Bar El Porteño, Quitilipi 1968
Dios en su fiesta
Por Pedro Jorge Solans.
Corría para llegar a la fiesta. La espera de mi padre sentado en una mesa del bar El Porteño empujaba mi carrera sobre las veredas que se hacían interminables.
El arrebato me hizo olvidar el tiempo. Ya no importaba lo que había pasado durante la semana porque el momento se acercaba.
No le di tiempo a mi madre para que pasara por última vez el peine por mi cabeza recién lavada y escapé corriendo hacia el mágico encuentro.
-¡No corrás, te podés caer! -Escuché en la voz de ella. Pero la advertencia no pudo alejar la sensación, el sabor, el olor del banquete que se preparaba en la confitería de los hermanos Pablos en las tardes veraniegas de Quitilipi.
Salí bañado y con ropa limpia a enfrentar el atardecer sabatino donde las cigarras pasaban la gorra tras sus conciertos y los cascarudos querían jugar a la pinza con las luces de las calles que se encendían de a poco.
Parecía que volaba. Esquivé vecinos, reposeras, triciclos y bicicletas exhibidas en la bicicletería La Veloz; y apenas pasé los pianos callados del Conservatorio Fracassi que dirigía la señorita Lola Pons, salté arrebatado por las circunstancias, y unas baldosas flojas me recibieron con barro arisco. Volé como quien quiere llegar rápido, a destiempo, al edén, y aterricé con la habilidad de un plato volador.
Me levanté como un resorte para eludir miradas y testigos. Hice un somero inventario de cómo había quedado: unos golpes en la rodilla y tierra pegada en la ropa que aún olía a jabón blanco. Simulé con una sonrisa el ardor de las lastimaduras y llegué a los brazos de mi padre que lucía un chopp santafesino helado.
-¿Te caíste?
– Sí, en la esquina de Tono, pero no me hice nada.
Mi padre lo miró a Calú Pablos que observaba la escena desde la puerta, y con gesto cómplice el dueño del bar lanzó un refrán pueblerino: “La felicidad tiene sus golpes y los manjares sus esperas.”
- Ya sale lo pedido, anunció Calú.
Beber un sorbo de esa cerveza helada del vaso de mi padre no tenía golpes ni rezongos que se comparara. Era uno de los mejores momentos de mi ansiada celebración.
La espuma de la cerveza besando mis labios y los platitos de salchicha ahumada, de papas fritas, de mostaza, de salamín, de queso y de pan cortado, de pororó, de aceitunas, de mayonesa y de maní salado distribuidos en la mesa era una maravilla.
Me sentía un Dios en su fiesta.
Aún hoy recuerdo esas celebraciones, y la frase que repetía el mozo cuando atendía a los niños que pedían algo.
-Aquí, en la tierra, no hay fiestas divinas. -Lo escuché por primera vez cuando le pedí otro chopp y él llevaba la bandeja repleta.
Cuando mi madre llegó al bar vio la camisa sucia y mi rodilla golpeada; pero no vio mi rostro encendido de dicha, ni mi sonrisa agradecida. Se sentó molesta. Compartió un vaso de cerveza y propuso enseguida el regreso a casa con el rezongo responsable y la excusa obligada: -La cena se enfría.
Hasta hoy me reprocho aquella caída.
(Agradecimiento a José Luis Recamán por su labor de recopilador histórico de la ciudad de Quitilipi)