El Di Tella fue un fenómeno de mecenazgo argentino que hizo surgir artistas que marcaron una época

domingo, 11 de agosto de 2024 · 22:04

Una empresa ciento por ciento industria nacional argentina que en la primera parte del siglo pasado inundó calles y hogares con sus productos. Ninguna ciudad se privó de ver pasar por su calles a los míticos automóviles Siam Di Tella, como en ninguna casa faltaría un electrodoméstico, heladeras, lavarropas, fabricados en las plantas de los Di Tella. Pero en los años 60, la marca  Di Tella incursionó en el "arte criollo" con la creación de un Instituto donde albergó a los artistas que se aninamaban a su propia experimentación.

El periodista Fernando García, en un artículo publicado en Caras y Caretas, hace varias semanas atrás, señala que "Si hubiera que contar la historia de la clase media argentina de las últimas décadas del siglo pasado en una serie para Netflix, el Di Tella sería una inspiración central”. Se refería a El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural, un trabajo que llevó cuatro años de investigación sin contar años de un background difícil de precisar que se pierde en el espejo retrovisor del paisaje cultural argentino. Eso fue en el invierno de 2021, plena pandemia, y hasta hoy no llegaron mensajes de Whatsapp de los cazafortunas del streaming que buscan adaptaciones para liquidar la historia argentina moderna y contemporánea en las commodities de las biopic y las docuseries donde la Argentina".

 

Di Tella, la marca argenta

“Lábrica fundada por el inmigrante Torcuato Di Tella llegó a exportar a Estados Unidos en su momento de mayor expansión. El escultor y diseñador gráfico Distéfano –primer y último empleado del Instituto Torcuato Di Tella, desde 1958, antes aún de que se crearan los centros de arte en Florida 936, hasta el cierre definitivo en 1970– y mi familia tenían al menos eso en común: un artefacto de Siam. En otras palabras: las casas de esa clase media psiestereo tipada desde el futuro no hubieran tenido sus casettes de Les Luthiers ni sus revistas con fotos de Nacha sin la potencia de la nave nodriza de la burguesía industrial argentina que pasó de fabricar máquinas de amasar pan e importar surtidores de nafta para la YPF del general Mosconi a reformular un diseño inglés para el Siam Di Tella 1500 con el que Claudio García Satur llegaba a Canal 13 en el primer capítulo de Rolando Rivas, taxista en 1973".

Entre miles de Siam, una fue a parar al hogar donde vivían la dramaturga Griselda Gambaro y Distéfano, a quien le tocó dotar de identidad visual al torbellino de artes visuales, música y teatro (incluidas las obras absurdas de su pareja) que sacudía el edificio que los Di Tella alquilaban a la familia Duhau a través de piezas de comunicación (afiches de vía pública, catálogos, programas de mano) que elevaron a status de arte el diseño gráfico argentino. Otra, a la casa de un empleado de Ford y un ama de casa cuyo hijo mayor se tomaría mucho tiempo después el trabajo de contar la primera historia escrita en la Argentina (y en argentino) del Di Tella. Aunque hubo otra antes, una paradoja saliente de la propia historia del Di Tella, escrita en Warwick por un académico inglés llamado John King, entre 1979 y 1982, aunque terminara editándose en 1985. Cuando Torcuato Di Tella hijo, entonces secretario de Cultura de Néstor Kirchner, me regaló aquel libro, de algún modo había empezado a ejecutarse este. Se cumplían treinta años de la apertura de Florida 936 (hasta abril de 1963 un showroom de las motocicletas Siambretta) y me tocaba volver sobre “el mito” en la sección Información General de Clarín. Una búsqueda en Google puede revelar que las palabras “mítico” y “Di Tella” son siamesas, parecen adheridas sin posibilidad de despegarse. Se escriben en modo piloto automático, como si no pudiera decirse otra cosa. Y se repiten en un joint venture perezoso para que “el mito” nunca pueda ser al menos revisado. ¿La Menesunda de Marta Minujín y Rubén Santantonín (hace falta insistir en la coautoría) fue la muestra más vista? No, ranquea quinta, pero la vieron más de treinta mil personas en poco más de un mes y eso alcanzó para que partiera la década en dos. Fue el equivalente porteño a “Help” (Los Beatles), “Satisfaction” (Rolling Stones) y “Like a Rolling Stone” (Bob Dylan): un salto al vacío en la cultura pop. ¿Onganía mandó a cerrar el Instituto? Sí y no. La relación entre el régimen ultramontano y el clima efervescente de Florida 936 era inviable pero el mayor encono lo tenían el futuro presidente Levingston y, sobre todo, el ministro del Interior, Guillermo Borda, un político radical. Así le había sido transmitido por Henry Raymont, corresponsal del New York Times, al ingeniero Enrique Oteiza, el invisibilizado director general, en quien Guido y Torcuato Di Tella depositaron toda su confianza entre 1958 y 1969. Y no hubo tal orden de clausura total (se suele confundir el episodio de El baño de Roberto Plate en mayo del 68 con el cierre), aunque sí la decisión de bajar la persiana tras la quiebra de Siam y la decisión de replegarse ante un clima hostil cuyo ruido molestaba a Belgrano (las casonas donde se alojaban los otros centros, los think tanks económicos y sociales antecedentes de la actual Universidad).

 

Un Di Tella programado

Fernando García señala en su artículo, ¿Jorge Romero Brest ejecutó un programa snob y despolitizado? Hasta 1965 Antonio Berni no había tenido una retrospectiva en Buenos Aires. Su icónica Manifestación (1933) se exhibió por primera vez en el Di Tella luego de ser rechazada en el Salón Nacional de 1934. Tampoco es cierto que se haya censurado a León Ferrari. Si no, sería inexplicable la presencia de La civilización occidental y cristiana en el catálogo de los premios Di Tella de 1965. La obra se quitó de la exhibición por sugerencia del exquisito Samuel Paz, el número dos del Centro de Arte Visuales. Y el mismo Ferrari decidió permanecer con otra obra alusiva a Vietnam.

¿Las fundaciones Rockefeller y Ford sostuvieron el auge del pop y la explosión del happening para amortiguar la radicalización del arte? Nada de eso. Si bien desde Washington había un programa de apoyo a iniciativas culturales latinoamericanas para contrarrestar la influencia cultural cubana, Rockefeller financió parte de las becas y el equipamiento del Claem (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) del maestro Ginastera, mientras que Ford no puso un solo dólar en la Manzana Loca. Su interés estaba en financiar los estudios académicos, todo lo que no se recuerda como el Di Tella. Tampoco hubo dinero fresco para que Roberto Villanueva desplazara al teatro costumbrista y de texto por las experiencias inauditas del CEA (Centro de Experimentación Audiovisual), donde la danza encontró su lugar en Buenos Aires: Marilú Marini, Ana Kamien, Graciela Martínez, Iris Scaccheri, Oscar Araiz. Ni para entronizar al rock contra los cantantes populares y el tango: Manal se formó entre las mesas del bar Moderno y las obras donde Javier Martínez, Alejandro Medina y Claudio Gabis participaron como músicos de apoyo y Almendra debutó sin promoción alguna para 193 personas en marzo de 1969. El Di Tella era tan nuevo como todos ellos y en la visión de los hermanos Di Tella y Oteiza colisionaron sin daño colateral tecnocracia y contracultura. Aunque llevó seis meses de mails y una entrevista a regañadientes, Nacha dejó una postal tan contundente como la frase de Distéfano. Otro imán perfecto para la heladera (Siam). “Estar en el Di Tella era como ir al bar de La guerra de las galaxias: todos éramos unos raros y parte del atractivo del resto de la gente era venir a vernos, como si fuera un zoológico. La infancia y la adolescencia se terminaron con el Di Tella. Se terminó la posibilidad de jugar, de experimentar, de equivocarse, de probar cosas, todo eso se terminó, lo que vino después fue otra cosa”.

Entre abril de 1963 y abril de 1970 cuando Guido Di Tella, el futuro canciller de Menem, dio a conocer la decisión del cierre en una fría conferencia de prensa, Florida 936 fue puro vértigo. Es casi la misma línea temporal que la de Los Beatles entre la aparición de su primer álbum y el comunicado de Paul McCartney anunciando su salida del grupo. No más Beatles; no más Di Tella. Ambas experiencias no conocieron la degradación, no se volvieron una parodia de sí mismas. Pero lo que vino después, como había explicado Nacha en un café de Palermo, fue otra cosa. La diáspora de muchos de sus más jóvenes y mejores artistas (Delia Cancela y Pablo Mesejean, la troupe entera de Alfredo Arias, Marilú Marini, David Lamelas, Oscar Masotta, el mismo Villanueva), expulsados por el rigor verde oliva y el dogmatismo revolucionario de los 70, barrió la experiencia bajo la alfombra. Considerado disolvente por derecha y tilingo por izquierda (La hora de los hornos diagnosticaba “penetración cultural colonialista”) dejó de ser un tema de análisis hasta que un joven académico inglés especializado en Latinoamérica quedó encandilado por el asombroso desarrollo que la neovanguardia (como se caracteriza el período en la historia del arte) había alcanzado en una ciudad periférica como Buenos Aires.

El libro de John King era casi inhallable hasta su reedición en 2007, pero el Di Tella se había adherido a mi ADN cultural de maneras inadvertidas. Todos teníamos algo de Siam en nuestras casas, pero si aprendíamos a sintonizar, en ese ejercicio de precisión de la Noblex 7 Mares, también se nos habían pegado las vibraciones ditellianas. Un mediodía fue Marta Minujín en un almuerzo de Mirtha: una criatura de otro mundo entrometida en ese ritual argentino de una familia almorzando con la vista clavada en otro almuerzo como en una cascada ilusionista de Escher. Otra noche escuchar la voz de Hugo Guerrero Marthineitz repitiendo en contrapunto, la voz grave y pausada, la letra de “Plegaria para un niño dormido”, de Almendra, en el asiento trasero del auto familiar. Más adelante leer en una pared de Villa Urquiza eso de “Para no ser un recuerdo hay que ser un reloco”, un graffiti anónimo que se decía como password en el Industrial pero que tenía autor: Federico Manuel Peralta Ramos, el Diógenes cajetilla. El mismo que se veía los domingos a la noche en el show de Tato Bores. En una de sus intervenciones (vanguardia popular pura: ocupar la televisión) el concheto desheredado de Buenos Aires recitó una estrofa de “Porque hoy nací”, de Manal, con el efecto de un desfibrilador. Shock.

Como decía Tato, había una generación (la mía) que no lo conocía ni tampoco conocía el Di Tella (aunque tuviéramos cosas de Siam en nuestras casas), pero el Di Tella se las arreglaba para seguir irradiando su luz, acaso desde la heladera entreabierta en un subrepticio bajón nocturno. Minujín, Almendra, Manal, Peralta Ramos o los mismos Les Luthiers, todos llevaban a Florida 936. No hacía falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la Belgrano para enterarse. Si el Di Tella aparecía hasta en las discotecas con la new wave del grupo Virus. Las letras de la banda platense de los hermanos Moura estaban escritas por Roberto Jacoby, un adalid del teórico outsider Oscar Masotta, que había consumado su conspiración al insertar el know how del conceptualismo en el paisaje adolescente de los 80. Y ya traíamos en las retinas las fotografías de Oscar Bony para las tapas del rock de la contracultura (de Los Gatos a Billy Bond) y los diseños de Juan Gatti (incluido el impar Artaud de Pescado Rabioso). Dos emergentes ditellianos también.

Reformulando: había cosas de Siam en todas las casas, aunque no todas las casas tuvieran cosas salidas del Di Tella y, sin embargo, la neovanguardia de Florida 936 se extendía en el tiempo, una vez superado el castigo de los 70.

 

La censura de Bomarzo

El episodio medular de la censura de Onganía fue la prohibición de Bomarzo, ópera de Mujica Lainez cuya música había compuesto Alberto Ginastera, el menos relacionado con el fenómeno cultural que se retroalimentaba con una cobertura mediática que oscilaba entre cierta complicidad (el Mad Men lifestyle de Primera Plana) y el escándalo (los diarios).

Y es en su costado acaso más académico y conservador donde el Di Tella termina por revelar su rebeldía. Maestro de Piazzolla (que le presentó a Villanueva un proyecto que nunca se hizo), Ginastera era el más comprometido con la agenda cultural de la Guerra Fría, pero eso no le impedía aceptar en su programa de becarios a un compositor como Ariel Kusnir, cuyo currículum incluía la dirección de la Orquesta Filarmónica de La Habana. Más: con el Di Tella ya cerrado, Ginastera salvó la vida del becario chileno Gabriel Brncic de las garras de la Triple A consiguiéndole un salvoconducto con la beca Guggenheim.

Aunque representara el ala más cerrada de Florida 936, fue el departamento de Ginastera el que sufrió un ataque directo de Onganía. En 1968 se había programado en el Colón el estreno de la obra electroacústica Volveremos a las montañas, del mismo Brncic. Pero esta producción del Claem nunca llegó al escenario de la ópera porteña.

Andrés Di Tella, hijo de Torcuato, volvería sobre la historia con Volveremos a las montañas (el documental), realizado durante el homenaje al Claem llevado a cabo por el Centro Cultural Borges en 2011. Con parte del instrumental donado por la Fundación Rockefeller, Brncic compuso esta obra cuyo nombre aludía a una arenga revolucionaria de Inti Peredo, uno de los guerrilleros del Che en Bolivia. La noche anterior al estreno, llegó a oídos de Onganía que el nombre de la pieza era un guiño guevarista y la cancelación se ejecutó de inmediato. Fuego amigo. Kusnir es quien mejor conoce esta historia y en su testimonio para el libro ha dicho que la información salió desde adentro, que fue uno de los propios becarios quien hizo la “denuncia”. El nombre lo sabe, pero lo guarda con candado bajo siete llaves.

Como había quedado guardada, perdida, una carta de Yayoi Kusama desde Nueva York con destino Florida 936. Iba dirigida a Romero Brest con la intención de que la tuviera en cuenta para exhibir su obra en Buenos Aires. 27/01/1967.

Cuarenta y seis años después, Yayoi Kusama provocó un fenómeno de convocatoria en el Malba. ¿Sería gente cuyos padres y abuelos crecieron con cosas de Siam? ¿O criados por aquella clase media con casettes de Les Luthiers y fotos de Nacha? Netflix, no lo entenderías.

 

Fuente: El Di Tella, un fenómeno cultural

 Fernando García. Caras y Caretas

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