  Una tertulia literaria en reconocimiento a todas las escritoras y escritores del Chaco, que es también decir del mundo. La iniciativa formó parte del programa cultural Diversidad Colectiva. Participaron los escritores y las escritoras:  Francisco Tete Romero;  Juan Solá; Elizabeth Bergallo; Susana Swarc; Claudia Massin; Miguel Ángel Molfino y el docente y traductor qom, David García, y se compartió el programa a través del lenguaje de señas.

Miguel Ángel Molfino.

El recuerdo de Juan Chico -autor de los libros “Las voces de Napalpí” y “Los qom de Chaco en la guerra de Malvinas” con los que nos  permite ver lo valioso que se vuelven los indígenas  en determinados momentos, y en lo absurdo de ser enviados a defender una patria que los desconoce y ofende- estuvo presente, tanto como el deseo de que sus libros sean leídos en todo el país muy pronto. Transcribimos algunos de los poemas y  narrativa leídos.

Elizabeth Bergallo

 

Poema de Graciela Elizabeth Bergallo

(incluido en el poemario inédito “Memoria que tiene Sed”)

 

“La huella de la mariposa

no se ve

la huella de la mariposa no se borra”

decía Mahmud Darwish,

como una canción que se conforma

plagiando a las sombras. 

es la tierra que se piensa

la vibración de una cuerda

es un tatuaje

un aleteo

un silbido

un rugido

espasmos de la memoria, fuerza secreta

es la sed un gesto que afila el deseo

lunares de luna, brotes de palabras 

saetas lanzadas a lo virtual

que impactan en lo real

en los círculos de vidas hay huellas intocadas

que se derraman alguna vez

en un pronunciamiento

vapores guardados en calderos

que vuelven del reino de los cielos

cuando el día se apaga se encienden luciérnagas

machetes invisibles abriendo picadas

movimientos en la historia de poderosas

palabras susurradas.

 

Claudia Massin

 

Poema de Claudia Massin

(Una canción como esa

A Milagro Sala)

 

En los pueblos anestesiados, adormecidos por un sol violento, cada vez

que llueve se levanta de las calles de tierra una nube de vapor, un humo viejo

que trae el olor picante de la pólvora vencida, disparada hace décadas

sobre cuerpos desarmados o en enfrentamientos desiguales

de cientos contra pocos, un humo que condensa el olor de todos los fuegos

encendidos a la noche, jornada tras jornada, mes tras mes, año tras año,

para asar la carne o calentar la comida que hubiera,

unos junto a otros reunidos alrededor del fogón como luciérnagas 

que se han ido apagando para dejar su brillo en una caja que otros construyeron,

sin agujeros por donde respirar porque no todos, se sabe, tienen derecho a la vida

y a la belleza. Es denso ese humo y es tóxico, y se nos cierra la garganta

cuando llega, porque guarda el olor corrosivo que se adhiere a los cuerpos

de tanto andar juntando los desperdicios que otros dejan, la basura ajena,

para seguir sobreviviendo. El olor de ese humo, a pobreza

y a miedo, a veces crece y crece y llega a las ciudades ricas donde apesta

más que nunca y hay que espantarlo con las manos como a un insecto.

No tiene historia, no duele, a nadie le pertenece ese olor cuando entra a las casas

y molesta, lo único que importa es apagarlo, taparlo,

hacer que vuelva a donde pertenece,

porque no se puede invadir la propiedad de los otros con la propia

miseria. Sin embargo es más grande todavía el desprecio y el asco

cuando esos hombres y mujeres un día se atreven a salir a las calles, 

a invadir el centro de ciudades que no fueron construidas para ellos:

aunque han venido de tan lejos, y están sucios y cansados, no traen

ese olor animal con ellos, no es pobreza ni miedo

eso que los circunda como un halo imposible y los protege

como una empalizada, como una fuerza torrencial y serena

que los sostiene con la delicadeza con que debe ser sostenido

algo que ha sido roto y recompuesto mil veces, algo a la vez infinitamente

poderoso y frágil, porque ha conocido la experiencia

de su propio derrumbe y ha vuelto. No es pobreza ni miedo,

no están vencidos porque vienen cantando, se los oye desde lejos, nadie puede

no oírlos, su canción tiene raíces tan hundidas en la tierra que a algunos

les toca el corazón, les hace nacer una alegría que no conocían, tan intensa

que pareciera que les rompe el pecho, pero en otros despierta

una violencia incurable y quisieran arrancar ese canto

y arrancarlos a ellos como a la mala hierba para que algo así,

capaz de transmitir una esperanza tan tremenda, no pueda propagarse

y contaminar a los demás, a los que bajan la cabeza y aceptan

porque no saben, no les han dicho, nunca han escuchado

una canción como esa. Que no existen los milagros es algo

evidente. Pero sí existen algunos –poquísimos- seres con el coraje, la terquedad,

la furia de insistir en lo que no se puede: caminan sobre el agua

o multiplican los panes y los peces

como si no estuvieran haciendo nada extraordinario, apenas lo justo,

lo que tenía que ser hecho. Una sola de estas personas

puede lograr que el mundo se ahueque como los ventrículos del corazón

enorme y violento de las fieras del monte, cuyo latido retumba adentro de la tierra

hasta que incluso los seres más mansos, más pequeños, lo escuchan

y entonces despiertan y escapan de una vez y para siempre

de su cautiverio.

 

Poema de Susana Szwarc 

(publicado en el libro “En lo separado”. Último Reino)

 

    Horas

                   a Josué Lagos

 

Esa niña flaca, decimal con su flor

roja al ladito del borde: mira claramente al que

levanta la pala

un pie va a hundirse –con la pala –en el montón de barro.

Es la hora del entierro y la flor

por arte de magia será libro.

La niña –que no sabe-

lee “sobre el dolor inmensurable”.

Nos distraemos por el sonido de un saxo

que comienza a trepar –metálico –

hacia atrás y salen más niñitas de los ranchos.

Es la hora del pedido:

ehendú che ha’éva, ome’e chéve un pedacito de pan 

-golpean, esos niños, sin padres

-otra vez, piden pan

-¿no les dan?

Ordenemos la historia ¿Evita había muerto?

¿Perón había caído? ¿Su estatua destruida en

la placita Sarmiento? ¿Yo tenía el sarampión?

¿Cantaba Ramona Galarza? ¿Tu perro

aquella noche era un lobizón? ¡Oh!, sí, tal vez tu perro

aquella noche, era. Lame la sal del cuerpo y

las tan estrellas caen, por mí.

El  lobizón desvanece de cercanía. Apenas

alcanzamos los breteles. Maldito gallo, que se

calle. Y que nadie sepa nunca.

Otra hora: tu siesta, los mosquiteros hacen

marcas hexagonales sobre mi morena

piel más vieja que el sulki

verás la polvareda y en ella el surco

¿dónde aún me harías caer?

(la longitud del muro hace a la partida

de los perros)

Recordemos: la niñita –la de la flor roja-

detenida como en un recital infinito y el saxo:

único movimiento acompañado por el taburete

donde una madre oye:

-¿quién no ha leído a Nietzche a los 17 años?

dirá él, ágil sus dedos arman cigarrillos

sus ojos alucinan patios y potras.

Dirá, es la hora de jugar: serás Yocasta

y juegan al día más perfecto de la historia.

Guardan azúcares aceites en el jarrón de lo indecible

juegan a encontrar los fierros para disparar: a los gatos

las alarmas al hueco del jarrón y a sacar al muerto

de su torpeza: su obstinación de muerto.

Arrancan flores hasta la niña decimal

jadean:

ningún patio es completo

ni siquiera el de la  madre.

Recordemos: el saxo, las horas,

la niña que dice es la hora

y vuelve a leer.

 

Francisco Tete Romero

(Del libro inédito: Fantasmas del Paraná

Capítulo 1)

Nadie supo por qué Mamá se largó a cruzar a pie el Paraná. Sola Marta, su vecina, la escuchó decir ahora que el río nos deja voy a buscarla. Y se largó sin mirar a nadie, como poseída, enfilando derechito hacia la zona de la nueva costanera, hacia la playa, caminando cada vez más agachada en la arena, no escuchando lo que dos hombres le decían señora que hace señora le va a hacer mal y entró a las aguas del Paraná y ahí si levantó la cabeza y miró al cielo o lo que sea que está arriba de nosotros.

Atardecía en Corrientes, comenzaba el otoño y Mamá iniciaba su camino por el río, la búsqueda imposible de mi hermana Marité.

Ella fue la primera que caminó por las aguas entonces mínimas del Paraná. Después se largó a pie o a caballo una legión de desquiciadas, así comenzaron a llamarlas, que luego de los primeros días de total desconcierto, cuando estuvo expresamente prohibido hacerlo y las costas de ambos lados del puente Belgrano estuvieron rigurosamente custodiadas, seguían brotando de quién sabe dónde desafiando las guardias de las prefecturas de las dos orillas, sobre todo en sus cambios de turno.

Hasta ese momento yo la visitaba una vez por semana. Seguía viviendo en Resistencia pero ahora en su casa, en la casa de Mamá que nunca aprendió a sentir como propia, o al menos eso me decía y creo que eso sentía, porque su segundo marido le duró poco, cuatro o cinco años nomás y cuando se mudaron al barrio Central Norte Mamá ya empezaba a confundir los lugares y los tiempos y a meter de sorpresa en cualquier conversación a mi hermana Marité que hacía demasiado tiempo que ya no estaba. Por eso digo que no se halló en esta casa donde ahora estoy, mitad porque me había quedado sin lugar donde vivir, mitad porque Mamá me dijo Beto quedáte acá por favor porque yo tengo que estar cerca de tu tía Angelita, su hermana mayor, porque estaba muy enferma y tenía que acompañarla en sus últimos meses. Para que me cuides la casa agregó. Por eso se fue a Corrientes o eso creía al menos hasta que empecé a entender, ya tarde, por qué había cruzado la otra orilla.

Hasta que las caminantes del Paraná no aparecieron la Isla Santa Rosa era casi desconocida, un lugar adecuado para un tipo como yo. Había caballos y eso bastaba porque yo amo a los caballos. Los entiendo y ellos me entienden. Por ese entonces creía que la maldición que había heredado ya se había consumado porque ya no tenía más nada que perder. Eso al menos creía hasta que vi llegar a la isla a la primera mujer que se lanzó a pie a atravesar el río. Entonces supe que yo seguía siendo el Desierto.

Soy estéril, último sobreviviente de una vieja familia argentina, cruel pero no cínico. La culpa es del desierto del Chaco escribió mi tatarabuelo Alfredo en su diario, hace ciento veinticinco años. Soy como él.

 Somos el desierto. Soy el que ya no se resiste a la oscuridad que lo habita.

Eran los primeros días de mayo de 2000 cuando yo lo conocí a usted que era un mocoso de cinco años, eso me acuerdo bien me dijo Ramírez y no supe qué hacer con el silencio que me impuso luego, porque se me quedó mirando fijo como si yo tuviera que completar su frase. Muy incómodo me sentí en ese momento. Pero eso no fue nada, nada comparable a cómo me sentiría después, cuando se largó como un poseído a contarme la historia de las locas y los fantasma del Paraná, porque yo llegué antes que usted Ernesto a la isla me dijo como culpándome por mi demora en llegar a tiempo. Imagínese Silvia, yo había nacido en el Chaco, sí, yo tenía familia allá, sí, yo regresaba después de diez años, tenía treinta en ese entonces, tres meses atrás, pero en verdad qué sabía del Chaco, si solo había vivido allí mis primeros cinco años y luego había estado unos pocos días en visitas esporádicas. Pero le pido Silvia que me tenga paciencia, sé que usted está grabando todo, pero yo necesito que me atienda, que me mire mientras le estoy contando esto porque no es solo lo que le cuento lo que me trae hasta acá, hasta usted, sino lo que siento mientras le cuento, lo que necesito transmitirte que sintió Ramírez hace unos meses, lo que me dijo que descubrió allá, en el lugar donde yo nací, cuando las aguas del Paraná bajaron tanto que decenas de tipos y tipas de todas las edades, sobre todo de mujeres se largaron a cruzarlo a pie o a caballo, lo que dijeron encontrar las que no se ahogaron o extraviaron y sobre todo, Silvia, lo que encontró en la Isla Santa Rosa, el infierno que le hicieron descubrir allí, porque no solo casi le cuesta la vida, sino porque nunca pudo recuperarse emocionalmente, porque quedó roto para siempre, así me dijo Ramírez lelo me quedé, roto bien roto. Por eso se fue al Paraguay, como huyendo y mire que el tipo tenía fama de duro. Yo también pasé lo mío en esas horas interminables y tan oscuras en medio del río Paraná. Por esto necesito contarle lo que sentí y lo que descubrí allá Silvia, para que pueda entender por qué estoy así y aquí, tan medicado y encerrado.

 

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