La hija de una Premio Nobel afirmó que su padrastro la abusó y su madre lo protegió
Canadá. Andrea Robin Skinner -una de las hijas de la escritora canadiense Alice Munro- escribió un artículo en el que cuenta cómo, cuando tenía 9 años, el marido de su madre abusó de ella y cómo de, distintas maneras, siguió haciéndolo por años. Munro lo supo e incluso mucho después él fue condenado por eso, pero la escritora lo acompañó hasta la muerte de él y el vínculo con su hija se hizo trizas.
El inicio del artículo, que publicó el Toronto Star, es contundente: “En 1976, fui a visitar a mi madre, Alice Munro, durante el verano a su casa de Clinton, Ontario. Una noche, mientras ella estaba fuera, su marido, mi padrastro, Gerald Fremlin, se metió en la cama donde yo dormía y me agredió sexualmente. Yo tenía nueve años”.
Como tantos niños, la chica no dirá nada pero a la mañana siguiente tendrá su primera migraña. Andrea no vivía con su madre sino con su padre, Jim, en Victoria, a unos 4.000 kilómetros de distancia.
Andrea tuvo que volver de visita todos los veranos. Así lo escribe: “Cuando me quedaba a solas con Fremlin, hacía bromas lascivas, se exhibía durante los viajes en coche, me hablaba de las niñas del barrio que le gustaban y describía las necesidades sexuales de mi madre. En aquel momento, no sabía que esto era abuso”.
Munro y su camino al Nobel
Alice Munro, quien murió el pasado mayo a los 92 años, es una de las más grandes cuentistas contemporáneas. “Los temas subyacentes de su obra suelen ser los problemas de pareja y los conflictos morales”, destacó el jurado del Premio Nobel cuando la premió, en 2013.
En libro como Algo que quería contarte, Escapada o El progreso del amor, entre muchos otros, Munro aborda temas como la maternidad, el matrimonio, la pérdida y el paso del tiempo, a menudo ambientados en pequeñas comunidades rurales de Canadá. Su estilo permite a los lectores conectar con sus personajes y situaciones de manera íntima y emocional.
La obra de Munro ha sido altamente valorada por su capacidad para captar la esencia de la condición humana en relatos breves pero poderosos. Su habilidad para desarrollar personajes complejos y realistas en un espacio reducido de texto es una de las razones por las cuales ha sido aclamada por críticos y lectores por igual. Además, Munro ha sido elogiada por su manejo del tiempo en sus narrativas, utilizando saltos temporales y recuerdos para construir una comprensión más profunda de sus personajes y sus historias.
Ojos bien cerrados
Sin embargo, pese a ser una maestra de las palabras y de las historias humanas, Munro se negó a ver. Cuando le contaron que el marido se había exhibido frente a la hija de unos amigos -dice Andrea-, él lo negó y Munro le creyó. Y hasta agregó que Andrea no era su tipo. “Delante de mi madre, me dijo que muchas culturas del pasado no eran tan ‘mojigatas’ como la nuestra, y que solía considerarse normal que los niños aprendieran sobre sexo practicando sexo con adultos. Mi madre no dijo nada”.
La adolescencia de Andrea tuvo bulimia, anorexia, insomnio, migrañas. Alrededor de los 25 años creyó que se abría una grieta en el muro de silencio: Munro le habló de un cuento en el que una chica se suicida después de que el padrastro abusa de ella. Y se hizo -le hizo a Andrea- una pregunta clave: “¿Por qué no se lo contó a su madre?”.
La joven sintió que era su oportunidad. Por carta, le habló a Munro del abuso que había sufrido. La madre lo entendió como una infidelidad. Dejó el lugar donde vivía con Fremlin. Pero “se mostró incrédula”.
Mientras tanto, él mandaba cartas. En ellas “describió a mi yo de nueve años como una ‘rompehogares’ y dijo que el hecho de que mi familia no interviniera sugería que estaban de acuerdo con él”. Fremlin explicó: “Andrea invadió mi dormitorio para tener aventuras sexuales”. Amenazó con mostras fotos de Andrea en bombacha... cuando tenía 11 años.
Después de todo, esto, Munro volvió con Fremlin. Cuenta Andrea: “Dijo que se lo habían ‘dicho demasiado tarde’, que lo quería demasiado y que nuestra cultura misógina tenía la culpa si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres. Insistió en que lo que había pasado era entre mi padrastro y yo. No tenía nada que ver con ella”.
Toda la amargura del mundo aparece en las conclusiones que saca Andrea: “Creo que mi madre respondió a su propia pregunta sobre la chica de la historia. No se lo contó a su madre porque prefería morir antes que arriesgarse al rechazo de su madre”.
Pero listo, el rechazo ya había ocurrido, la madre había elegido. ¿Qué hicieron entonces? Fingir que no había pasado nada. Almorzar en familia. Seguir adelante. Diez años así. Hasta que Andrea tuvo hijos, un par de gemelos. Y decidió que Fremlin nunca los iba a ver.
Qué contrariedad, ¿no? Munro dijo -según narra ahora su hija- que le resultaba muy incómodo ir sin él, que ella no manejaba, en fin. Andrea cortó todo vínculo con ella. Pero bueno, Munro era un personaje público así que se la encontraba en los medios a cada rato: “Dos años después, cuando tenía 38, leí una entrevista en el New York Times con mi madre, en la que describía a Gerald Fremlin en términos muy cariñosos. Decía que tenía suerte de tenerlo en su vida y declaraba que mantenía una “estrecha relación” con sus tres hijas, incluida yo”.
No, ella no podía tolerar tanto. Fue a la Policía. Hizo la denuncia. Tenía sus relatos y las cartas de él. Fremlin se declaró culpable: dos años de libertad condicional y evitar contacto con menores de 14. Para Andrea fue suficiente: lo que quería era que se reconociera la verdad.
Y quería hacerle algo a su madre también: “Que esta historia, mi historia, formara parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre. No quería volver a ver una entrevista, una biografía o un acontecimiento que no se enfrentara a la realidad de lo que me había ocurrido y al hecho de que mi madre, enfrentada a la verdad de lo sucedido, decidió quedarse con mi agresor y protegerlo”.
Pero eso no ocurrió. La fama, el Nobel, taparon todo. Ella había quedado de un lado y toda su familia de origen, del otro. Con Alice Munro, esa gran escritora, nunca se reconcilió.
Ahora Andrea es profesora de meditación y mindfullness, especializada en la curación de traumas infantiles.