Opinión
Pensar utópicamente
Por Jorge FelippaPor Jorge Felippa
Hace unos días atrás un amigo, unos pocos años mayor, comentó uno de mis posteos en FBK con una pregunta y un deseo: “Ya solo nos van quedando los recuerdos, Jorge. Espero que no”. Unas palabras que resonaron más potentes entre otras muchas que reconocían el poder evocador de ese retazo de mi juventud. Reconozco que ya en otras ocasiones, otros lectores me señalaban el persistente sabor agridulce y hasta ácido de estos “fotogramas del desencanto”. Bajo ese título los voy acumulando a la espera de ¿qué? ¿Una publicación? ¿Para qué y para quién?
A cada rato FBK me los recuerda: los primeros surgieron en los primeros días pandémicos. Los siguientes fueron escritos al impulso de tantísimas imágenes, personales y colectivas que me permitían un desahogo fugaz hasta el próximo “cross a la mandíbula” que nos arrinconaba con la guardia cada vez más baja.
Simultáneamente a aquel comentario del inicio, se desató un fugaz revuelo en los medios con las “polémicas” declaraciones de Fito Páez que provocaron escozor, por decir lo menos, entre los músicos del rock nacional. Y concluyó con una frase contundente: “Las utopías no sirven para nada”, el mismo músico que en 2011 expreso su rechazo a la mitad de los porteños que habían votado a Mauricio Macri como jefe de gobierno porteño. Y hoy encuentra “esta etapa muy estimulante, puedo pensar, puedo escribir”. ¡Qué suerte Fito, que gozás de semejante libertad de expresión!
En la misma semana, Marcelo Figueras en “El Cohete a la luna” publicó el domingo pasado 29/06 su nota “Una utopía (más) moderna”. Cito: “Quienes retomaron el pensamiento utópico fueron los baby boomers, o sea los jóvenes nacidos después de la Segunda Guerra. En el contexto de la incipiente cultura rock, la nueva generación se planteó la posibilidad de que hubiese mejores maneras de vivir. Durante un breve, brevísimo lapso —tres putos años, suele decir el Indio: entre el '67 y el '69—, todo lo que produjo esa generación: música, cine, teatro, arte visual, literatura, manifiestos, apuntó a colaborar en la construcción de un mundo mejor, menos brutal, más sabio y tolerante.
Tan pronto la explosión cultural dio paso a la organización que perseguía espesor político —cuando los soñadores cedieron la antorcha a los militantes—, el sistema reaccionó y entró a degüello. Con la excusa del combate contra las drogas y el terrorismo, se cargaron a las mejores mentes de una generación, entre las que persiguieron, procesaron y encarcelaron, las que impulsaron al exilio y las que presionaron hasta arrancarles obediencia. Nunca entendimos cuán grave era la admonición que Lennon pronunció, a modo de epitafio de una era: "El sueño terminó". En los '70 ya nadie hacía música para la banda sonora de la revolución, sólo se soñaba con entrar en los charts. En el sur del continente americano la energía rebelde fue más política que cultural, pero el resultado fue el mismo. Aquí en la Argentina, el sueño terminó en el '76. Y en los ganadores de entonces —la sociedad pacata, euro-centrista, acomplejada y machista, gorila y cagona que consintió la masacre y aplaudió a los genocidas— está la semilla de la Argentina de hoy.
En ese clima tan bien descripto por Figueras, crecimos nosotros, los que hoy saboreamos el polvo de los “cuatrocientos golpes” que varias veces nos dejó con las manos vacías, literalmente, “sin casa levantada, sin plantas ni proyectos”.
Y este viernes pasado, el periodista español Javier Zurro en el suplemento cultural de elDiario.es, señala a propósito de la nueva gira de Oasis, con 17 conciertos sólo en Gran Bretaña, y el estreno de una nueva versión de “Jurassik Park” además de un nuevo Superman, de Sé lo que hicisteis el último verano, un Karate Kid, Ponte en mi lugar 2, Agárralo como puedas y el colmo de la nostalgia, Los cuatro fantásticos que, directamente, ambientan su nueva entrega en los años 60. Y sentencia Zurro: “Esto me ha hecho pensar en algo que no es nuevo, pero que cada vez me parece más preocupante. Estamos enfermos de nostalgia. Vivimos instalados en el pasado. Hemos comprado el lema reaccionario de que todo el tiempo pasado es mejor, y la industria cultural lo está explotando en todas sus vertientes.
El problema es que la jugada les sale redonda. La gente va en masa. Se sienten cómodos en lugares que ya conocen, pero en tiempos convulsos, la nostalgia es un arma conservadora. La misma nostalgia que el arte está inoculándonos y nosotros comprando es la que está llevando a que en redes sociales triunfen perfiles como las trad wive , mujeres que viven por y para sus parejas, cocinándoles y haciéndoles felices.
Partidos como Vox y líderes como Trump (y Milei, agregamos nosotros) promulgan ese regreso a los valores del pasado. El mundo actual se ha ido al traste, dicen, por culpa de lo wake, de los modernos, de los progres. El cine, la literatura y la música, en vez de ofrecer escenarios alternativos que rompen ese discurso lo están abrazando de lleno y se están forrando. Necesitamos películas (libros, discos, obras de teatro) que planteen un futuro posible. Que ofrezcan una mirada que diga a la gente que el futuro siempre va a ser mejor si no nos quedamos en el sofá.
La responsabilidad de los espectadores es decir 'basta' a la nostalgia. Basta de distopías. Basta de remakes, de reboots, de reuniones y de mirar al pasado. O miramos al futuro y nos ponemos las pilas o se acabará cualquier arte que cuestione las cosas. Es lo que quieren, que nos olvidemos de cómo se hace.
Y quiero cerrar estas líneas, en su mayoría de otros que lo dicen mejor que yo, con palabras de Marcelo Figueras: “La violencia bélica hizo que la humanidad entera retrocediese en el juego, casi hasta el casillero inicial. Que es lo mismo que ocurre ahora. Nadie está pensando, discutiendo, alternativas. Nadie está imaginando maneras más sabias de vivir para el colectivo planetario. Nadie diseña y propone otros sistemas, que como mínimo desactiven la pulsión tanática del capitalismo. La agresividad de la ultra-derecha hizo que dejásemos de evaluar derechos a ser conquistados. Interrumpió el proceso evolutivo y nos puso a la defensiva. Hoy no aspiramos a la felicidad. Lo único que hacemos es regatear para que no nos quiten las migas que dejó a su paso el pan que ya nos arrebataron. En la actualidad, no luchamos para vivir mejor. Todo lo que hacemos es discutir las condiciones en las que seguirán violándonos. Pero la violación no se discute. Continuarán perpetrándola, mientras reclamamos minucias con la ilusión de que así dolerá un poco menos.
Yo no quiero seguir así. Aspiro a que pensemos a lo grande, a que seamos ambiciosos. Deberíamos aplicarnos a crear un paraíso sobre esta Tierra. Es lo mínimo que podemos hacer, para estar a la altura de los dones intelectuales y espirituales que también desarrolló la especie, en paralelo con su capacidad destructiva. Por debajo de eso, no deberíamos negociar nada. Lo cual no significa abandonar la lucha cotidiana para mejorar el cachito que hoy está al alcance. Esa batalla hay que seguir dándola, obvio. Pero también hay que dejar de pensar a ras del suelo, de forma rastrera. Hay que elevarse y pensar lo más lejos que se pueda, porque una vez definido ese horizonte lo que procede es implementar los pasos necesarios para llegar a él. No podés alcanzar una utopía, aunque se trate de una ambigua o imperfecta, si no la imaginaste, si no te la planteaste antes como posibilidad, como plan, como objetivo.
Imaginar una forma superadora de vivir no es un lujo: es una necesidad. No habríamos evolucionado si nuestros antepasados se hubiesen conformado con vivir a la intemperie, comer siempre la misma frutita y no resistirse ante los predadores. El planteo que lanzó a la humanidad hacia el futuro es el mismo que hoy nos falta: Debe haber una forma mejor de vivir que esta. Eso es lo que deberíamos preguntarnos a diario: ¿cómo me gustaría vivir, en qué clase de sociedad querría desarrollarme, o al menos construir para mis hijos y nietos? ¿Hace cuánto que no se cuestionan así? Ya sé que la batalla por la supervivencia es imperiosa, pero si dejamos de plantearnos esas cosas, si renunciamos a pensar qué y cómo sería lo ideal, vamos a quebrarnos, a firmar la rendición definitiva. Dejar de pensar en términos utópicos es aceptar que se nos mutile una parte esencial y malvivir, de allí en más, en la tiniebla del posibilismo. ¿Es eso lo que quieren/queremos: anotarnos como voluntarios para una lobotomía y seguir viviendo como idiotas, sentados sobre su mierda?
Así como las flores dan la cara al sol, los humanos tendemos a la felicidad. Es la energía que motoriza el desarrollo de nuestro potencial. Por eso mismo, dejar de pensar utópicamente no es bueno, sino inaceptable.”