Hotel Paraíso

Los mejores cuentos de Melina Navarro Frutos

Escritora y docente.
domingo, 28 de agosto de 2022 · 17:59

 

Hotel Paraíso

 

El agua le subía rápidamente por los pies. El pequeño cubículo se inundaba. El encierro la desesperaba. No podía respirar. Los viejos azulejos, amarillentos de zarro y moho, le daban asco. El agua salía con fuerza, quemándole la espalda. No podía salir. Nadie la escuchaba. Nadie venía en su auxilio.

Intentó gritar, pero del otro lado de la pared escuchó algo. Se silenció y prestó atención. Nada bueno: una voz de mujer se percibía en la habitación contigua. Un murmullo, no entendía qué decía. Intentó calmarse.

El agua brotaba de la rejilla del piso cada vez más espesa, con más intensidad. Cerró los ojos unos instantes, tal vez si pensaba en otra cosa podría despertar del sueño y volver a la calma de su habitación de hotel. Pero todo fue inútil, seguía en el mismo lugar.

Entonces recordó. Hacía unos días había conocido a un joven de gran estatura, rubios cabellos y bellos ojos azules, pero de mirada desconfiada. Se sentó junto a ella en el ómnibus que llevaba a Puerto Iguazú. Carmen estaba de vacaciones. Sus primeras vacaciones sola. Su madre, su compañera de aventuras, había muerto el invierno pasado y, para sentirse mejor, había decidido realizar el viaje de igual modo.

Iván estaba de paso por Argentina. Se había tomado un año sabático para conocer los más bellos lugares del mundo antes de encerrarse de por vida en el negocio, que su padre le heredaría, luego de recibirse en la universidad. Su español no era bueno, su alemán muy cerrado, pero se entendió con Carmen en inglés.

En las más de dieciocho horas que compartieron el mismo transporte llegaron a simpatizar: les gustaba la literatura de terror, las películas de aventuras y las canciones románticas. Al entrar en la pequeña ciudad, ambos se alegraron al darse cuenta que se alojarían en el mismo hotel.

Y recorrieron la costanera y pasearon por la plaza central y disfrutaron de las Cataratas. Hasta que entendieron que el tiempo se terminaba y deberían despedirse.

 

Esa noche, Iván llamó a la puerta de la habitación de Carmen. Nervioso y ansioso esperó a que ella respondiera. Pasaron unos instantes y volvió a insistir. Pero nadie contestó. Así que se retiró por el pasillo desilusionado. Quizás había mal interpretado los gestos de Carmen y ella sólo era amable con él porque estaba sola. Llegó al final del corredor, se detuvo, miró hacia atrás y meneó la cabeza en señal de resignación.

Descendió los dos pisos por la estrecha y laberíntica escalera con la esperanza de escuchar la voz de Carmen que lo llamara por su nombre. Pero no sucedió. Entró en el corredor, atravesó el salón principal del hotel e ingresó al comedor. Saludó a los otros pasajeros y buscó una mesa junto al ventanal para desayunar. Por un momento le pareció escuchar la voz de Carmen, así que levantó la mirada de su taza de café y la buscó entre la gente; a lo lejos, en el otro extremo del salón le pareció divisarla, se reía alegremente mientras acomodaba su largo cabello lacio. Terminó de beber su café y rápidamente se retiró hacia su habitación.

La indiferencia de Carmen confirmaba su sospecha: había mal interpretado sus gestos amables. Ella no tenía ningún interés en él. Mejor así, pensó. Después de todo, mañana estaría en el aeropuerto rumbo a su país. Los golpes en la puerta lo arrancaron de sus pensamientos; por un momento se alegró, pero al abrir la puerta, vio con desilusión la cara arrugada y malhumorada del guía de turismo que lo increpaba porque era el único pasajero que faltaba subir al ómnibus.

-Mis disculpas- dijo en un español retorcido. -Ahora bajo- Y cerró la puerta de su habitación.

Presuroso ingresó al ómnibus e intentó buscar por última vez a Carmen para despedirse, pero el tumulto de pasajeros que intentaban a empujones colocar sus bolsos y mochilas en los estrechos portaequipajes no le permitió avanzar por el pasillo ni mirar con claridad hacia el final del mismo, y debió conformarse con sentarse en el primer asiento junto a la ventanilla, con viajar horas solo, con no volver a ver a Carmen. Entonces se colocó los auriculares y encendió su celular, pronto la música lo envolvió y el sueño lo atrapó.

 

Mientras, en la habitación del hotel, el agua le subía rápidamente por los pies a Carmen. El pequeño cubículo se inundaba. El encierro la desesperaba. No podía respirar. Los viejos azulejos, amarillentos de zarro y moho, le daban asco. El agua salía con fuerza, quemándole la espalda. No podía salir. Nadie la escuchaba. Nadie venía en su auxilio.

Mientras, en el ómnibus, unos cuantos asientos atrás de Iván, unos pasajeros comentaban sobre la leyenda de Carmen, una joven mujer que había muerto hacía algunos años en una habitación de ese hotel, en el Hotel Paraíso.

 

 

La chica del retrato

 

Los viejos galpones de la fábrica se levantaban como gigantes dormidos detrás del pequeño poblado; sus largas y oxidadas chimeneas despedían un humo sucio y fétido que mantenían alejados a los curiosos.

Nadie sabía bien qué fabricaban allí, pero lo cierto es que la fábrica estuvo en ese lugar desde antes de la fundación del pueblo y que el viejo ferrocarril trasladaba su producción a la ciudad más cercana junto al puerto.

Nadie sabía bien qué fabricaban allí, porque ningún habitante del antiguo poblado trabajaba en esos galpones y porque muchos de ellos eran agricultores, comerciantes, algunos artesanos y unos pocos profesionales.

Nadie sabía bien qué fabricaban allí, pero lo cierto es que había un rumor y Laura llegó al pueblo con la intención de averiguar si la leyenda podía ser realidad.

Con veinte años recién cumplidos, Laura estaba cursando la carrera de Periodismo en la Universidad de la gran ciudad y un profesor le comentó que había un concurso, cuyo premio era una beca para terminar los estudios en una prestigiosa Universidad extranjera, el participante que realizara una novedosa investigación sería el ganador; y nunca nadie se había atrevido a visitar la fábrica sin nombre para comprobar si los dichos eran ciertos, era su oportunidad.

Joven, curiosa, inteligente, pero sobre todo decidida, Laura era la estudiante perfecta para realizar la investigación y ganar la beca. Regresó a su casa entusiasmada, le contó a su madre la idea y, aunque le pareció arriesgada, la apoyó en el proyecto; no así su novio, quien consideró peligroso que ella fuera sola en su pequeño y viejo automóvil, recorriendo más de mil kilómetros de rutas solitarias y en mal estado para llegar a un pueblo perdido en el medio de la nada misma y escudriñar en una fábrica en la que nunca nadie se había atrevido a poner un pie, excepto por los pocos operarios que trabajaban allí.

Tranquilo. Estaré bien Esteban. No te preocupes. Entiéndeme, es mi gran oportunidad. – Le dijo Laura a su novio, mientras tomaba su rostro tiernamente con ambas manos.

Pero, es que no te puedo acompañar, el trabajo, no me dan los tiempos. Dijo molesto Esteban.

Laura le dio un largo beso para silenciarlo y calmarlo y en un susurro le repitió:

voy a estar bien. –

Después de más de diez horas de viaje llegó a un cruce del camino: si continuaba derecho avanzaría por la ruta principal hasta la siguiente ciudad, pero si tomaba la primera salida a la derecha comenzaba el camino de ripio que la llevaría a su destino. Por un instante dudó, sin embargo, se armó de valor y tomó la primera salida.

Avanzó lento por el camino sinuoso sembrado de pozos; el sol del atardecer le dificultaba la visión, pero aún así pudo ver las casas bajas y austeras a lo lejos y la inmensidad de los campos agrestes alrededor. Pero la fábrica, no se veía, sólo las columnas de humo que se levantaban detrás del caserío.

Llegó cuando la noche se hacía presente. Un leve temor la invadió y su estómago retorcido le recordó que no había probado bocado en horas y los nervios anudados en su espalda, que era tiempo de descansar después de haber conducido tantas horas.

Las pálidas luces de los frentes de las casuchas se encendieron iluminando el auto de Laura y algunos curiosos se asomaron tras las ventanas. Alguien desconocido entraba al pueblo.

Laura detuvo su automóvil frente a lo que parecía ser una posada. Miró detalladamente a través del parabrisas y decidió descender del auto. Caminó hasta la entrada y, antes de llamar al timbre, una anciana regordeta abrió la puerta cancel, la observó detrás de sus anteojos, esbozó una sonrisa y preguntó:

No eres de por aquí, ¿verdad? ¿Estás perdida?

-Hola, mi nombre es Laura. No soy de aquí, pero no estoy perdida. En realidad, soy periodista, bueno, estudiante de periodismo, y vengo en busca de una historia.

La anciana expulsó una larga carcajada, que a Laura le resultó incómoda e irrespetuosa. Y esperó a que se callara para preguntar dónde podía alojarse.

 

Cuando terminó de reír, la anciana le dijo:

-Soy Marta, disculpa mi risa, es que, en los años que hace que vivo aquí, nunca pasó nada interesante digno de ser publicado en las noticias; pero pasa, puedes quedarte aquí, tengo una habitación de huéspedes. - Dijo, mientras se apartaba de la puerta y con un ademán invitaba a Laura a entrar a su casa.

La vieja vivienda era acogedora, con pisos de grandes baldosas terracota y techos de madera, adentro algo le resultaba familiar, quizás el aroma a comida casera o las plantas de interior que le recordaban a su madre. Su madre, pensó. En cuanto me instale la llamaré para decirle a ella y a Esteban que estoy bien.

Cruzó los pasillos detrás de la anciana y no pudo dejar de notar que las paredes de amarillo pálido estaban pobladas de retratos con la imagen de una chica que, a propósito, era muy parecida a ella. Se moría de ganas por preguntarle a Marta quién era, pero no quiso ser impertinente y pensó en preguntar en otro momento, cuando hubiera mayor confianza. Al final del largo corredor, en la última puerta a la izquierda, la anciana se detuvo, sacó una llave del bolsillo de su delantal y la abrió.

-Pasa- le dijo a Laura mientras ella permanecía inmóvil en el pasillo junto a la puerta. -El interruptor de la luz está a tu izquierda. - Le explicó Marta.

Cuando la claridad invadió la habitación se inquietó: todo, la cama, las mesas de luz, el placar, el empapelado de las paredes, las cortinas, todo era una réplica de su habitación. Miró desconcertada, no entendía qué sucedía, pero no quiso alertar a Marta. Pero ella se dio cuenta y preguntó:

¿Todo está bien querida? ¿No es de tu agrado? Dijo con tono inocente.

-Todo está bien, Marta. Es más que de mi agrado, es perfecto, gracias. - Dijo Laura disimulando sus nervios.

Marta esbozó una sonrisa. -Quédate todo el tiempo que quieras, eres bienvenida. Hace tiempo que no tengo compañía. Después de asearte puedes cenar conmigo, la comida está casi lista. -

-Gracias. En un momento estaré allí. - Respondió Laura.

 

Cuando Marta se fue, Laura cerró la puerta e intentó comunicarse con el número de celular de su madre, pero no lo consiguió; lo hizo también con el celular de Esteban, pero obtuvo el mismo resultado. Nadie la atendía.

-Intentaré más tarde, tal vez la mala señal. - Se dijo a sí misma.

Ya en el comedor, Marta la espera sentada a la mesa servida con platos humeantes de sabrosos aromas. Laura estaba encantada con tantas atenciones, pero a la vez estaba atenta, siempre fue observadora y desconfiada, quizás por eso era una buena periodista.

Cenaron en aparente armonía, narrándose mutuamente pequeñas anécdotas, pero sin contar situaciones íntimas de sus vidas personales. Hasta que, en un momento de silencio, Laura no pudo evitar preguntar quién era la chica de los retratos colgados en las paredes. Entonces Marta dejó de sonreír.

-Lo siento- dijo Laura- No quise ser imprudente. -

-No. Está bien. Ella es mi hija; era mi hija. Lorena era su nombre. -

¿Era? ¿Qué le sucedió? Insistió Laura.

-No lo sé, nadie lo sabe. Ella era joven y curiosa como vos. Era valiente y decidida. Tenía muchos sueños. Todos ellos posibles fuera de este pueblucho. Así que una mañana, armó su maleta y se despidió. Pronto sabría de ella. Me llamaría en cuanto estuviera instalada en la gran ciudad, pero nunca sucedió. -

¿Y hace cuánto que ocurrió eso?

-Hace veinte años. - Dijo Marta y se levantó de la mesa dirigiéndose a la cocina.

Laura se sintió terrible. Por primera vez no sabía qué decir o hacer. Se levantó de un golpe y comenzó a recoger los platos de la mesa con la intención de llevarlos a la cocina, pero Marta ya estaba de regreso y traía una bandeja con dos tacitas de café de aroma intenso que invitaba a beberlo de un sorbo.

Terminaron la cena en silencio. Recogieron la vajilla de la mesa, la lavaron y se despidieron hasta el otro día.

 

Temprano, muy temprano, antes del amanecer Laura estaba vestida y preparada para salir en su automóvil hasta la fábrica. Pero Marta interrumpió sus intenciones con un gran desayuno preparado en la mesa del comedor.

-Buen día Laura. Desayuna antes de salir. No es bueno que trabajes sin comer; el cerebro funciona mejor con un poco de azúcar. - Le dijo sonriente.

-A Laura le dio ternura. Le recordó a su madre y decidió sentarse a la mesa. -

El tiempo pasó sin que se diera cuenta y, viendo la hora en su celular, entendió que debía irse si quería llegar a tiempo. Tomó su abrigo que había dejado en el respaldo de la silla, y despidiéndose de manera presurosa salió corriendo de la casa hasta su automóvil.

Cerca de la fábrica, a unos metros de la entrada, comenzó a sentir el fuerte olor nauseabundo que despedían las chimeneas; el estómago se le retorció en un dolor intenso y la vista se le nubló de repente; un fuerte mareo la obligó a detener su automóvil.

Despertó aturdida. No recordaba lo sucedido. Intentó incorporarse, pero sus brazos y piernas estaban fuertemente atados a la cama con sogas que la lastimaban. Quiso gritar, pero la mordaza de su boca se lo impedía. Y lloró amargamente.

Entonces escuchó los pasos de la anciana que se acercaban lentamente. Su corazón se aceleró. ¿Qué sucedería?

Marta entró en la habitación. Se acercó a Laura y se inclinó para acariciarle suavemente los cabellos despeinados. Laura quiso negarse, intentó mover su cabeza en señal de rechazo; entonces Marta le dijo:

-No temas querida, yo te voy a cuidar, como cuido a mi hija. Como cuido a mi hija Lorena que descansa en la cama de junto.

Laura giró violentamente su cabeza hacia la cama de al lado y contempló aterrada lo que parecían ser los restos de un cadáver que yacía en la cama.

Y comprendió su destino.

 

A lo lejos, las largas y oxidadas chimeneas de la fábrica continuaban despidiendo su humo sucio y fétido que mantenían alejados a los curiosos.

 

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