En Catamarca, con el Cheto

Viajamos para decirnos lo que teníamos que saber en vida y en silencio

Por Pedro Jorge Solans.
miércoles, 2 de agosto de 2023 · 17:45

Tenías tanta fe como miedo. Sabías que se acercaba la hora de cumplir. El acto más generoso, grandioso y el desprendimiento de tu existencia. Salimos a medida mañana, vos quería salir más temprano, pero no era necesario. Desayunamos en Roma y salimos contentos hacia San Fernando del Valle de Catamarca. Conducía un viaje que no iba a ser una excursión iniciática, más bien los dos habíamos pactado en silencio cómplice que era una despedida, porque había ofrendado su vida, y estaba tranquilo porque había desatado algunos nudos. Aunque quería quedarse un tiempo más entre nosotros.

En Catamarca recibió una imposición de mano casual de un cura al pie del cerro, en la gruta de Nuestra Señora del Valle. Se motivó, lloramos, hacía frío pero sentíamos calor, y de ahí en más empezó el regreso, su firme decisión de postergar la operación, el miedo mezclado con la fe, la dieta, sus sueños, sus deseos, sus preocupaciones, el intentar curarse solo, nuestra infancia, el liceo, Carlos Paz, nuestro lugar en el mundo, sus hijos, mis hijos, nuestros hijos, los errores, nuestros gustos por la vida, por vivir ese sabor profundo, el deleite de ver lo pensado en materia; emprender las locuras, sobre todo, las locuras; reír, reírse, reírnos de nosotros mismos, la cerveza helada, el buen vino, el champagne, y en fin, cualquier bebida espirituosa.

Hablamos de su paso por Rosario, su fanatismo por el rugby y por las ideas, la playa, los canales, la ecología, y los proyectos de avanzadas, los utópicos, los que siempre estarán a destiempo. Repasó sus polémicas, recordó su apego al periodismo, a El Diario de Carlos Paz.

Hicimos un alto en el camino, el destino se había nublado. Nos aproximábamos a la última etapa del regreso, muy cerca de la despedida, cuando me dijo firme: —lo que te voy a decir ahora lo escribís dentro de 20 años.

—Si llego— le contesté.

Su afán de protagonista lo llevó a ser un hombre de acción, un constructor todo terreno, que nunca le importó mucho las consecuencias, era consciente de su conexión. Ese domingo bajé de su automóvil, y lo saludé: —Chau chiquito ¿Estás cansado?

—No —me respondió y se alejó sin mirarme. Solíamos mentirnos y solíamos aceptarnos las mentiras que no eran piadosas.  Estaba totalmente amarillo.

Ahora en cada asado, en cada bar, en cada lugar de la ciudad habrá una ausencia, sobrará un vaso, habrá una silla vacía, pero seguro nunca faltará un recuerdo del «Cheto» para contar.

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