Escribe Luisa Valenzuela
Un cuento para Ana Rosa Domenella, la araucaria
Cuando se escriba la historia de la cultura en Villa Carlos Paz, la literatura ocupará el relevante lugar que merece. La gran FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO, programada en nuestra ciudad entre el venidero 31 de octubre y el 4 de noviembre, corona años de esfuerzo de escritoras, escritores y trabajadores de la cultura de nuestra ciudad, y marcará seguramente un antes y un después de esta poco conocida pero importante historia.
Esta ciudad/villa nuestra, noctámbula y playera, con sus ruidos, marquesinas y maquillajes, pero con los brazos y el corazón siempre abiertos, acogió y vio pasar a destacados nombres de las letras (Sábato, Furt, Figueroa Guemes, Viggiano Esaín, Barsky, Zárate, Florian Czarnyszewicz, Nores Martínez, Parfeniuk, Minardi, Solans…) y hoy cobija a grupos y autores, libreros y editores, ya consolidados y/o emergentes, que conforman una sólida lista.
Pues bien: aquí creció y se formó en los años sesenta (en la Universidad Nacional de Córdoba) nuestra hoy famosa personalidad de las Letras hispanoamericanas: ANA ROSA DOMENELLA, radicada desde hace tiempo en México, pero siempre regresando a su patria chica, a su “pueblo” y a su casa, de la cual en realidad nunca se fue del todo.
En las aulas de la azteca UNAM, investigó y difundió durante años y como nadie, las grandes obras de la literatura argentina y latinoamericana, formando especialistas que hoy trabajan en distintos países, dando a conocer los trabajos de nuestros creadores.
Y ANA ROSA no dejará de hacer esa tarea: ella sigue, con sus ganas y facultades -también crecidas con los años- investigando, formando a través de talleres y luchando -como la conocimos y como siempre- por un mundo inclusivo y de real justicia social; a propósito: fue todo un acto de justicia de parte de la Municipalidad local, haberla honrado en su última visita con la Medalla del Centenario (que en su momento recibieron los escritores Luis García Montero, Leopoldo “Teuco” Castilla y Aldo Parfeniuk).
No menos importante fueron los saludos enviados por escritores y escritoras que la quieren, la admiran y no dejan de agradecerle su infatigable tarea de estudio y divulgación de sus obras.
Una de ellas, protagonista indiscutible de lo mejor de la literatura escrita en Hispanoamérica, es LUISA VALENZUELA, quien le dedica el breve cuento que a continuación (y en exclusiva) publicamos.
¡Gracias ANA ROSA, gracias LUISA!
La araucaria
Se sentía aliviada de una forma extraña, porque todo había sido tan maravilloso, tan feliz, cordial, plagado de cariño y de muestras de talento. Igual, ahora que los dos impresionantes homenajes quedaron atrás, ella sentía ese alivio inexplicable no exento de culpa, porque lo lógico seria estar festejando, luciéndose más bien, plagando de fotos las redes sociales. Pero eso no es lo suyo. Agradecimiento si, claro está, y había sabido expresarlo de corazón, a su manera profunda y discreta.
Ana Rosa, siempre de tan de bajo perfil, quizá mascullaron algunos que la conocen poco. Más bien de perfil íntimo, secreto. Y también risueño.
Así se sentía en esa mañana de radiante sol en su casa entre los cerros donde había ido a refugiarse después de tantas emociones fuertes, a gozar de este novedoso alivio que sentía, como de deber cumplido, de haber llegado a alguna cumbre y de ahí en más todo serian caminos llanos, propicios, tal como augura el Popol Vuh, el libro sabio de esas tierras que ella más de medio siglo atrás había adoptado. Y que la habían adoptado a ella.
Sentada a la sombra de su árbol favorito disfrutó una divertida paradoja. Porque se había recluido para escribir, supuestamente, y en definitiva lo más conspicuo que había escrito desde que volvió de aquel primer homenaje en su país de sur, tres meses atrás,
habían sido esos cartelitos ya casi borrados que emergían de la tierra adheridos a un palito. Todavía podía leerlos: sauce, algarrobo, tala, espinillo negro, tabaquillo… y eso era todo. Y era mucho más, porque bajo cada marca estaban las semillas que le habían entregado como ofrenda los poetas en su tierra natal, Aldo y Teuco entre otros, para que ella en el norte sembrara su propio Bosque de la Poesía, similar a los que ellos andan propiciando por el mundo.
A penas cartelitos, por el momento, pero gran esperanza. Tenía buena experiencia con lo que ella consideraba sus “contrabandos botánicos”. Ese árbol magnífico bajo el cual estaba su reposera, por ejemplo. Un árbol extraño, ríspido y oscuro y tan ajeno a la flora local que brillaba por cuenta propia. Era –es- una araucaria.
Una araucaria araucana para ser más exacta, el pehuén sagrado de los mapuches que tiene su propia canción invocatoria, un tahiel igualmente sagrado.
Todo un universo para Ana Rosa porque en el ya muy lejano ‘71 se lo regaló el grupo de escritora con el que ella había estado trabajando hasta entonces, innovadora desde un principio. Y esas escritoras que se consideraban algo brujas solían reunirse a la
sombra de una ronda de araucarias gigantes que crece en medio del parque de la gran ciudad del sur, por eso cuando Ana Rosa decidió partir a México a completar sus investigaciones le dieron de recuerdo un retoño que ella escamoteó dentro de una caja de zapatos, envuelto en un chal. De maceta en maceta fue creciendo la araucaria hasta llegar al jardín en la casa de los cerros del norte donde logró aclimatarse y prosperar que era un gusto.
Descansando a la sombra, en medio de lo que llamaba su “jardín de los recuerdos”, ella de golpe percibió que se sentía realizada y no pudo menos que reír al recuperar esa expresión un poco ridícula de su juventud. Seguro te sentís realizada, le dijo alguno
quizá al completar su maestría, cuando en realidad la esperaba la vida con sus sinsabores y felicidades y momentos de calma chicha (los menos). O cuando completó con honores el doctorado, u obtuvo cada uno de los premios… y podrían repetírsela
ahora, tras haber recibido la Medalla del Centenario, la máxima distinción que entrega su ciudad natal allá en otros bellos cerros, los de su país del sur. Pero esta es otra historia, reciente, inaugural de una nueva vida.
Ahora sí, por fin podría sentirse realizada… Le alegró pensar que la ridícula frase había caído en desuso mil años atrás. Podía reír de todo eso. Supo gozar a su manera cada uno de aquellos hitos que en lugar de ser un punto de llegada se habían abierto a mil posibilidades. Hubo que elegir. Y supo hacerlo desde un principio. A sus 26 jóvenes años ella eligió permanecer en esa tierra tan ajena y a la vez acogedora. Allí hizo su hogar y su carrera y su familia y eso tan pero tan importante para ella que fue su alumnado. Sus discípulos, sus continuadoras y continuadores que hoy le permitían por fin desprenderse de ese simbólico manto pesado si bien suntuoso, que de alguna manera misteriosa más tenia que ver con el brillo ajeno que con el propio. O al menos así lo sentía ella, sin reconocer que dichos brillos ajenos emanaban de sus enseñanzas. Siempre desbordando el canon, yendo un paso más allá, inaugurando nuevas miradas. Desbordar desde el rebalsamiento y también un des-bordar porque los puntos de impecable bordado resultaban limitantes para su mirada inaugural y abarcadora. Sos mi hada madrina, o bien Eres un sol, le dijeron incontables veces y ella siempre sonrió como quien se alza hombros. Sin por eso despreciar a nadie, más bien abrazando. Jubilación mediante, ochenta años cumplidos con felicidad, superados ya los magnos homenajes del sur y del norte, en su casa de los cerros se sentía liberada. Ya no la llamarían más Doctora, ni profesora, ni siquiera maestra que es un apelativo general por esas latitudes. Sólo Ana Rosa, y ella podría escribir sus memorias sin ínfula alguna, para sus nietos.
“Igual te estás llevando media biblioteca”, le señaló una amiga meses atrás cuando Ana Rosa decidió instalarse por un tiempo entre los cerros supuestamente a descansar. Vas a seguir trabajando, no puedes con tu genio, insistió la amiga. “Nada de eso”, contestó ella en su momento, “son mi compañía. Fijate que se trata nada más que de autoras argentinas y un solo libro de cada una. Es algo afectivo. Me hace bien sentirlas cerca”.
Y cerca las tenía, en una biblioteca a sus espaldas en la breve habitación que era su estudio, ante el gran ventanal que daba al jardín. Y en el jardín había pasado la mayor parte de ese mes de real descanso tras los dos días de homenaje corrido que le habían brindado en su querida universidad capitalina y en la Biblioteca Nacional, nada menos.
El tiempo se le volvió manso a Ana Rosa, hasta cariñoso. Los días trascurrían en largos paseos, el riego sobre todo a su jardín de los recuerdos, alguna que otra anotación displicente sabiendo que para la escritura, cuando lo que se requiere no es erudición sino esa otra cosa incalificable, la impaciencia es la peor enemiga. Ella hizo culto entonces a la paciencia, a la mirad interior, al perfume de sus plantas aromáticas. Hasta la mañana, días atrás, que gatilló esta historia. Muy temprano desayunó Ana Rosa, decidida a pasar las horas escribiendo. Iba a bien, y al cabo de un rato giró su silla hacia el ventanal y quedó como paralizada. No lo podía creer. Su árbol favorito, la majestuosa araucaria a la que le esperaban siglos de vida resplandeciente, parecía al borde la muerte. Mustia, alicaída la araucaria. Sus hojas tan triunfales, persistentes, coriáceas, punzantes, de un verde casi negro, parecían haberse convertido en descoloridos trapos viejos. La peor pesadilla.
Ana Rosa se aseguró de no estar soñando. Tardó mucho en aceptarlo hasta que por fin salió para desplomarse en la reposera que ya no estaba a la sombra, que yacía como entregada bajo un árbol que parecía estar llorándole encima. Y allí se instaló Ana Rosa sin poder entender nada, corriendo el riesgo de afincarse volviéndose mustia y desvitalizada como la pobre araucaria. Pero eso no era lo suyo. Tampoco lo era de la araucaria.
Y se puso a cavilar hasta que por fin entendió. Y supo sin poder explicárselo que se trataba de un pedido de socorro de las escritoras allá en su país del sur, tan amenazado, tan terriblemente lastimado.
Un tema político, a qué dudarlo. ¿Qué podía hacer ella, a la distancia y sin filiación alguna, sin siquiera herramientas de combate como puede ser un buen sitio web con miles de seguidores?
Le llevó a penas una horita comprender cuál era su misión, cuáles eran sus armas. Lo mustio nacía mucho más allá de la araucaria, se extendía bajo tierra como ininterrumpido micelio que atravesaba países y hasta un canal para llegar al lugar donde
podría abrirse una ventana de luz. Entonces convocó a sus huestes para el próximo fin de semana: sus antiguas discípulas, sus seguidoras fieles. Que vengan preparadas, con bolsas de dormir o colchonetas. Será un trabajo arduo, les dijo, será una causa noble. Y nuestra, para mejor, les dijo. Y ellas el sábado por la mañana acudieron en tropel. No eran tantísimas pero eran legión en lo que a voluntad se refiere. Y capacidad. Tras el refrigerio Ana Rosa les explicó la misión.
“He aquí la biblioteca”, les dijo Ana Rosa a sus antiguas discípulas, “ustedes tomen los libros que quieran o mejor todos los que puedan. Se trata de apoyar a las escritoras argentinas; están amenazadas, hasta las muertas lo están porque la amenaza es irracional, atroz, general y abarcadora. Ustedes, es decir nosotras -yo también me uno- hoy leeremos todo lo que se pueda, y mañana domingo nos entregamos a la escritura.
Les escribimos cartas, les dedicamos una reseña, un poema, un microrrelato, lo que quieran. La lucha es de ellas pero ésta será nuestra manera de devolverles el impulso vital. A cada una, a todas…Y, ya que estamos, también a mi venerable araucaria”.
Luisa Valenzuela