Opinión
El arma del insulto
Por Jorge Felippa
Hay demasiados insultos cruzados en el aire. Un fuego del que nadie se hace responsable. Desde el que baja del señor que ocupa el sillón de Rivadavia y su ejército de trolls, amos de una comunicación que amenaza y defenestra funcionarios y condena a casi una muerte cívica a los que piensan distinto. Lo mismo vale, para algunos opositores que hacen de su adjetivación peyorativa, una cosecha de pantallas salpicadas de groserías.
No creo que ninguno de ellos orine agua bendita, como para adjudicarse el rol que George Orwell, describió en su novela 1984, como el Gran Hermano. Y no es que me ruborizo con las llamadas “malas palabras”. Esas que el “Negro” Fontanarrosa las puso en su justo lugar frente a los catedráticos de la lengua española.
Es que hay insultos que no son sólo verbales: agreden la “inteligencia” del más común de los ciudadanos. Se ha dicho hasta el cansancio, pero parece pertinente reiterarlo: el insulto como arma política, la descalificación permanente, abonan el terreno para pasar al acto. Pero este fenómeno no cayó del cielo. ¿De dónde y desde cuándo entró en circulación social el discurso del odio?
Afirma el economista e investigador Ricardo Aronskind: “El discurso del odio, al menos en Argentina, estuvo mucho antes de Milei. Ya en los prolegómenos de la “Revolución Libertadora”, en las incitaciones, en el bombardeo a Plaza de Mayo, en el “Viva el cáncer”, había odio acumulado que se extendía a todo lo que representara intereses populares. (…) Un nuevo discurso del odio fue desarrollado contra la experiencia kirchnerista. Muerto Néstor, el odio se focalizó en Cristina y en todo lo que ella tocara. Durante el macrismo avanzó hacia lo social: el odio a los pobres, a los planeros, a los villeros, a los migrantes sudamericanos, a los empleados públicos, a los marginados y los “negros”. Ahora el mileísmo lo amplió a las feministas, a las diversidades y a los zurdos en general.”
Parece que nada –salvo los “argentinos de bien”-, queda afuera del discurso defenestrador y estigmatizante. A ese lenguaje involutivo que propaga el poder y sus secuaces desde los medios y la redes con su pandemia de “influencers”, se le agrega que la mentira dejó de ser un ilícito para servir a referentes políticos de cualquier signo. Eso no significaba escándalo alguno hasta que “saltó” (¿o la hicieron saltar?) la denuncia por violencia de género de Fabiola Yáñez contra el ex presidente Alberto Fernández.
Desde hace quince días, ya no hay pantalla para la desaparición de Loan, después de dos meses de ese hecho siniestro que involucra a familiares, funcionarios judiciales y gubernamentales. Sobra la doble vara ante las denuncias o rumores sobre personajes públicos de todo el arco político, y prevalece la acusación de corrupto o golpeador según su identidad política o social.
Así es como la acusación contra Alberto Fernández está siendo utilizada por algunos sectores político/mediáticos, no solo contra el ex presidente sino también contra las políticas públicas para ayudar a las víctimas de violencia y contra el feminismo. Así lo dice la periodista Luciana Peker: “El caso se usa para demonizar a la oposición partidaria y a la oposición social construida por el feminismo”. Ese nivel de hipocresía, entre uno y otro extremo de la política, debiera alarmarnos a todos (mujeres y varones) de cualquier ideología, sector social o cultural.
Esta inundación de basura mediática e insultos institucionales, también nos obligar a reflexionar sobre otros tipos de violencia. ¿O qué significa la no entrega de alimentos a comedores populares? ¿Privar de medicamentos carísimos a pacientes de enfermedades raras o especiales? ¿El aumento desmedido de los servicios, remedios y cuotas de medicina prepaga? ¿Qué se cierren 50 pymes por día mientras se desfinancia la educación pública y el Conicet? ¿O que, según la UNICEF, un millón de niños argentinos se van a dormir todos los días sin cenar?
Estas situaciones cotidianas donde aparentemente dejamos de ser personas de carne y hueso, para convertirnos en obstáculos o vallas a ser derribadas, constituyen también violencias cotidianas que hemos naturalizado.
¿Asistiremos de brazos cruzados a una extendida deriva de la filosofía del sálvese quien pueda, o a qué palabras acudiremos para poner en actos nuestra resistencia?