«Marcel Proust y las reproducciones»

viernes, 3 de septiembre de 2021 · 19:28

Por Hugo Beccacece

 

En la sesión ordinaria del jueves 8 de julio, realizada de forma virtual, el académico de número de la AAL Hugo Beccacece leyó su comunicación titulada «Marcel Proust y las reproducciones», en homenaje al escritor francés por el 150 aniversario de su nacimiento.

El artículo de Hugo Beccacece se publica a continuación, y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de julio-diciembre de 2021.«Casi siempre que se habla de Proust, se lo asocia con el pasado, la memoria involuntaria y el poder salvífico del arte, que permite recuperar el tiempo perdido. Pero Proust fue un hombre que introdujo la modernidad en su vida cotidiana desde muy chico y eso hizo posible que también la llevara a su obra literaria. Su abuela materna, cuya muerte tanto lamentó su nieto en la vida real, y el Narrador de En busca del tiempo perdido, era Marguerite Berncastel, una mujer culta, interesada por el teatro, por la lectura de los clásicos, que se sabía de memoria la correspondencia de Mme. de Sévigné y que escribía ella misma cartas magníficas a su hija, Jeanne, la madre de Marcel. Como dato curioso de la herencia genética de las familias Weil y Proust, corresponde decir que éste y Karl Marx tenían un antepasado común y eran primos lejanos.

Marguerite Berncastel llevaba a Jeanne al teatro, cuando ésta aún no se había casado, a ver obras clásicas y contemporáneas; además, estaba muy al tanto de las grandes puestas en escena y de la calidad de los intérpretes, así como le gustaba la pintura, la arquitectura de las catedrales y la escultura. Acompañada por Jeanne iban al Louvre y a exposiciones temporarias. Se preocupó mucho de la educación privada de su hija, que aprendió latín y hablaba y escribía muy bien en inglés y alemán. Ayudaría a su hijo Marcel a traducir a Ruskin al francés.

La abuela acostumbró a su nieto a valerse de la tecnología de su época. Ese hábito le serviría de mucho en la redacción de su novela. Desde que era un niño, Marguerite Berncastel iba a comprarle fotografías como regalos o le enviaba postales de pinturas, esculturas, fachadas de catedrales y templos antiguos; pero como le parecía que las fotografías eran el resultado de una reproducción fiel, pero mecánica, y eso las hacía un poco vulgares, terminaba por buscar reproducciones de obras de artistas importantes que hubieran pintado catedrales o retratos de otros artistas. Así, por ejemplo, le compraba reproducciones de la Catedral de Chartres por Corot; de las Grandes Aguas de Saint-Cloud por Hubert Robert; del Vesuvio por Turner. Iba aún más allá, si era posible dar con ellos, compraba grabados antiguos, de preferencia aquellos que mostraban a una obra maestra en su estado originario, antes de que el tiempo la deteriorara, como el grabado de La última cena de Leonardo Da Vinci, por Raffaello Sanzio Morghen (1758-1833). Su intención era ofrecerle a su nieto “un grado más de arte”. A veces, este le habría agradecido que le hubiera llevado una fotografía, mucho más fiel a la realidad de la obra.

En la novela, Swann, le regala al narrador fotografías de los Vicios y Virtudes, de Giotto, de la Capilla de los Scrovegni, de Padua, que aquél cuelga de las paredes de su habitación.

Llegado a la adolescencia y a la juventud, Proust se suscribió a la Gazette des BeauxArts y a La Chroniques des arts et de la curiosité, dirigidas por Charles Ephussi, uno de los modelos de Charles Swann. Esas revistas le sirvieron para conocer las obras desconocidas y para contemplar a éstas y a las conocidas con calma. En algunos casos, hasta recortaba la reproducción de alguna que le interesaba para tenerla a la mano.Además, le permitían estar al tanto de las exposiciones temporarias, a las que iba muy poco y, con el correr de los años, casi nunca. Por supuesto, también compraba libros de sus artistas preferidos, muchos de los cuales son mencionados y analizados en la novela, como Carpaccio y Giotto.

Esas revistas le fueron útiles en los últimos años de su vida para verificar los recuerdos de obras que no había visto desde joven. Ephrussi puso a disposición de Marcel la colección completa de la revista y su biblioteca, además de su colección de dibujos japoneses

En la Recherche, hay más de cincuenta menciones a obras que fueron reproducidas en la Gazette des Beaux Art antes de 1922. Se sabe que algunas de ellas, como Vista de Delft, de Vermeer, fueron vistas por Proust en museos. En el caso de Vermeer, en un viaje a Holanda, hecho con Bertrand de Fénélon. Fue la primera vez que Proust vio esa obra, el 18 de octubre de 1902, y quedó deslumbrado. Le dijo a su amigo, al salir del Museo de La Haya: “Sé que he visto el cuadro más hermoso del mundo”. Desde ese día, lo obsesionó el pequeño lienzo de pared amarilla que resalta entre las casas de colores oscuros. En À la recherche..., transfiere esa obsesión a Bergotte, el escritor admirado por el narrador.

Diecinueve años después de aquel viaje a los Países Bajos, Proust escribe un pasaje conmovedor. Bergotte, el gran escritor, admirado fervientemente por el Narrador, está gravemente enfermo y presiente que le queda muy poco de vida. A pesar de su debilidad y sufrimiento, va a ver una exposición de Vermeer en París. Lo que quiere es contemplar el pequeño lienzo amarillo de pared para comparar la perfección de ese fragmento con su escritura. “Así debiera haber escrito yo -se decía-. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias capas de color, que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo.”

En la sala del museo, muere. Hubo un período, durante su adolescencia y primera juventud, en que Proust frecuentó el Louvre casi diariamente con sus amigos Lucien Daudet, Robert de Billy, Pierre Lavallée y otros, para recorrer las salas y, al pasar, descubrir los parecidos de los personajes de un gran cuadro, por ejemplo de Veronese con personas reales que conocían y trataban. Por otra parte, el Louvre era para Marcel una coartada cultural irreprochable que le permitía encontrarse con sus amores adolescentes de turno, sin que su madre sospechara algo o que le permitiera a ésta disimular que lo sabía todo. Para eso, los jóvenes parisienses utilizaban, sobre todo, el Salon Carré del Museo. Más tarde, Proust dejó de ir casi por completo al Louvre. Desde 1897 a 1922, fue sólo tres veces.

Hay algo importante para señalar en la formación de Proust en las artes visuales. Visitó pocos museos franceses, fuera de los de París. En el extranjero, sólo estuvo en Bélgica, Holanda e Italia y en ésta, estuvo únicamente en Venecia. No visitó Florencia ni Roma. Por lo tanto, no tuvo muchos contactos directos con obras maestras de la pintura y de la escultura. Por ejemplo, no vio la Capilla Sixtina con los frescos de Miguel Ángel, de Rafael, de Botticelli. Tampoco estuvo en España, de modo que su apreciación de Velázquez, al que admiraba, era muy limitada. Nunca vio Las meninas. Aunque la fotografía había hecho posible que se pudieran apreciar muchas obras destacadas en reproducciones; éstas, en vida de Proust, no eran en colores, sino en blanco y negro. De modo que el escritor ni siquiera podía darse una idea de lo que eran los colores de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Se encontraba en la situación de los aficionados y críticos de arte que debieron repensar el arte griego y, por consecuencia, el neoclásico de Winckelmann cuando supieron que originariamente los templos y las esculturas antiguas tenían color, lo que convertía esas obras en algo muy distinto de las nobles figuras perfectas de mármol blanco que pintadas, quizá, podrían resultar chillonas. Proust era muy consciente de la limitación que le imponía su enfermedad. Por más revistas de arte que hojeara, nada reemplazaba la experiencia del original.

En este punto, Marcel experimentó el avance y los límites de la técnica fotográfica de su época. Los retratos fotográficos en color empezaron a hacerse en la década de 1930.Por eso, cuando iba a un museo o a una exposición temporaria, veía únicamente las pinturas; los dibujos y los grabados los pasaba por alto, porque no perdían o perdían mucho menos en la reproducción. En cambio, los óleos, las acuarelas, eran definitivamente muy distintos de la copia en blanco y negro. Desde el punto de vista de la revolución estética que provocó Picasso con el cubismo, Proust no estaba entre los que rechazaban ese cambio; por el contrario, todo lo nuevo despertaba su curiosidad y lo atraía. Y eso fue así hasta el final de su vida. Picasso aparece mencionado en À la recherche. También aceptaba el futurismo.

De todos modos, esas novedades no cambiaron el panteón de sus preferencias. Claro que él llegó a la apreciación de la vanguardia por una vía muy atractiva, la de los Ballets Russes, de Diaghilev. Estuvo en la première de La consagración de la primavera, como había asistido en su momento a las funciones de Pelléas et Melisande, de Debussy y fue uno de los partidarios de la obra, a los que sus adversarios llamaban burlonamente “les pélléastres”. El escándalo de Parade, el balle con música de Eric Satie, vestuario y escenografía de Picasso, no lo molestó en lo más mínimo, le tenía simpatía a Jean Cocteau, que había sido el alma de ese proyecto. Proust había incorporado a su vida el teléfono, la transmisión de óperas por teléfono, el automóvil y, más tarde, aunque no voló, le compró un avión a su chofer y amante Agostinelli. Con éste, Proust, que lo había conocido en unas vacaciones en Cabourg, recorrió las rutas de Normandía, sus pequeños pueblos y la costa. Esos paseos le hicieron asimilar y disfrutar el cambio que la velocidad introducía en la contemplación del paisaje y en su percepción del mundo. En una ocasión, llegaron tarde a Lisieux, a 32 kilómetros de Cabourg. Había caído la noche. Proust quería ver la catedral, pero la oscuridad se lo impedía; una de las razones por las que había querido llegar hasta allí era el porche de la iglesia, descrito por Ruskin. Estaba adornado con árboles de piedra, bajo los cuales, según el escritor inglés, habían pasado Enrique II de Inglaterra y Eleonora de Aquitania en 1152 cuando se casaron. Pero Proust no podía ver nada de eso por la espesa tiniebla. De pronto, un círculo de luz se paseó por una de las columnas. Agostinelli desplazaba con sus manos los faros encendidos del coche sobre la columnata. Lo hacía con lentitud para que Marcel pudiera ver los menores detalles de las hojas. El escritor nunca olvidaría esa escena que fue posible no sólo por el ingenio de Agostinelli, sino porque éste disponía de los recursos mecánicos y la electricidad. El filósofo, periodista y escritor, Walter Benjamin en su famoso ensayo El arte en la era de la reproductibilidad técnica reflexionó sobre los cambios que las imágenes múltiples acarreaban. El aura de la obra única se perdía. La mayoría de los niños y de los adultos conocerían las reproducciones fotográficas en sus casas antes que el original. Éste pasaría a ser casi una antigüedad. Más aún cuando llegó el color.

Benjamin alcanzó a ser fotografiado en color por Gisèle Freund, al igual que Virginia Woolf. Comprobó que las imágenes múltiples en color eran mucho más fieles a la realidad y a los originales. A Proust, no le interesó el cine. Para su escritura, le bastaba con las fotos. Además, el hecho de estar encerrado en una sala, a oscuras, con mucha gente, le causaba rechazo y, como siempre, su excusa para no hacer lo que no quería era el asma. Benjamin, en cambio, pensaba en el cine como el arte paradigmático en la era de la reproductibilidad técnica porque consistía en reproducir cuántas copias se quisiera: no había original. Eso, por supuesto, terminaba con el aura, con la unicidad de la obra de arte característica delos tiempos anteriores a la fotografía. Durante toda su vida, Proust reunió muchas reproducciones, tenía un museo fotográfico y de grabados de las obras que más admiraba. Esa colección se perdió entre las llamas.

Después de la muerte de Marcel, su cuñada, la esposa de Robert Proust, que había acumulado resentimiento contra ese hombre que, de improviso, había opacado la brillante carrera de su hermano médico, y se había callado el rechazo que le inspiraba la homosexualidad del escritor, quemó todas esas imágenes de arte y también los retratos fotográficos de las mujeres y los hombres de la aristocracia francesa que le habían inspirado a Proust personajes comoel duque y la duquesa de Guermantes; el príncipe y la princesa de Guermantes; el barón de Charlus y al conmovedor marqués Robert de Saint-Loup, Para conseguir esas fotografías, Proust debió hacer verdaderas campañas de seducción y diplomacia en la alta sociedad y en el mundo del arte.

Los retratados no sabían que, durante las noches de insomnio y escritura él novelista estudiaba los rasgos en blanco y negro de sus amigos durante horas. Murió rodeado de imágenes y de papeles escritos con su letra indescifrable, salvo para Céleste Albaret, su ama de llaves. El azar hizo que un industrial de perfume y gran coleccionista de manuscritos, Jacques Guérin, llegara a tiempo para rescatar de la hoguera los manuscritos de la novela y algunas cartas: el tiempo recuperado.

Fuente: https://www.aal.edu.ar/ 

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