Artesanos de Granada

José Lara, el último gran maestro artesano de la taracea

Por José Mª Cotarelo Asturias (Poeta y dramaturgo)
viernes, 18 de junio de 2021 · 15:38

Por José Mª Cotarelo Asturias

(Poeta y dramaturgo)

 

Sobre su viejo taller aún se pueden adivinar unas manos abrazando estrellas con la punta de los dedos, eran estrellas minúsculas de marfil centenario, que se unían para formar un cosmos de tintineantes reflejos planetarios, de lunas inversas, de mil astros.

 

Video de las obras de José Lara>>

Había pequeños trozos de madera incrustados, ora de cerezo, roble, nogal; sabe Dios qué noblezas tantas. Estaban atarazados, divididos y partidos en pedazos.

Hay un arte centenario que sobrepasa los siglos, la historia, más no la memoria del pueblo que le dio forma; es el arte de la taracea, del que ya Plinio el Viejo hablaba en su obra de la historia natural y del que nuestro Covarrubias hace referencia como tarazón, sinónimo de trozo. Pero este milenario arte, ya a punto de extinguirse por la modernización, nos viene de le época sumeria, en Mesopotamia, sobre el 3000 a. C. y que alcanzó su máxima expansión desde el siglo XV hasta nuestros días y aún, aunque con escasas muestras de aquella forma de incrustatio o loricatio, se sigue haciendo en Damasco y en Granada.

Había un hombre sobre cuyas manos las maderas y los huesos se rescataban, se recreaban en ellas mismas, con su propia vida, que supera cualquier forma, cualquier laberinto, cualquier espacio. Parecen combinaciones etéreas, sólo para iniciados. El arte, que no es al fin, más que dar formas, sólo se manifiesta en un pequeño puñado de artistas sobre los que la magia de la inspiración ha caído, como una bendita gota de agua, sea para recomponer permanentemente el orbe anhelado o por darle a la brevedad de la vida un puñetazo de arte. M. León nos refiere " en los pechos una cruz azul y roja traía/ como si taraceados/ violetas y clavellinas/hicieran mezcla".

Contemplo un pequeño mueble de taracea; es obra del maestro José Lara; pero no es un mueble solamente, entre sus reflejos se evocan sueños de antaño, interminables historias sobre las que las añoranzas se bifurcan, se proyectan hacia el futuro como la herencia incierta de algo hermoso. Es un mueble cargado de extraña energía, parece tener vida propia, hablar con sus signos que invitan a adentrarse, a preguntarse qué intención puso el arte en su creador. Está hecho de rectángulos y puntos de silencio, retomando la arqueología minuciosa, las horas inmóviles de los días de antaño, cuando se recompusieron las primeras piezas. Tal vez sea el recuerdo de sus manos acariciando la improrrogable estancia que el tiempo aminora, recorriendo algunos -pocos- objetos de arte que quedaron arrumbados, sembrados de estrellas que nos sobrepasarán  algún día y quizá alumbren, en el recuerdo, unos ojos aún de llanto. Sólo la creación supera el tiempo en cuanto esta sea parte del universo, soplo  moldeado contra la brevedad de las cosas.

Las manos de José Lara labraban en madera durante toda una vida hasta no hace mucho, hermosísimos versos asonantes sobre los que rima el marfil, el color y el silencio de las interminables tardes de soledad y frio. Eran días tallados en horas de angustia y ganas de mandarlo todo al traste; manos con olor a cera y a mucha soledad imperdonable. Sólo la pasión por su trabajo parecía salvarlo. ¿Qué será de Granada, ay, su Graná, cuando el calambre del tiempo deje a un lado la sierra, la lima y los últimos trozos de taracea inacabados?, ¿Qué, de ese oficio que custodia el arte en su andadura? Aún le quedan ganas al maestro para adentrase en una novela y eso que aprendió a escribir ya tarde y le queda pendiente el gran libro de la taracea, del que sólo él puede hablar con poderío, sapiencia y arte.

España es un país de arte y olvido casi en el mismo porcentaje, lo que denota, entro otras muchas cosas, la enorme falta de sensibilidad hacia determinados aspectos de las artes plásticas. Ahora que aún estamos a tiempo, sería justo rescatar para la vaga memoria de los siglos venideros la figura de éste talentoso artista sobre cuyas manos puso la naturaleza tantísimo amor y cuidado.

Abro una puertecilla del viejo mueble, sobre cuyo centro reposa una llave oculta, perfectamente disimulada; su escritura es secreta. Aquí una vez más, el centro es paso, no llegada, ¡ocurre tanto en el arte!, suena música, no es una música cualquiera, no sale de un extraña mecanismo dentado, es la sintonía que se extiende en el espacio y se aleja en compás de refracción inacabada, la que inspiran las cosas bien hechas, notas salidas del profundo arte milenario y cuyo son parece decirnos:

     Hay una copla que canta / desde la puerta de Elvira/ hasta la cuesta de las Palmas:/no hay artesano más fino/ que el maestro José Lara.

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