Los imprescindibles

Antonio Porchia, autor de voces

Por Aldo Parfeniuk (Poeta y ensayista)
viernes, 14 de febrero de 2025 · 11:44

Por Aldo Parfeniuk

(Poeta y ensayista)

                                                                             

 

                                                                                          “A veces necesito la luz de un fósforo para alumbrar las estrellas”

Soy de la generación a la que realmente no se le daba el pescado sino la caña: después, a buscar el lugar adecuado y a pescar.

Pero era ahí, en la aventura, en donde estaba lo sustancioso, la médula del asunto. Lo mismo pasaba con los libros y con la vida misma. No esperábamos que nos diesen lo ya conseguido sino que revolvíamos, buscando durante horas o días o años, hasta dar con las sorpresas o revelaciones, que no eran las esperadas porque en la búsqueda ya habían aparecido nuevos objetivos, más fructíferos y ricos que los anteriores. Horas y días y años de búsqueda…; pero ahí estaba lo sabroso: en el camino, en lo que sucedía entre la caña y el pez: en la experiencia.

En aquellas experiencias, ahora tercerizadas, narradas por Google o por algún otro narrador/consejero digital, aprehendimos lo bueno y lo malo del mundo de la vida.   Y digo que aquellas pescas a veces eran pobres, muy pobres: dos o tres mojarritas; y después de largas pruebas y esperas…Pero qué sabrosas! Únicas!

Cuento esto porque de algún modo así encontré a Porchia y a sus Voces. Así comencé hace muchos años a valorarlas y a “usarlas” como linternas para la vida; para mi vida personal que, aunque hoy ya declinante, sigue apoyándose en aquellas frases de poesía y conocimiento, hechas para vencer el tiempo. Y hoy más necesarias que nunca.

Es por eso que debemos volver a ello.

    

Nacido en Calabria en 1886, Antonio Porchia trabajó de apuntador en el puerto de Buenos Aires, y luego en una imprenta. Integró Asociaciones socio culturales populares. Murió en 1968  en Buenos Aires, la ciudad donde había vivido casi toda su vida.

Durante esa modesta vida escribió unos cientos de textos de dos o tres líneas cada uno, a cambio de algunos de los cuales afamados escritores (Roger Callois, Henry Miller…) confesaron que gustosamente, por su autoría, hubiesen sacrificado toda su obra. Fue admirado y difundido por André Bretón, Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, entre tantos otros.

Hoy lo honra el olvido, porque lo salva del oscuro período de decadencia que estamos viviendo, sobre todo en Occidente.

Asomarnos brevemente a su legado es, para algunos, una terapia que nos ayuda a sobrellevar el egoísmo y la superficialidad digitalizada de una generación videoelectrónica que nos aísla, haciéndonos creer que nos acerca: que nos va achicando el corazón haciéndonos creer que nos agranda  la cabeza.

Para comenzar digamos que como toda forma viva, el aforismo acusa incidencias de tiempo y de lugar. Y es que en medio de ambos puntos (origen y actualidad) el aforismo no dejó de asimilar y reflejar no solamente lo recibido de las diversas incursiones genéricas por las que cada autor lo hiciera transitar (religión, ética, filosofía, etc...) sino también por lo que cada época termina fijando, especialmente a través de los materiales y variaciones formales, como destacado carácter propio, en los diferentes soportes expresivos; aunque en el aforismo ello se diera en mucha menor medida que en las restantes formas literarias. Hoy por hoy a esto hay que pensarlo en el marco de lo que –parafraseando a Benjamin- podríamos denominar “la era de la reproductibilidad digital”, caracterizada por una viralización sígnica post-alfabética

En lo que atañe a las formas aforísticas las Voces de Porchia recorren –y recogen los matices y movimientos de- esa amplia gama histórica que, partiendo de la ilustre y famosa tradición sentencial griega (de la que podríamos decir que funda, nada menos, que la filosofía occidental), se continúa a través de los célebres latinos (Séneca, Epicteto, Lucrecio, Ovidio, Publio Siro, Virgilio, Cicerón, Horacio, Marcial...) y, más acá en el tiempo, en nombres que todos conocemos; entre otros, Gracián, Cervantes, Lichtenberg, Nietszche, Blake, Coleridge, Thoreau, Bernard Shaw, Chesterton, Wilde, Kafka, Gómez de la Serna, y contemporáneos como Jerzy Lec, Canetti, o el poeta René Char.

Tampoco debe excluirse de estas voces lo asimilado de diferentes autores y corrientes orientales (Kayam, Basho, Tagore...), con los que Porchia tiene más de una relación, tanto en las formas cuanto en los temas, especialmente los motivos sobre el instante, o la nada, y sobre los que acercamos algunas muestras: “Un ala no es cielo ni tierra”; “Cada vez que me despierto, comprendo que es fácil ser nada”; “Mueren cien años en un instante, lo mismo que un instante en un instante”

Cuando es más aforista que poeta Porchia se permite echar mano a los recursos clásicos de la forma, tomando de cada época o autor los procedimientos que demanden las diferentes necesidades expresivas; aunque, a veces, hace lo contrario, como cuando toma todo lo que aporta la transgresión sintáctica en función de unos ineludibles requerimientos poéticos. De una manera u otra, en todo momento su sensibilidad artística, su delicada intuición y talento, lo guían inequívocamente. Quizás en las voces más “imperfectas”, más transgresoras, en las que el cómo, más que aportar tanto como el qué, es su condición insustituible, aparezca el Porchia más personal, más entrañable.

Y es que al salirse del corset aforístico la expresión, desmecanizada, respira una espontaneidad más humanizada, más personalizada, por así decirlo. En esos casos la mediatizante tercera persona cede lugar a los protagonistas del diálogo, de la confidencia; o en muchas ocasiones, ello es conseguido gracias a unos particulares usos del verbo, como cuando adquiere la frescura y precisión que suele darle el habla popular; de cualquier manera, los tratamientos son los requeridos por quien, en lugar de adoctrinar o moralizar, prefiere acompañar y compartir: “Sé que no tienes nada. Por ello te pido todo. Para que tengas todo” .

Cuando Porchia dice “Un hombre solo es mucho para un hombre solo”; o “El temor de separación es todo lo que une”- ciertamente afirma, pero para negar algo ya consolidado, naturalizado, cosificado en el molde de la opinión generalizada. Este desplazamiento de lo sancionado como cierto por el sentido común para postular, en su lugar, una impensada realidad, irá casi siempre acompañada por una reivindicación de la fragilidad humana en su expresión unitaria, elemental –cada hombre- y en un estado de debilidad –la caída, el sufrimiento, el dolor-, que muchas veces Porchia asocia con lo bajo, y que no es más que el único piso firme que permite tomar el envión que conduce a esas consistentes verdades propias, conseguidas personalmente. Sobran ejemplos acerca de este motivo central tan caro a Porchia: “Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas”; “El verdadero “está bien” me lo digo en el suelo, caído”- y otras tantas voces.

Ante la novela o la poesía que se autodenomina como tal, el aforismo exhibe escasos cambios orgánicos: el mismo sólido y elemental esqueleto de sustantivos –a veces, según géneros, y hasta épocas, más abstractos que concretos- lleva a cabo sus invariables movimientos, parecidos a los de un péndulo, apoyado en unos pocos adjetivos y con los verbos imprescindibles como para continuar con ese pausado andar de organismo primario, de metabolismo lento, que condena al fracaso cualquier intento de reproducción apresurada y masiva, estilo “Cien aforismos de amor”, etcétera.

No hay accesorio artificial que valga para alterar a esta suerte de animal primitivo, que a la manera de esos cada vez más raros ejemplares de otras edades que hoy circulan entre nosotros (como los Tatú-carreta) cargan en su aspecto actual su propia historia, fuera del alcance de las mutaciones que devinieran en nuevas formas; como si se hubiesen caído de historia.

Podrá -el aforismo- aseverar o enjuiciar más o menos enfáticamente; dudar en voz alta; preguntarse o responderse; simplemente describir con agudeza alguna recóndita inflexión, conexión o contradicción no advertida a primera vista. Podrá prescribir y mandar, como lo hace desde los libros sagrados o las fundamentaciones jurídicas; o, en su mayor estiramiento hermético, oraculizar y adivinar.

Podrá asimismo mostrársenos a través de sus prolongaciones sanguíneas: el refrán, y el grafiti especialmente –nacidos, formados y usados en la calle-, como sus hermanos bastardos (otro, que es letrado y ostenta los títulos de la ilustración –que no es la sabiduría- pero preferentemente desde las páginas del diccionario: es la definición).

Lo cierto es que en su enjutez, en su elementariedad, el aforismo tiene capacidad para contener de igual modo a la conclusión como a su opuesto, la paradoja. No deja en ningún momento de llamar a la reflexión9, de provocar, a veces hasta el acoso, a quienes le preguntan como si fuese un oráculo. Muchos hubo –y habrá- que no pudiendo responderse por sí mismos apelaron a su sabiduría.

Y ahí están. Siguen siendo requeridos los minúsculos concentrados que atesoran la pequeña porción terapéutica del fármacon platónico.

Mediante unas pocas palabras simples, elementales, capaces de curar el intelecto y el alma, muestran su eficacia a la hora de desintoxicar paladares y entendimientos. Reacomodan pasiones y virtudes, y reconstituyen esencias...; en suma: desmistifican, proponiendo nuevas –o viejas pero olvidadas- valoraciones de lo bueno y lo malo; lo justo y lo injusto; la belleza..., en fín: resemantizando, más que la literatura, la vida

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Casualmente, esa señalada eficacia funcional, práctica, hace que valores asociados cada vez más al hecho literario masivo y mercadista (los niveles de venta, por ejemplo) rara vez lo acompañen. Debe ser tenido por tonto quien hoy elija, seria y exclusivamente, esta forma para hacer carrera en la literatura.

El aforismo, breve artefacto verbal, vive pagando el precio de subsistir al margen de movimientos, corrientes y modas;  y por otra parte, su perdurabilidad en la memoria puede prescindir perfectamente del nombre de su autor: ante cierto hecho, para nosotros lo importante es que repitamos, valga el caso: “Casi todos los monumentos son huecos”, sin importar quien lo dijo. No deja de ser ésta, de algún modo, una pequeña revancha del lector anónimo frente a las tantas veces exageradas aspiraciones del individualismo autoral.

Pero por más que no goce del mínimo lugar en las listas de los libros más vendidos, ni entusiasme demasiado a historiadores, investigadores y académicos de las letras, el aforismo sostiene su vigencia de manera disimulada, con su paso lento y firme, asumiendo muchas veces, como sucediera al pasar por las manos de Nietszche, actitudes rebeldes y anárquicas. Bien vale como ejemplo de lo dicho, el caso de Jerzy Lec en la Polonia moderna, políticamente sometida y acallada hasta fines de los ochenta, cuando se vale de él para denunciar con sorna y mordacidad a carceleros incapaces de advertir sus agudezas

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Las escuetas noticias biográficas sobre Antonio Porchia  provienen de dos fuentes principales: el libro de A.L.Ponzo y el postfacio de R. Juarroz a la versión francesa de Voces, que en nuestro país está publicado como texto complementario en Poesía y creación –Diálogos con Guillermo Boido (Carlos Lohlé, Bs. As., 1980) y a cuya numeración de páginas remiten nuestras citas.

Ambos autores, además de conocerlo personalmente a Porchia, estudiaron su obra con detenimiento y rigor envidiables, difundiendo a Voces en nuestro país y en el extranjero.

Los pocos datos estrictamente biográficos (no es posible encontrar demasiado) están contenidos en  comentarios que nos pareció oportuno transcribir textualmente, por lo que ellos aportan sobre una personalidad tan singular y  consustanciada con su obra. Cuenta, por ejemplo, Juarroz: “Su padre había sido sacerdote y dejado luego los hábitos. El recuerdo dominante de su niñez era su trashumancia, al no poder su familia permanecer mucho tiempo en ningún lugar, ante las reacciones provocadas por aquella situación. Repetía a menudo una línea de su libro: “Mi padre al irse le regaló medio siglo a mi niñez”.

Escribe Daniel Barros en  una poco difundida entrevista de una revista de hace unos 50 años: “...A Porchia no le gusta lo formal. Es algo impar dentro de la literatura argentina, el espíritu en inabarcable medida, la austeridad en persona. Porchia vive muy modestamente, es más, no creo que ningún escritor viva tan modestamente como el autor de Voces. Y él sabe vivir muy bien así. Rodeado de cuadros, de libros, de recuerdos al fin, vive en su casa de la calle Malaver en Olivos. El va a la feria, hace su comida, vive consigo mismo y, por consiguiente, con todos”

Cabe despedirnos recordándolo con su propio aforismo: “Se daba a todos sin seguir a nadie. Y en aquel mundo, donde casi todos, siguen a todos sin darse a nadie”.

 

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