Villa Carlos Paz

El día que pescaron un salmón rosado en el lago San Roque

Por Pedro Jorge Solans (Escritor y periodista).
miércoles, 28 de mayo de 2025 · 17:49

Por algún motivo, ese 14 de abril nadie esperaba sorpresas. Tal vez, porque ese día beatificaban en el Vaticano de Roma a María del Tránsito Cabanillas, una mujer nacida en la zona. Don Cándido Boldrini, un pescador avezado, alejado de la noticia, tiró del anzuelo para que el tiempo detuviera su marcha. Era un martes cualquiera en Villa Carlos Paz. El lago San Roque, testigo de historias de verano, navegaciones domingueras y promesas rotas, brillaba bajo el sol otoñal.

Don Cándido, de edad difusa, con su gorra bordada y su chaqueta que olía a tabaco viejo, había salido como siempre en su bote «Apolinaria», en homenaje a su esposa, la abuela  «Apoli». No buscaba peces, buscaba silencio, y en él, las voces del pasado.

Ese día, sin embargo, el anzuelo no trajo silencio. Emergió un salmón rosado de dimensiones improbables que brillaba como si hubiese absorbido la luz de la montaña, de los riachuelos y vertientes, como El Cajón, El Malambo, el Icho Cruz, y El Venancio. La noticia corrió rápido: un salmón rosado en el San Roque. Era algo imposible de imaginar, mucho menos de creer.

Lo que nadie supo fue lo que ocurrió esa noche. Ya en la orilla, con el pez aún vivo en un tambor cortado por la mitad, con agua fresca, Don Cándido le habló.

—Así que vos sos el viajero que baja de lejos, ¿eh?

Y el salmón, con un leve movimiento de sus agallas, respondió:

—Huyo, viejo amigo. Vengo desde las Altas Cumbres. Nací en un arroyo que ya no canta.

Don Cándido no se sorprendió. Había vivido suficiente para entender que hay diálogos que sólo ocurren cuando el mundo baja el volumen y la mente vuela alto.

—¿De allá arriba? ¡Pero eso es agua cerrada, no podés haber bajado hasta aquí!

—El ácido sulfúrico no entiende de geografía. La mina de uranio lo derrama todo. Escapé por venas de piedra y tierra mojada. Salté cascadas, y esquivé la muerte.

Don Cándido se rascó la barba. Había escuchado hablar de la mina, allá en el paraje de Los Gigantes. Una empresa extranjera, permisos dudosos, promesas de trabajo, y detrás, el precio silencioso: la contaminación, el agua, y los cambios profundos que los lugareños miran sin creer, como las fábulas, las leyendas y los cuentos. 

—Y ahora estás aquí, conmigo. ¡Un salmón fugitivo en mi tambor de agua!

—No quiero morir embalsamado. No quiero ser trofeo ni mito siquiera.

Don Cándido asintió. Encendió su pipa y miró al salmón con respeto.

—La gente te querrá ver. Te sacarán fotos, dirán que sos un milagro o parte del marketing para cambiarle la imagen al lago. Yo sé que vos sos otra cosa.

—Soy más que historia de un episodio, viejo. De lo que fuimos y de lo que nos quieren hacer olvidar.

Esa noche, el lago se volvió espejo de estrellas. Don Cándido tomó el recipiente con agua y remó hacia el centro. En silencio, y casi si mover el agua, devolvió al salmón a la corriente.

—Nadá, hermano. Que tu viaje no termine en una vitrina.

El salmón se sumergió sin hacer ruido. Y algunos dicen que, desde entonces, a veces, cuando el lago está muy quieto, se ve una estela brillante cruzarlo. Otros juran que lo vieron saltar al amanecer, como un guiño del destino.

Don Cándido sigue pescando. Pero ya no busca peces, busca signos. Sabe que el mundo cambia y a veces, lo imposible deja de serlo. En los bares de Carlos Paz, la historia aún flota en las mesas de café, o cerveza, o vino, según la ocasión y los convidados. Están los creyentes, los que se ríen. En un mundo que avanza sin mirar atrás, se necesitan milagros que hagan detenerse.

Quizás, como Don Cándido, a veces sea necesario hablar con un salmón para recordar que el agua siempre encuentra su curso, como las personas encuentran su camino.

 

Una voz sin rostro

«El agua que nace en las alturas lleva consigo la historia de todo lo que toca. Nosotros, los que habitamos la roca, hemos visto pasar generaciones, industrias, incendios, y rezos. El salmón es sólo un mensajero, pero su mensaje es urgente. La tierra no olvida, el agua no perdona, y los hombres... los hombres a veces escuchan. Como Don Cándido».

«¿Don Cándido? ¡Ese viejo es un sabio! Cuando contó lo del salmón, pensé que era un chiste. Pero después vi su cara. Estaba distinto, como si hubiera hablado con un Dios o con un abuelo. Ahora va todos los días al lago, dice que está esperando otra señal. Yo le creo»; explicaba doña Marisa Sosa, una vecina de la costanera que murió cuando no pudo pescar más.

El salmón no desapareció en seguida, recorrió la Bahía del Gitano, y antes de irse dijo lo suyo. «No somos eternos, ni realidad, ni imaginación, ni siquiera los ríos lo son. Pero nadar contra la corriente, saltar, son gestos de resistencia. Vine a contar una historia que nadie quería escuchar. Pero un viejo lo hizo, y eso basta. Porque toda revolución empieza con alguien que escucha».

 

El fin

A don Rugantino, nadie le creyó. En su restaurante de la Avenida San Martín lo sirvió en rodajas con papas españolas, una salsa de crema, jugo limón y un poquito de hierbas finas. Los comensales elogiaban el plato de salmón y querían acertar su origen ¿Español?¿Chileno?¿del Sur, de la Patagonia? El dueño del restaurante sonreía; mientras los Duvois del restaurante El Dorado buscaban a Don Cándido para que les consiga un salmón rosado.

Los comensales de El Dorado que querían comer salmón rosado del lago.

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